jueves, 24 de marzo de 2011

LA MORFOLOGÍA DEL MAL

                                                        
                                                                     
Para el racionalista el mal no es una entidad positiva[2], se trata de una falta de adecuación entre el pensamiento y el mundo, una contravención de las leyes lógicas. Si bien, desde un punto de vista religioso es admisible lo malo  en relación con el individuo que cede puntualmente a la tentación haciendo un uso erróneo de su libre albedrío, la redención siempre será posible; basta con desearla. Se trata de un estado transitorio de privación de la Gracia, y por ende, reversible. Acaso, en el Postrer Día, incluso el Ángel Caído sea salvado.
El cogito cartesiano, cifra de la razón imperiosa como primera certeza y última realidad,  sucumbirá a la caótica voluntad schopenhaueriana, caracterizada por un ciego apetecer y la anomia más absoluta, comprometiendo fatalmente la presunta ecuación entre lo real y lo racional, y a la postre, ya en la obra de Nietzsche, la estructura logocétrica y jerárquica de la propia metafísica.
La Buena Nueva de Zaratrusta[3] nos anuncia que no hay referente último alguno  al que proar la razón, garante de su infalibilidad. Nos desvela el mito del mundo verdadero[4], sin conceder al aparente y contra las ideas positivistas, el estatuto de real, es tan solo un teatro por el que deambulan máscaras, personae, impostores, simulacros, que como virus, se multiplican sin cuento. No hay hechos, tan solo interpretaciones. Haciendo una traducción moral de este aserto epistemológico, entramos en los predios del Mal.
Sin embargo, ya en el siglo XX, algunos artistas deciden invertir los términos, conciben un mundo en el que el Mal es la premisa, sobrepujando el ámbito moral al que se viera restringido por el indiscutido imperio del Bien, con una formulación ontológica. Lovecraft, Bataille o Klossowski[5] en literatura y David Lynch en el cine, son los máximos exponentes de esta tendencia que recrea un mundo en el que la unidad cede ante la pluralidad, la razón claudica ante la locura, la identidad se disuelve, en fin, que Cronos termina por devorar a Júpiter  a despecho de la versión oficial.
Trataremos de ver como estos elementos informan el más hermético y hermoso film  hasta la fecha de David Lynch, Lost highway (1997)
   
La película comienza con el sonido de una voz que a través de un telefonillo que anuncia a Fred Madison (Bill Pullman) que Dick Lorant está muerto. Hecho, por de pronto nimio y sin consecuencias inmediatas, ya que inicialmente son las sospechas fundadas de la infidelidad de su morena mujer, Renné (Patricia Arquette) lo que acapara su interés y el del espectador.
 Cuando ésta sea asesinada, presuntamente por él, presuntamente en respuesta a sus devaneos venéreos, mientras aguarda en la cárcel el cumplimiento de su sentencia de muerte, desaparece de la celda en que se halla. Su lugar lo ocupa inexplicablemente un joven mecánico sin causas pendientes con la justicia, Billy (Balthazar Getty).
 Una vez que sea liberado y de vuelta al taller donde trabaja, recibe la visita de Dick Lorant (Robert Loggia), cliente habitual y conocido gángster, reclamando una puesta a punto para su Mercedes. Le acompaña una hermosa rubia, Sally (Patricia Arquette) con la que Billy no tendrá dificultades para emprender una peligrosa relación.  Cuando el señor Lorant tenga conocimiento de ello, la pareja de amantes tratará de huir de la ciudad, no sin antes robar unas joyas de las que cierto perito que tiene su guarida en pleno desierto, se hará cargo.
En la nocturna aridez de la guarida del perito, de nuevo Fred usurpa la identidad de Billy. En un motel de carretera llamado “Lost highway”descubrirá que es  con Lorant, con quién su morena y rediviva esposa le engañaba y procederá a tomar venganza, esta vez en el amante. A la mañana siguiente, qué es la mañana primera con la que se inicia el relato, se allegará a su casa, llamará al telefonillo y se dirá a sí mismo: “Dick Lorant está muerto”.
Hemos omitido la aparición la unas misteriosas cintas de video en casa del matrimonio Madison en los inicios del film, que ofrecen, la primera de ellas, una vista panorámica del exterior de  su casa, para después y en entregas sucesivas, ir registrando grabaciones del interior, hasta que, por último, recojan el asesinato de Renné, a manos de su marido. Es destacable de igual modo la presencia de un siniestro personaje innominado y de resonancias mefistofélicas (Robert Blake), presumiblemente responsable de tales grabaciones y decididamente vehículo de la venganza de Fred, quedando implícita la posibilidad de un pacto tácito entre ambos: “No suelo acudir a donde no he sido invitado”, le dirá a aquél la primera vez que se encuentran, pero ¿es realmente la primera?
          Con este somero esbozo del laberíntico argumento, disponemos de suficientes motivos para analizar el modo en que el genio de Lynch configura una genuina morfología del mal desde una perspectiva ontológica[6], no psicológica o moral.
Los elementos que urden trama y los personajes son reconocibles dentro del universo de la novela negra y del film noir: los temas del adulterio y su corolario, el crimen como ejes vertebradores de sendas tramas; el músico de jazz, el gángster, la chica del gángster y el lacayo desleal, el robo de las joyas que hace de la pareja de amantes fugitivos unos improvisados Bonnie y Clyde que huyen en plena noche y, por último, la presencia testimonial de la policía, tan inoperante e intempestiva como siempre.
  Es propio del cine negro más clásico, ensayar estructuras temporales discontinuas, en flash-backs. Out of Past (1947) de Jacques Tourneaur o The killers (1947) de Robert Siodmack, son ejemplos paradigmáticos, donde la linealidad de la historia se quiebra con fines dramáticos.
            Lost Highway, aunque tributaria de esta tradición trata no de superarla, sino pervertirla, viciarla en sus fundamentos. Propone una estructura narrativa disyuntiva, i.e., la historia se bifurca no como un mero recurso narrativo sino como un atributo esencial de un mundo de simulacros y dobles. Si la disyunción convencional está ligada a exclusiones, ofrece un uso limitativo de la realidad estable de que deriva, en el giro perverso que propone Lynch siguiendo la tradición posmoderna, a cada cosa se le puede atribuir un número infinito de predicados, que es lo mismo que decir que nada puede afirmarse de ellas. El personaje de Lorant ejerce de amante engañado y a la vez, engañador; de igual modo, el intercambio de identidades entre Fred y Billy, conlleva una mudanza del mismo jaez, el primero era el marido engañado y el segundo será  amante de la chica de Lorant.
         Pero serán los personajes encarnados por Patricia Arquette, Renné y Sally, la máxima expresión de la idea de la infidelidad sexual como trasunto de la infidelidad identitaria a nivel ontológico. La persistencia del mismo rostro, a despecho del cambio cromático del cabello, y del mismo rol, persevera en el adulterio en ambos casos, sugiere una naturaleza diabólica, desencadenante del conflicto dramático y de la quiebra del precario orden de lo real. No es casual que en la casa del desierto se funda con el personaje ignoto que interpreta Blake.
           Junto a los motivos disyuntivos estructurales y dramáticos, encontramos en la película diversos elementos que coadyuvan a la dispersión y destrucción de lo óntico. Son los puntos de divergencia, las líneas de fuga.
           Inicialmente el protagonista escucha una voz, la suya, que le anuncia el consabido mensaje mortuorio, más adelante recibirá una serie de videos  que  muestran sucesivamente la fachada de su casa, el interior de la misma y su nefando crimen. Renné le referirá un sueño en el que ella recorre la casa requiriéndolo, pronunciando su nombre. Por último, antes de consumar el luxoricidio, Fred contemplará ensimismado el reflejo de su rostro en un espejo.
      El telefonillo desdobla a Fred a partir de su voz, el reflejo del espejo ofrece a su mirada otro Fred,  así como el sueño de Renné: no es el mismo el Fred  que comunica el mensaje, que el que habita en el  espejo o la ausencia  que  Renné reclama, son sendos fantasmas que disuelven su identidad, su yo deja de ser un referente, es interpretado por los objetos que multiplican su voz o su imagen, por el inconsciente de su mujer que lo nombra.
           Los simulacros  multiplican la realidad hasta el vértigo o la nausea, urden referentes paralelos que invaden y anulan el primigenio en virtud de su potencial hermenéutico, destruyendo su unidad referencial y, por ende, su identidad. Sin embargo, cada simulacro aspira a detentar el estatuto de intérprete privilegiado: Fred no tendrá un recuerdo directo del asesinato de su mujer, lo verá en el vídeo. Cuando esto ocurra, el crimen habrá acontecido, la imagen, el simulacro, deviene realidad.
Ante la pregunta de un policía acerca de si tiene cámara de vídeo, Fred responderá categóricamente: “No. Prefiero recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como ocurrieron”. Acaso ya presentía el peligro de multiplicar la realidad;  las imágenes, las resonancias, los reflejos, incluso los sueños, la vampirizan de igual modo que ocurría en El retrato oval de Poe.
La escala platónica de realidades que se refería en La República[7], que descendía desde las Ideas contempladas por la razón, con su plenitud ontológica, hasta las sombras y reflejos de la realidad aparente, meras ilusiones o engaños inducidas por los sentidos, sobre la que versa el Mito de la caverna, fue derogada por Nietzsche, con la desalentadora o liberadora conclusión de que todos son sombras, no hay salida posible de la gruta en la que permanece confinado el sujeto cognoscente. El dualismo reconfortante de antaño, garante de la razón, se ve suplantado por el desquiciante pluralismo de hogaño, inductor de la locura.
Desde un punto de vista psicológico puede afirmarse que la película es un retrato de la esquizofrenia. Teológicamente podemos sentenciar que nos hayamos en un mundo regido por el Anticristo. Si los atributos del Ser parmenídeo, como quedó apuntado, eran, entre otros la unidad, la identidad consigo mismo, y en el giro moral que le imprime Platón, el Bien, en cualquier caso, garante del conocimiento en virtud de la consabida ecuación entre el Ser y el conocimiento, y en última instancia, de la cordura, ahora, en presencia de los fantasma del Ser, que son legión, en ausencia del Dios finado de Nietzsche, la unidad deviene pluralidad, el Bien claudica, la razón marra, el sinsentido es la norma, Mefisto impone su no-ley. No es casual, por tanto, que la figura de  ribetes luciferinos mencionada más arriba, persiga a Fred con su cámara de video, enarbolándola como un arma, otorgándose la autoría de las grabaciones del principio, de la quiebra de la univocidad de lo real que pierde su condición de referente, de la caída de Fred, la disolución de su identidad y la entrada en el círculo infernal de la insania de donde no hay salida. On deranged  canta Bowie durante las secuencias de los créditos al comienzo y término del film, cuando la serpiente se muerde la cola.
Esta estructura circular evoca la idea del eterno retorno nietzscheano; no obstante, nunca de lo idéntico (recuérdese todo lo que se ha venido diciendo acerca de la quiebra del principio de identidad). Ello se traduce en una estructura que adopta la figura de una circunferencia excéntrica. Cada nuevo ciclo  supone un esfuerzo vano de lograr la convergencia de los diversos elementos desdoblados.
En El ángel exterminador (1962) de Buñuel, los protagonistas conjuraban el hechizo causante de su cautiverio, reiterando la idéntica disposición espacial que adoptaron de forma azarosa la noche en que se desencadenó aquél, i.e., convergiendo.
 La carretera perdida a la que alude el título es el dédalo circular pero sin centro, en el que la presencia del Minotauro es ociosa y las argucias textiles de  Ariadna, inútiles, pues para la destrucción de los que en él se adentran basta la caterva de sus dobles que actúan como disolventes de la identidad, y la salida del mismo es imposible una vez establecido el dilema disyuntivo, que abre cada posibilidad al infinito de las probabilidades, a la perpetua divergencia de los simulacros, a la imposible coincidencia de la unidad consigo misma.
Homero, Virgilio y Dante urdieron mundos heterogéneos, el mundo de los vivos y el Hades o infierno, que ocasionalmente confluían; Lynch perpetra un único mundo, pero radicalmente heterogéneo, esencialmente malvado. Hay otros mundos…



    







[2] Fernando Savater, Invitación a la ética, Barcelona, Anagrama, 1982.
[3] Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathrusta, Madrid, Alianza, 2000.
[4] Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos, Madrid, M. E. Editores, 1993.
[5] P. Klossoswki, Tan funesto deseo, Madrid, Taurus, 1980.
[6] Gilles Deleuze, “Klossoswki o los cuerpos-lenguaje” en Lógica del sentido, Barcelona, Barral, 1970.
[7] Platón, República. Edición de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 2000.

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