lunes, 7 de abril de 2014

La Loba Capitolina.





La mano se perdió bajó el vaquero desabotonado para regresar con el premio de un olor lleno y oscuro atrapado en las yemas de los dedos. Un olor que se asomó a sus narices con la violencia pegajosa e incitante del almizcle destilado bajo el tejido que se apretaba a la entrepierna y ceñía una abundancia repartida con ecuanimidad entre ambos jóvenes.

Isaac se aplicó entonces con fruición caníbal al pecho asignado, sintiendo crecer el pezón bajo la labor de su lengua nostálgica de lactancias. Al otro lado, la mujer daba a probar a Héctor el jarabe ácido de su animal carnívoro, espeso, azafranado, retorcido como la vegetación que eriza su ribera.

Y tras la cata forzada, el muchacho se ayudó a bajar la sustancia con un trago generoso y último de vodka amargo que ella libó de sus labios párvulos con lengua de perra recién parida. Subimos los tres, sugiere acariciando maternal las cabezas, con una fonética sibilante, sugerente, segura de su oficio de Circe, que se  enrosca a las bajuras.

Arreglan cuentas bajo la luz giratoria y encabalgados sobre sendas erecciones, siguen a la hembra mora a través de la gasa quieta del humo, escaleras arriba, por un pasillo de paredes rojas y techos bajos hasta el cuarto de formas geométricas. Prende el incienso y los cuerpos con una salmodia enigmática y salaz pendiente del belfo. Del otro lado de la puerta llegan pasos de tacón alto y risotadas, los ritmos de un apremio carnal sobre el hilo musical. Los conduce desnudos hasta el lavatorio, de un mármol antiguo y hexagonal, allí derrama un agua tibia desde el embalse de sus manos bajo la luz sigilosa de la lámpara que ilumina el baptisterio, llenando el cuarto con resonancias de gruta. Enjuga la humedad íntima con una toalla áspera de lavados y los toma de la plenitud, sintiendo el bataneo la de la sangre, la mirada sin pestañeo clavada en los ánimos, como las uñas al deseo, guiando hacia la cama de sábanas negras, sin almohada, sobre la que los sienta con apenas un tirón de las voluntades.

Se saca los zapatos rojos y libera las caderas del vaquero ayudada de un ligero bamboleo, la blusa negra  al salir descompone el moño, suelta los pechos. Del cajón de la mesilla toma sendos profilácticos. Empuja los cuerpos y monta a horcajadas sobre la glotonería de Isaac, que se aplica al banquete  clavando uñas y mordiendo magro, mientras la enorme lengua vibrante de jaifa busca el ayuno de la boca de Héctor.

Luego dispone, coloca, sitúa y acomoda al fin en su cuerpo los apéndices que ceden pronto, en sincronía, al laboreo acompasado de boca y cadera. Entre espasmos y tímidos gemidos las virilidades declinan y se desmoronan. 

Así acaricia sus frentes exhausta y juega con los cabellos ensortijados de Isaac, los cabellos lisos de Héctor húmedos en los extremos. 

Así, la Loba Capitolina arrulla a su prole satisfecha.  







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