SINFONÍA
DE OCTUBRE
Allegro.
Solitario y triste como
el andén de de una estación de provincias.
Triste ante la visión
del andén de una solitaria estación provinciana.
El tiempo se prende de
otoño triste y ocre, el tiempo del otoño se desprende, balancea y
posa sobre el andén de esta estación gris y algo triste de
provincias, y un poco otoñal, y un poco nostálgica de trenes y
viajeros, demasiado inhóspita cuando uno no es ni una cosa ni la
otra, cuando uno no espera a viajeros ni trenes.
Y nadie le espera a uno.
Cuando uno sólo espera
ver el desprendimiento otro guarismo en el minutero del
reloj, la fonda de una estación de provincia, es siempre un lugar,
creedme, solitario, triste y ocre, aunque sea mayo y mediodía.
Mostrador, moscas, cercos
de café.
Andenes despejados como
la frente de un octogenario. Andenes saqueados como la boca de una
octogenaria.
La voz enredada en la
bruma de la megafonía se atraganta con una nueva llegada que, al
parecer, no debía esperar, se anuncia un inminente brote de
humanidad múltiple; un vómito urgente de cartílagos y huesos con
pedazos de vida cautivos en maletas y mochilas pronto fluirá por los
andenes como sangre por arterias, con esas maletas revueltas de
recuerdos y ropa sucia y mochilas acribilladas a chinatos y pins
del Ché, con recuerdos que promueven disturbios de bienvenida o
cercan con manchas de soledad a ese/esa a quien nadie vino a recibir,
y piensa si volverse al vagón, si este era su destino o lo habrá
confundido, si, de hecho, tiene destino.
Algunos visten de sport,
otros
llevan
traje
con
marítimos
y
maletines
de
piel
y
Ray-Ban bajo
los
cirros,
algunos
lucen
rastas
y barbas desiguales y
abruman
con
ciclos
la
espalda,
los
más,
severos
cortes
al
uno,
mejillas lampiñas y
las
espaldas
ligeras,
otros
tienen
novias
de
faldas
cortas
y
sandalias
trepadoras
que
dan
histéricos
saltitos
al
abordarlos,
y están luego, los que tienen
la pinta desangelada del que necesita
una mujer agitando su generosa anatomía.
Porque,
nada como una mujer de generosa anatomía, agitada, como un buen
martini con vodka.
Y
ellas, las que llegan no las que estaban. Ellas: morenas, rubias, con
mechas o rapadas a lo Sinead O´Connor, los hombros altos y la piel
de vinilo, la humedad de octubre sobre el ancho caderamen o la
cadera enjuta y dietética abrumando la tarde-noche del domingo, la
esbeltez en la insolencia del ombligo a la intemperie y tachonado,
cercado por un tatoo que
se pierde bajo el elástico de la braguita, ellas se apresuran a
encender un cigarrillo impaciente, a proteger la llama con gráciles
y finos dedos ensortijados, el labio fruncido de carmín para
asegurar el afortunado cilindro, ellas llegan en pareja o en trío,
con paraguas colgando del antebrazo o con bolsas del Mercadona
colgando del antebrazo, a veces, paraguas y bolsa en balanceo
solidario, y sonríen blancas tras los pearcings,
cálidas y vivas bajo las prendas que
aprietan su abundancia inmarcesible, a despecho del tiempo que las
roerá.
Un leve barullo, en fin,
pronto sellado por un silencio espeso, apenas una ligera alteración
ambiental que se disuelve en los resquicios del minuto siguiente al
de la invasión, y cruces de palabras, besos, salutaciones van a dar
al río pedregoso y metálico que deja el tren a su marcha, dejando
en la atmósfera del andén una cualidad a aguas removidas prontas a
restaurar su quietud; y vuelta a los cercos de café, zumbidos de
insectos, al mostrador sobre el que yace malhumorado un vaso vacío.
El espacio reclama su
imperio y un silencio opaco se interpone.
la verdadera
soledad son unos andenes
atestados, escribe Mr. Jones en una servilleta.
-Otro Absolut, por favor.
-(Éste
no
espera
a
nadie.
Éste
no
va
a
ninguna
parte)
Mr. Jones adivina el
pensamiento del barman soñoliento
que no le mira a los ojos cuando le entrega el cambio,
no,
ningunaparte queda lejos,
incluso para el viajero
vertical que fija la
mirada de nuevo en
la página remota sobre
la que se marchita
la última luz de
la tarde.
-Con
peladura
de
naranja,
IMBÉCIL.
Adagio.
Mr.
Jones,
luego
de
hacerse
con
todos
los
servilleteros
de
la
fonda,
ante
la
mirada
atenta
y
soñolienta
del
barman (un
barman con
algo
de
Joe
Turkell,
soñoliento
y
sin
su Overlook),
escribe:
“...leemos
para saber que no
estamos solos, para no sentirnos
abandonados, para saber que en algún lugar de esos que no se pueden
visitar para tomar fotografías, alguien, algo más que un amasijo de
cartílagos y huesos en permanente estado de oxidación, en la
intimidad de un cuarto en la alta madrugada o en el bullicio de una
taberna al mediodía, sintió estremecerse el alma y la imperiosa
necesidad de dar testimonio del temor, del temblor,
escribimos a ciegas,
escribimos porque sabemos que vamos a morir, no hay otro motivo, como
sabía que moriría aquel oficial atrapado en el vientre de la bestia
al sentir la acuciante la necesidad de narrar la muerte unánime en
la negrura gélida del Mar de Barents, de novelar que aquellos
hombres vivirían lentos una agonía cabe sus recuerdos, junto a las
vivencias cultivadas a lo largo de una vida breve, como se antoja
toda vida ante el trance último, que muchas vidas se iba a extinguir
en una ceguera caliginosa, alquitranada y nocturna, urdiendo con
símbolos mudos que no alcanzaba a ver, el tejido delirante de una
maldición solidaria e inapelable que no merecían pero de la que
eran destinatarios, el trazado de unas grafías remotas y silenciosas
que refieren un hecho fatal en el esbozo de la morfología del
horror, desbrozando un tremedal de pánico, transitando las besanas
del miedo, sintiendo la urgencia tan humana de aferrarse con uñas y
tinta al cabo que le ofrecía una palabra: la palabra, sólo en la
palabra podían hallar, no consuelo, no una prórroga, toda vez que
en ella y con ella, estaba asumiendo el acatamiento de un destino al
que esa misma palabra daba sanción y cumplimiento, sino el anclaje
del pasado colectivo en el porvenir único, que ella haría posible
para todos esos hombres que se apilaban en cubierta con las manos
entrelazadas, mascullando palabras inteligibles, la resurrección
tras el desesperado Elí, Elí, lama sabajtani!, la salvación que
iluminaría la angustia de las últimas horas traspasadas de
estertores y atravesaría el opaco muro surcado de blasfemias o
plegarias y costuras de angustia, prendidos de su superficie
indiferente como el mar negro que se prolonga más allá del acero,
silencioso, cómplice, que será su mortaja, palabra de la salvación
que vence al olvido, auténtica muerte, la única y definitiva.
Y en ese instante,
tras clavar el punto final de los finales con una gota de sangre
ciega, encerrado con sus fantasmas en aquel lecho de sombras, donde
el silencio pulsa congojas, cuando una levadura de culpa crecía ya
en las galerías del Kursk, atoraba sus escotillas y ocupaba los
camarotes dragando el poco oxígeno, Kolesnikov empezó a tomar
conciencia de que la palabra es siempre sagrada, siempre un evangelio
que testimonia el martirio (valga la redundancia), esas grafías
tortuosas y oscuras, como el destino que debían afrontar, se
erigirían en albaceas de un sacrificio estúpido y sin sentido, la
palabra del pánico, enigmática y sin glosa, palabra de la
desolación, palabra de la desesperanza que como un cuervo con el
ala rota, se arrastra difiriendo el fin, tratando de hacerse digno en
la agonía del recuerdo, y Kolesnikov, al fin, alcanzó con las yemas
de sus dedos la certeza de que aquellas palabras trazadas con
caligrafía convulsa, luminosa y fatal, serían las palabras que
hacen mesías a todos aquellos que no pudieron ser finalmente
salvados”.
Presto.
Un
nuevo
tren
anuncia
la
megafonía.
Mr. Jones levanta la mirada del billete.
Este
tren
no
es
como
los
otros,
este
tren
viene
precedido
de
un
extraño
hedor,
de un violento crepitar, como de hojas secas pisoteadas, no amigos,
este regional 666, último
de
la
noche dominguera
y
octubre,
viene
extrañamente
envuelto
en
llamas1...
1Nota
del editor: El relato de Mr. Jones me fue entregado en Sierra Leona
por un traficante de diamantes belga que se atribuyó la autoría de
la introducción y la coda. Quede bien claro que sólo el relato
poético del Kursk es atribuible a mi enigmático amigo. Al parecer,
el innominado traficante (ignoto por obvias razones), llamémosle X,
se hizo, tras una partida de cartas con un baúl que contenía las
escasas pertenencias de Mr. Jones, y que éste le había dejado en
depósito hasta que reuniera el dinero que le debía (sospecho que
para el belga habría algo más de interés). Por desgracia para X,
y por suerte para mí, Mr. Jones cruzó a Liberia esa misma noche.
Al parecer, X, aficionado a la literatura (había cursado Filología
Española en Brujas), sintió curiosidad por un puñado de
servilletas prendidas con un clip que encontró entre la ropa sucia
y media docena de relojes de pulsera, y decidió encomendarse a su
afición de juventud, y completar así la narración con un marco de
aires modernistas (era un entusiasta de Gabriel Miró, ojalá en
España se le venerase con igual ímpetu). Por mi parte, le encontré
algún valor y decidí conservarlo. La idea, según me dijo, fue la
de recrear la circunstancia en la que Mr. Jones alumbró su
recreación de la tragedia.
No creo que a Mr. Jones le
importara, de hecho puede que hasta le resultara un gesto halagüeño.
Yo saldé las deudas de
juego de Mr. Jones: 875 euros. Eso fue lo que me costó el racimo de
billetes que contenían su obra original. Si me excedí en el pago,
júzgenlo ustedes.