1. A menudo lamento que el arte me emocione más que la vida; que me interesa más es obvio; que me interese más, de cajón, pero que determinados textos conciten determinadas emociones, de sólito adormecidas, indiferentes ante algunas realidades, no puede dejar de preocuparme, intrigarme y hasta lograr que me sienta ligeramente culpable, aunque, como diría el Vizconde de Valmont, no puedo evitarlo, a despecho de la mala conciencia que a menudo llama a mi puerta.
Podría decirse, a la luz de todo esto, que me merezco a Nabokov, verme en el espejo de sus ficciones amorales, en su galería de atildados estetas, enfermos de belleza y exiliados de la vida, indolentes, egotistas, neuróticos.
Si fuera francés, Nabokov sería (o trataría de ser) inmoral y escandalizar viejecitas con relatos de lúbricas impúberes y vejetes rijosos, pero el universo ficcional del ruso blanco es anterior a la moral pacata pequeñoburguesa (él es un aristócrata, ¡qué insulto!): cuando la ética es una estética no hay sátira posible (qué espanto, a despecho de tantos grandes sátiros satíricos, como Quevedo, con mala conciencia y los ropajes de predicador prestados), no hay perspectiva moral probable, con lo que las impúberes que convocan tardías erecciones no pretenden ser más que un deseo formulado, una concesión a la belleza, libre de réditos.
La moral ni interesa ni preocupa: eso es cosa de amables costumbrismos.
2. Salvo tres o cuatro novelas magistrales, el Nabokov que prefiero habita en los relatos que años atrás me fueron descubiertos (su único aporte de mérito; al César lo que es del César) por Javier Marías en Literatura y fantasma; desde entonces no he dejado de leerlos con la misma devoción que a Borges, Chejov, Onetti o Kipling.
Las hermanas Vane, es un ejemplo soberbio del arte del ruso.
En Nabokov la primera persona es fundamental, le autoriza a deformar los hechos a su antojo: la apoteosis de eso que se a dado en llamar “narrador infiel”. Desesperación y El ojo son ejemplos paradigmáticos, de una torpeza magnífica si los comparamos con Lolita o Pálido fuego.
El relato nabokoviano pretende ser una abolición de la causalidad (o su reducción a una mera asociación de ideas operada por obra y arte de la costumbre), un fingimiento del azar (máxima aspiración del artista embustero desterrado por Platón), y, así, da comienzo esta historia, con la noticia inesperada de la muerte de Cynthia: Fíjate que no sabía que Cynthia Vane estuviera mal del corazón.
El narrador arranca con la descripción pormenorizada del marco en que tal revelación encuentra acomodo: durante el paseo vespertino de un domingo, se demora en la contemplación del deshielo de una familia de carámbanos, actitud reveladora de su carácter, no por introspección (Nabokov descreía de la psicología tanto como Borges; en especial de la escuela psicoanalítica a la que dedico no poco de sus dardos), sino por referencia a sus inclinaciones y a una exquisita sensibilidad que no se ha inmunizado ante la belleza cotidiana de las cosas, de un vulgar paisaje de provincias, y que acaba revelando una absoluta, brutal, ciclópea indiferencia ante los asuntos humanos.
Cynthia tenía una hermana, Sybil, muerta con anterioridad a que principie la narración. Alumna del innominado protagonista, había anunciado su suicidio en un examen de literatura francesa. Delicioso: Por favor, monsieur professeur, contacte ma soeur y dígale que la Muerte no es mejor que un suspenso, pero sí infinitamente mejor que la vida sin D. Cuando Cynthia tuvo noticia de la nota se suicidio, no pudo menos que sonreír a través de las lágrimas con orgullo de hermana por la originalidad y buen gusto de Sybil.
Pero aún resta una insolente y exquisita observación gramatical a la despedida fúnebre por parte del narrador: Adieu, jeunes filles!, cuando señala, que las pobres estudiantes norteamericanas, jugando con la polisemia de la expresión, bien pudieran concluir que se estaba refiriendo a ellas como”putas”. Para matizar luego que, estas trivialidades de mal gusto complacieron mucho a Cynthia. Puro Nabokov.
La omnipresencia del mundo de los sentidos y la complacencia en su disfrute, tan habitual en Nabokov, más allá de ser un capricho gratuito y frívolo, decorativo, manifiesta una honda convicción ontológica de raigambre sensualista, una apuesta por el empirismo, y, por tanto, una abolición de la metafísica: el mundo se reduce a un acto de percepción; el Ser, como dijo Berkley es una percepción de Dios, sin perceptor no habría percibido, en una deliciosa reformulación de la ecuación creador-creatura. Sin narrador no hay narración posible.
Si cierro los ojos, el mundo se convierte en un acto de fe.
El narrador se siente atraído por Cynthia, pero no por su carácter o belleza, y no precisamente por la vulgaridad del primero ni por falta de excelsitud en la segunda. ¿Entonces?: se enamora de la artista, de la creadora de formas bellas, el venero que alienta su vida.
Pero has de saber, lector, que estamos ante un peculiar relato de fantasmas, ¿parodia de James? Desde luego se le cita: Y haciendo todo tipo de meandros, a lo Henry James que exasperaba mi mente francesa. Y aunque nada parezca haber más lejano del carácter sugestionable de la, también ignota Institutriz, a tenor del escepticismo de nuestro narrador, de alguna forma acaba compartiendo las ¿fantasías? de Cynthia, autora de una peculiar teoría: las auras intervinientes, almas muertas que influyen en la existencia.
En el relato de las sesiones espiritistas no pueden faltar las alusiones literarias con afán desmitificador o abiertamente paródico, como una burla de la dádiva onírica que recibiera Coleridge en Kubla Khan, o la intervención insolente desde el más allá de Oscar Wilde, acusando de plagio al padre de Cynthia.
Pero algo debió presentir Cynthia del desprecio de su amante porque un día soleado recibe a nuestro narrador de forma inesperada, con una batería de improperios oportunísimos, snob y pedante, ensartados entre otras lindezas. Éste, un tanto harto ya de tanto misticismo de mesa camilla, y, suponemos que, habiendo cumplido la estación de la lujuria su ciclo en el cuerpo de la joven, decide poner fin a la relación.
No obstante, cuando reciba la noticia de su muerte se comprende que sea incapaz de sustraerse a la influencia de las creencias de Cynthia, y al caer la noche del fatídico día, su imaginación se verá asaltada por todo tipo de fantásticas figuraciones, ruidos y sombras que delatan la presencia probable de Cynthia: su aura interviniente. Su venganza de ultratumba.
Él, todo un esteta que se complace en la presencia tangible de las cosas, se ve fatalmente acosado por espíritus crecidos al arrimo de una metafísica previsible, supersticiosa y burguesa.
Y cuando amanezca, se empecinará en descifrar su inquieto sueño, tratando de encontrar algún vestigio de Cynthia en su madeja confusa y empañada, poder leer el misterio oblicuo a través de la simas de la conciencia.
Pero Todo parecía empañado de amarillo, ilusorio, perdido.
3. En el fondo, Nabokov, como casi siempre, nos ha contado una historia de amor definitiva, camuflada de frivolidad, ironía y deleite sensual (es fascinante la descripción física de Cynthia). Una historia de amor de la que uno no espera recuperarse. El narrador no puede, no quiere concebir la ausencia de Cynthia, y conmovido por la noticia, espera que su alma permanezca al menos junto a él, siquiera en la forma de un triste espectro burlón que arranca ruidos a la noche; siquiera en forma de memoria onírica: Me puse a releer mi sueño -hacia atrás, en diagonal, en diagonal, hacia arriba, hacia abajo-, tratando de desenmarañarlo y encontrar algo de Cynthia en él, algo extraño y sugerente que debería estar allí.
Si al menos el miedo pudiera convocar esas presencias que dolorosamente se fueron de nuestro lado, al menos el miedo podría darnos consuelo. Cómo dijo Kubrick refiriéndose a El resplandor (The Shinning, 1980), toda historia que hable de la otra vida, es optimista.
El arte, creo, emociona más que la vida, no es porque sea extranjero en ella, lo que implicaría que la vida es tan sólo un albañal, y el arte, el oasis donde huir del hedor, sino porque es más íntimo a ella que ella misma (del modo en que San Agustín sentía a Dios), la corrige y nos devuelve a su regazo con fuerzas renovadas, afirmando su condición paradójica y terrible a través de nuestra voluntad de poder y querer. Do you, Mr. Jones?
Interesante perspectiva, me parece que puedes complementarla. Sería un trabajo excelso.
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