viernes, 30 de septiembre de 2011

DIARIO DE LECTURAS: LA VIRGEN DE LOS SICARIOS.


El concepto “barroco” se empleó inicialmente para calificar un período histórico que abarcaba el reinado de los Austrias Mayores y concluía con la muerte de Calderón; época desencantada y conflictiva, en el Barroco solo se veía carne rosigada en la gusanera de una vida que se antojaba sueño.
D´Ors amplió el significado del término al de una constante histórica basada en la recurrencia de un estilo lujuriante y frondoso, perplejo en la fascinación de la verba y sus seducciones fónicas y conceptistas; en la escora de usos denotativos a favor de perífrasis, alusiones, metáforas, el jugueteo lúbrico con el idioma destinado a mostrar una realidad transfigurada, magnificada, bella o degradada pero siempre bigger than Life.
Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios encarna el paradigma del escritor barroco en estilo y espíritu. La narración se reviste de una verbosidad torrencial erizada de giros coloquiales y colombianismos. Medello se encona en el odio de este viejo gramático que nos habla de y desde su ciudad natal a la que ha regresado a morir. Como Virgilio, el narrador nos guía por los círculos del infierno de Medellín y sus arrabales en compañía de bellos ángeles exterminadores que con el escapulario al cuello y el revólver al cinto van cobrándose almas a ritmo de “ballenato”.
La misantropía de Vallejo alcanza cotas rabelesianas. Acaso sea su formación de biólogo la que le conduce a ver la vida como una mera inflación de energía, la multiplicación maligna de moléculas con frenesí criminal sin otro fin que seguir creciendo en número ni otro destino que el de sufrir y causar sufrimiento. Imposible no pensar en los esperpentos de Valle y su degradación inmisericorde  de la condición humana.
Como todo ateo, Vallejo necesita a dios. Como todo hombre, Vallejo necesita de dios; lo que distingue al ateo del creyente es que el primero no busca a dios, lo tiene delante, siempre estuvo ahí, por eso odia su indiferencia ante el dolor humano y como venganza, lo niega, reniega y con esa lógica zurda que ejerce el odio, lo injuria.
Así, el narrador visita iglesias, remansos de paz en el tráfago urbano, en busca de una serenidad improbable. Los sicarios se encomiendan a la Virgen para no marrar el blanco y no dudamos que la Virgen acude a sus ruegos a juzgar por el atino que muestran. La  novela se encuentra traspasada de una imaginería religiosa y apocalíptica que acentúa su tono desesperado, un nihilismo desolador que cristaliza en un humor que apenas atenúa el espanto de lo narrado. La salvación se antoja imposible bajo ese manto de falsa esperanza que vende una ilusión sin porvenir alguno y sólo cabe esperar la muerte y que ésta sea un fin definitivo, claro.











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