martes, 23 de julio de 2013

LA VENGANZA DE ULZANA.











Cada cultura, citando a Foucault, se erige a partir de la exclusión de unas determinadas posibilidades.

  1. La posibilidad de la Historia descansa en la decisión de arrojar la sinrazón.
  2. Y la ratio occidental se funda en una escisión entre lo mismo y lo otro.
  3. El mito es el relato de un acontecimiento fundador que opera a través de la traducción lo otro a la lengua de lo mismo.

En la colonización de América el indio constituye esa realidad incomprensible, irracional, absurda, pintoresca, extraña, monstruosa y antagónica que debe superarse en una síntesis en la que su heterogeneidad sea asimilada al logos del europeo.
Al colono español se le entregaban tierras con cierta cantidad de esclavos, a cambio contraía una obligación, enseñarles la lengua del Imperio y el Evangelio. El proselitismo del católico contribuye a que el genocidio no se consume, a diferencia de lo que sucede en el norte con nuestros vecinos protestantes.
Para el católico el indio es una criatura disminuida pero con alma, un ignorante al que hay que salvar a través de la palabra de Dios, que es el español (ya lo dijo Carlos V), a menudo, un cuerpo con el que fornicar y cruzar las razas, nunca una otredad radical y sin remedio que deba ser extirpada.
El protestante en la producción de la identidad de sí mismo, repudia lo que no se deja reducir, incluir o someter a esa identidad guiado siempre por un criterio de eficiencia productiva. De modo que la posibilidad del aborigen no se contemplaba.
Max Weber mostró el modo en que la ética protestante y su rechazo de la doctrina del libre albedrío favorece la búsqueda de provecho económico más allá de lo necesario para vivir, señas de identidad del espíritu capitalista. Al ser mi concurso innecesario para salvar el alma me centro en los negocios y del grado de su éxito deduzco el nivel de satisfacción divino.
Enlace entre ambos fue oficiado bajo un concepto restringido de racionalidad, la racionalidad instrumental que define Horkheimer, herencia del espíritu ilustrado y fundada sobre una lógica del dominio. Ya se trate de generar beneficios o matar seres humanos el único criterio axiológico de la razón instrumental es el de eficiencia en la producción.
Lo mismo que ahora nos pide ese pobre idiota que tenemos de Ministro de Educación, producir, producir y producir para consumir y seguir produciendo en la lógica delirante del potlach maldito de los tiburones que acaban despedazándose entre ellos. Su dios le perdone.

La razón instrumental es un mito más, como los mitos mayas, como el cristianismo, como toda la Historia occidental, pero un mito que se presume verdadero, que se impone como dogma, su adecuación a la realidad (otro mito) se mide por su eficiente capacidad productiva. Es decir, la racionalidad es una ideología muy puñetera.










La venganza de Ulzana (Ulzana´s Raid, 1972)

La sombra del racismo planeó siempre sobre Ford. La razón es clara, Ford no falsea los hechos aunque asumiera su mixtificación como elemento basilar de una cultura. Ford nunca edulcora ni domestica al indio, no veremos en sus películas buenos y bellos salvajes con el rostro de Burt Lancaster, Debra Page, Charlton Heston o Elsa Martinelli. Los indios de Ford son los últimos indios que le quedaban a los Estados Unidos. No encontraréis en sus filmes condescendencia, paternalismo, folclore que satisfaga la curiosidad etnográfica del respetable. Ford no trata de reducir al indio a lo mismo, esto es, a un blanco civilizado, o lo que se supone que es un blanco civilizado, con plumas y piel cobriza, costumbres pintorescas y una candidez bobalicona.
El racista es Malick en The New World(2008) que destruye al otro al revestirlo con unos valores ideales, al darnos a un indio que nunca existió más que en la imaginación del teórico ilustrado. El rousseaniano para amar al indio necesita reconocerse en él, pero no tal y cómo es, sino cómo le gustaría ser.
Y lo que calla el rousseaniano es la consecuencia inevitable del desencuentro.

En la estela de Ford se sitúa Aldrich en Ulzana´s Raid, casi la conclusión de una trilogía secreta formada por The Searchers(1956) y Two Rides Together(1961).

Todo estaba ya en la obra magna del irlandés, el odio irreconciliables entre dos culturas cuya supervivencia dependía del fin de la otra. Sin embargo, al final se llegaba a una solución de compromiso un tanto complaciente sin por ello “cerrar la puerta” al conflicto cultural que ya presentíamos.
Era en Two Rides Together donde se nos mostraba de forma descarnada lo que sería el regreso de Debbie a los “suyos”, el repudio social a la cautiva que elije la vida al lado de un indio en vez de un suicidio honroso y la máxima expresión del sueño de la razón de Rousseau, la realidad del otro no es reductible más que haciendo uso del más eficaz instrumento civilizador: la horca.

En Ulzana, Aldrich confronta los prejuicios bienintencionados del Teniente bisoño DeBuin (Bruce Davison) recién salido de la Academia e hijo de pastor lector de Bartolomé de Las Casas con una realidad para la que no estaba advertido: el indio de carne y hueso. Asistiremos a una crisis de valores motivada por el testimonio irrefutable del minucioso y esmerado ejercicio de la crueldad apache que le hace incubar un odio ciego antes de empezar a comprender y aceptar.
En el otro rincón, en una estructura cara a Aldrich, su doble sabio y vetusto, Makintosh (Burt Lacanster), explorador que conoce la realidad del indio y vive con una apache.

Una de las obras capitales de Aldrich es Apache (1954), alumbrada al viento favorable de la excepcional Broken Arrow (1950, Delmer Daves) Ambas ofrecían retratos “progresistas” del indio que tanto gustaba a los franceses. El aborigen aparecía como una víctima del Witheman, y su violencia, consecuencia inevitable de las tropelías sufridas.
Más allá de las virtudes indiscutibles de sendos filmes, el discurso que articulaban era un tanto simplista al ser la otredad asimilada a los usos y costumbres del anglosajón buscar así la identificación del público con el sufrido indígena, interpretado ni más ni menos que por la sonrisa más bella de Hollywood, Burt Lancaster.

Pero el tiempo pasa y los grandes maduran, y la madurez en los grandes, sólo en los grandes, es sabia y no transige con las mentiras aún siendo hermosas, y Aldrich no estaba en los setenta para complacientes y bienintencionadas fábulas. Ulzana´s Raid es seca y brutal como el desierto de Arizona. En Peckinpah la violencia es un modo de ser de sus personajes, un rasgo de su carácter y extensión de los valores que suscriben, una forma digna de salir del mundo cuando el mundo ya no es digno. Por eso Ulzana´s Raid s es más violenta que Wild Bunch, porque no hay épica, no hay belleza, sólo absurdo, sólo la mirada dolorida de un niño ante el paso de los que han hecho que un soldado tuviera que matar a su madre para que ellos no la violaran hasta la muerte.
El guión de Alan Sharp, una verdadera obra maestra, dispone sendas conversaciones entre DeBuin con Makintosh, Ke-Ni-Tai (Jorge Luke) y el innominado sargento que encarna el habitual Richard Jaeckel para ilustrar los movimientos del alma del muchacho a lo largo de la expedición, convertida para él en una auténtica lección magistral tanto de táctica militar como de la condición humana.
Makinstosh no pretende reducir la problemática existencia del otro a sus expectativa, actitud infantil que sólo genera frustración y conduce a tomar malas decisiones. El primero que cometa un error tendrá que enterrar un cadáver. Makintosh representa la afirmación desapasionada de la diferencia, la actitud pragmática del que no ambiciona cambiar las cosas.
Mario Bunge dijo con ironía que la izquierda no cree en la realidad pero aspira a cambiarla, pues bien, Makintosh sería conservador.





Ke-Ni-Tay ofrece una justificación mítica de la carnicería apache, es decir, reduce la al otro al discurso de los suyos. Los guerreros absorben la fuerza vital de sus víctimas y según sus creencias incrementan un poder debilitado tras la larga permanencia en la reserva.
La crisis de DeBuin le está conduciendo a traicionar los principios evangélicos del perdón en los que se ha educado. El Sargento le espetará con una franqueza rayana en la brutalidad que Jesús nunca tuvo que arrancar a un niño de un cactus y esperar dos horas a que muriera para poder enterrarlo. Nadie logrará que ofrezca la otra mejilla a un apache. DeBuin, ve el mismo odio que le corroe reflejado en las palabras de otro, se reconoce en ese alma purulenta de rencor y dispondrá ya del terreno propicio para vencerlo, especialmente cuando sus soldados se dispongan a sacar las entrañas a uno de los indios abatidos.
Lo que de veras le disgusta es comprobar que el blanco se comporta igual que el apache.

Aldrich, que no en vano fue ayudante de dirección de Renoir, nunca juzga a sus personajes, por el contrario hay siempre una gran piedad hacia ellos. La conducta despótica o abiertamente imbécil de DeBuin se explica por su frustración, la profunda incomprensión de un territorio salvaje que no estaba recogido en el mapa que la religión le había trazado de la condición humana le lleva a tratar injustamente a Ke Ni Tay o a desoír los sabios consejos de Makintosh antes de comenzar a aceptar. De igual modo, pese a las atrocidades que cometen, la partida de Ulzana nunca nos llega a resultar odiosa. Una extraña dignidad reviste al jefe de los renegados, advertimos una profunda comprensión y solidaridad en el dolor entre la mirada que intercambia su hijo con el chico que abraza el cadáver de su madre. No es necesario buscar una coartada explícita a los actos de los indios, la historia es de sobras conocida.
Llegado el fin, Ulzana rehúsa luchar contra Ke-Ni-Tay, acepta su destino, su hijo ha muerto y está sólo en el mundo, entona cánticos a sus dioses para disponer su alma en espera del tiro que le reúna con sus antepasados.
Con la misma serenidad “consiente” Makintosh, haciéndonos eco de la expresión de The River. La celada que le tienden a los apaches emboscados en el desfiladero resulta a medias. El grupo de DeBuin llega cuando la patrulla-señuelo ha sido aniquilada por el fuego cruzado. Makintosh, herido de muerte, lejos de reprochar su tardanza al joven teniente le consuela: Demonios, todo el mundo tiene derecho a equivocarse.
Verdadera lección de piedad cristiana la que le da el ateo al hijo del predicador.

Y allí, en ese paisaje hermoso y terrible, quizá ya en México, bajo un sombraje improvisado, entre crótalos y escorpiones, un hombre excepcional, el mejor explorador de Arizona (jamás salvo en Il Gatopardo ha estado Lancaster tan grande) espera a la muerte liándose un cigarrillo (ni eso ha sido capaz DeBuin de hacer por él).





Es miércoles, aunque no lo parezca y nadie me lo haya preguntado.



Epílogo.

Creo que es justo atribuir una doble paternidad de Ulzana a Aldrich y Sharp, no en vano la obra maestra, yo así lo creo, del cineasta de Rhode Island, viene armada sobre uno de los mejores guiones posibles.
La historia dispone escenarios y situaciones conocidas sin caer en la amalgama episódica o el revisionismo, en un momento en que sendas estrategias menudean. Diálogos magistrales, irónicos y afilados elaboran sin solemnidad un discurso de gran complejidad, donde, sin embargo, mucho es lo que se calla y se expresa a través de esos elocuentes cruces de miradas.
La narración, planteada como una partida de ajedrez en la que los caballos tendrán singular importancia, avanza con pulso firme hacia el Mate a las negras, con gran sacrificio de las blancas, de entre ellas, la Reina.
Al final, se da la gran ironía de que es un azar el que precipita la salida de DeBuin al encuentro de Makintosh, aunque sea tarde y mal. Era tarde ya cuando salieron del fuerte.
Naturalmente a Ulzana no lo mata ningún blanco. Por supuesto nadie mutila su cuerpo para que las personas civilizadas puedan contemplar esa mueca de ligero enfado que les queda a las cabezas decorporadas.

Por cierto que el siguiente guion de Sharp en rodarse fue Night Moves (1975, Arthur Penn)




viernes, 19 de julio de 2013

LA BANDA DE LOS GRISSOM





A aquel senador Aldrich, a la sazón, yerno de Rockefeller que bajo su auspicio impulsó la creación del Banco Central, le salió un pariente díscolo, la más negra de las ovejas negras de aquel ilustre linaje de criminales, un intelectual y además, de izquierdas, valga el pleonasmo.

De nombre Robert y de oficio cineasta.

Robert gozó de cierto renombre en Europa allá por los cincuenta, cuando los que reparten carnés vieron en él a un autor progresista con mucho, mucho compromiso. Una rara avis en aquel universo de glamour algo acartonado o abiertamente obsceno tras la segunda matanza mundial.
Luego se le acusó de vender su alma por tratar de sobrevivir buscando la taquilla. Pero la verdad era que Robert llegó a tener que vender su compañía cuando los palos le venía por venderse él. Robert es uno de los ejemplos más apabullantes de lealtad, generosidad y valentía, que, para empezar, trabajó con casi todos los escritores de la “lista negra”.
Tras una década irregular pese a contar con títulos tan notables como The Last Sunset, The Flight of the Phoenix o The Dirty Dozen, en los setenta resurge como uno de los pocos dinosaurios que podían hacer sombra a la chavalada del Nuevo Hollywood..
Aún hoy Aldrich no goza de los favores y fervores de la crítica (esa meretriz que se pretende bella) que sí tienen otros compañeros de generación como Ray o Fuller. Muy lejos de los arrebatos líricos del primero y la anarquía formal del segundo en su cine todo parece demasiado tosco, con esa planificación de mampuesto rústico que se salta los raccords con la alegría que las niñas enseñan las braguitas.
Además, frente al desarraigo de sus ilustres colegas que los reviste con el aura romántica de los malditos y concita una simpatía inmediata, Aldrich siempre sobrevive en la industria, gana su independencia y paga un precio, con lo que no invita al relato que tanto gusta del perdedor aplastado por el injusto sistema, ay.
Un excéntrico es lo que fue y sigue siendo, un intempestivo que caminó por una tierra de nadie durante cuarenta años, transitando por un buen número de géneros, como Hawks y Walsh, un tipo de familia adinerada que tuvo la rareza de querer dedicarse a un oficio de bohemios y arribistas, que comenzó como ayudante de dirección de Chaplin, de Renoir, de Losey, y al que Citizen Kane se le clavó en la mirada.

La banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971)




A partir de los setenta, ya sea por una relajación de los códigos censores, la irrupción de los cineastas del Nuevo Hollywood, un cambio de actitud en la audiencia, que nos hizo creer en la madurez del respetable o simplemente a como consecuencia del buen tino a la hora de elegir proyectos, el caso es que, como le ocurrirá a Fleischer, comenzará para él un segundo período dorado: Too Late the Hero (1970), Ulzana`s Raid (1972), Emperor of the North (1973) The Longest Yard (1974) y Hustle (1975), se cuentan entre lo mejor de la década en sus respectivos géneros.
Puede que La banda de los Grissom sea de sus grandes películas la que más trabajo me ha llevado aquilatar sus méritos, la premura en su rodaje presta a su puesta en escena un desmaño que le resta atractivo visual, la priva de su inventiva barroca, por contra, una atmósfera grávida de sordidez y sangre seca potencian el fatalismo del relato.

Adaptación de No orchids for Miss Blandish (1939) de James Handley Chase, se trata de un film de estructura nada obvia que se aleja del esquema tanto del personaje central al que la peripecia hace evolucionar según una variante del Bildungsroman (Hustle), como el que le era tan caro del enfrentamiento entre dos hombres (Emperor of the North), esquemas que a menudo confluían (Too Late the Hero, Ulzana´s Raid), sin poder afirmar tajantemente que ambos modelos no comparezcan aquí.
A la falta en la narración de un punto de vista se une un elenco de personajes con los que resulta difícil simpatizar. La propia elección del reparto busca evitar nada parecido a anclajes emocionales en una historia que aglutina secuestros, investigaciones privadas y el público ascenso seguido de la estrepitosa caída de la banda que titula el film.
Al drama del secuestro de la antipática Miss Blandish (Kim Darby), con ecos de la formidable The Collector, se une las pesquisas de un anodino investigador privado, Fenner, que aparece y desaparece como el Guadiana, pero que al final resolverá el caso y nos parecerá un buen tipo. Por último, la crónica criminal de la banda dirigida por “Ma” Grissom (Irene Darley) y “Slim”, su hijo sietemesinos (Scott Wilson), próxima al linaje glorioso de los Jarrett, que se mantiene en un segundo plano.
No se nos escapa que Aldrich, fiel a Handley Chase (recordemos que era un londinense que trata de emular a los grandes de la novela negra), parece querer fundir todas las variables presentes en el la tradición canónica del cine negro: el drama criminal, el cine de gangsters y las historias de detectives, sin olvidar el trasfondo social de la Gran Depresión al que vuelve en Emperor.
En cualquier caso, la peculiar estructura del film se debe a que muestra más interés por la descripción de personajes y ambientes que por los mecanismos narrativos. Así, entre secuencia y secuencia transcurre generalmente un lapsus temporal y unos hechos relevantes de los que el diálogo da cuenta de modo incidental, dejando a menudo lagunas que el espectador habrá de rellenar y lagos que permanecerán por siempre secos.
Cosas de las prisas o abierta confianza en la inteligencia del espectador.
Esto mismo se reitera en el trazo oblicuo de los personajes, caracteres desvaídos, nunca completos y por lo mismo, sujetos al cambio que llega en el formidable tercio final, cuando el film adquiere la temperatura de una obra importante.
Una estúpida revelación precipita el desenlace, las balas empiezan a silbar y el rojo a teñir la pantalla. Entre la sordidez de ese mundo criminal trufado de mezquindad y traiciones míseras, se filtra una insólita ternura, un lirismo imprevisto que cita el film con el mejor Ray y el tan caro motivo de la huida desesperada de los amantes o el regreso imposible a un hogar que no existe para ninguno.
La banda ha sido aniquilada en un tiroteo digno de Scarface salpimentado con generosas hemorragias (hay que ser honesto en la representación de la violencia y una persona tiroteada no compone nunca un hermoso cadáver). Slim, por vez primera huérfano de la vigorosa presencia de su madre, asume su destino, está dispuesto a morir por la Blandish. No en ya vano amenazó a su progenitora con matarla si algo le ocurría a la joven. El amor, no la mera lujuria, no el mero capricho, hace de este ser disminuido y brutal, un hombre. Slim nunca se lleva a engaño, es muy consciente de la estrategia de la Miss y los motivos que la han llevado a abrirse de piernas. Por eso no ahorra en precauciones cuando la lleva su nuevo y lujoso cautiverio. Pero tampoco pierde la esperanza en que su amor la haga cambiar de parecer y llegue el día en el que no sea preciso tapiar las ventanas.
El joven Scott Wilson, que vive ahora una gloriosa ancianidad gracias a de The Walking Dead, compone admirablemente su personaje entre el histrionismo y la contención (polos en los que se debate la propia puesta en escena de Aldrich), medidas explosiones de violencia y una mirada desvalida que clama por todo el amor del mundo.
La piedad nada obvia, como nada en su cine, de Aldrich por sus criaturas se hace evidente en los minutos finales.
Miss Blandish era el contrapunto de Slim. Ella jamás, pese a su condición de víctima, se nos antoja débil o desvalida. Como la Temple Drake de Sanctuary (el relato de Handley Chase es posterior), circunstancias adversas revelan a una superviviente nata que aprende al punto el valor de lo que tiene entre las piernas. Al saber que sólo Slim puede evitar su muerte tras el pago del rescate, se entrega al joven necesitado de diversiones venéreas, pero también de un afecto menos condescendiente del que su madre le procura.
Durante la huida ella se sentirá verdaderamente querida por un hombre y por primera quizá, también ella se ofrece verdaderamente a ese amor. Podemos estar tentados a pensar que su inclinación pueda ser un arrebato romántico al ver que Slim está dispuesto a morir por ella, una típica concesión al alma boba adolescente que sólo cree en un amor hasta la muerte, nada más lejos.

Cercado por la policía, sin familia, sin hogar y habiendo cumplido el sueño de sentirse querido, Slim se deja acribillar resignado, sin pesar ni rabia. Demasiadas balas para un cuerpo tan menudo.
El poderoso Mr. Blandish, conocedor ya de la intimidad de su hija con el joven Grissom, la recibe con una muesca de asco, avergonzado por que su hija haya manchado el buen nombre de la familia follando para salvar la vida. Él quería el nombre de una mártir presidiendo el pórtico del mausoleo de los Blandish y le devuelven una puta tirada que espera su padre la tome entre sus brazos, como nunca hizo cuando niña, le susurre ternezas al oído, le diga que todo va a ir bien, que él está ahí y no debe tener miedo, que la quiere, que es su hija y nada cambiará eso, que hay tiempo y es joven y todo se olvida, y siempre, siempre estará a su lado. No temas niña mía.

Aldrich congela la imagen sobre la mirada de Kim Darby, una mirada prendida en el desconcierto, en la vergüenza, en el desafecto al ver que su padre toma otro auto. Una mirada cautiva en un pasado que ya ha sepultado su futuro. Una mirada que se clava más allá del dolor. El amor yace muerto sobre una polvorienta granja de Kansas y ya nadie le volverá a llevar orquídeas.







Igual que Slim, a Miss Blandish no le queda un hogar al que regresar.