Cuando se estrenó Historia de un crimen (Infamous, 2006; Doug McGrath), todos (claro) nos aprestamos a señalar las diferencias con su precedente, Capote(Truman Capote, 2005; Bennet Miller), domiciliadas en los diferentes puntos de vista de sus respectivos autores (sino me equivoco, ambos debutantes) y el diverso tratamiento de la historia que dispensaban sendas adaptaciones.
El film de Miller era más oscuro, más descarnado, más desasosegante. La presencia pertinaz del alevoso crimen nos acompañaba como un guiñapo sanguinolento clavado en el paladar. Era incómodo, especialmente en su último tercio: la agonía de Perry (Clifton Collins Jr.) narrada casi a tiempo real, la demora inclemente del cumplimiento de su sentencia, al aguardo del improbable indulto, nunca deseado, por otra parte, y sí era acuciante que lo colgaran de una vez para poder librarnos de su presencia incómoda, y que Truman pudiera poner un punto final coherente con el título a su novela, una pertinencia que la vida podría haber corregido y arruinado.
El film ponía el acento en la vampirización que hacía Truman de la tragedia, su saco impúdico del dolor, el fingimiento de una amistad que, por más que alojara afinidades y secretos deseos, tenía un móvil claro y preciso. Pero acaso lo más destacable del film era su Perry; ambiguo y seductor, desvalido y letal, infinitamente superior al de Daniel Craig en Historia de un crimen.
El film de McGrath, era más, como el propio Capote, brillante y agridulce, fulgurante en la forma e hiriente en el fondo; mordaz y divertido. La caracterización de Toby Jones resulta menos forzada, lejos del amaneramiento exhibicionista del prestigioso Seymour-Hoffman a la caza del Oscar. Un reparto estelar aventaba la historia, lo que perdía en intensidad lo ganaba en complejidad.
La puesta en escena de Miller era austera, luterana, introspectiva, nada del decorado hacía desviar la atención de los rostros y sus paisajes anímicos. El film de McGrath, mucho más luminoso, de mayor riqueza cromática, con una dirección artística esmerada, complacido en mostrar apariencias rutilantes que emboscan el dolor pero no lo mitigan (era bello y triste su plano final. Truman le cuenta entusiasta por teléfono a Harper que ha dado comienzo a una nueva historia; la cámara nos mostrará la cuartilla en blanco).
Pero no es de lo que hemos venido a hablar hoy (me doy cuenta que le debo un texto a ambas películas)
Tras varios años desde aquel prometedor debut, a vuelto Miller con Moneyball(2011), conservando y afianzando algunas de las virtudes ya mostradas en aquel y que delatan su pasado teatral. Un sólido libreto, obra de uno de los pocos guionistas “profesionales”, de oficio, que quedan en Hollywood, Steven Zaillian y Aaron Sorkin, cristaliza en unos diálogos ágiles que llevan por sí mismos la historia. La distancia con lo narrado, sin apenas concesiones sentimentales ni euforias épicas (habituales en los dramas deportivos), sin subrayados ni demasiada pasión, manifiestan una voluntad más analítica que emocional, mostrativa siempre; expedita de juicios de valor y respetuosa con el espectador.
Una vez más, toda la historia gira en torno a su protagonista absoluto, Billy Beane, encarnado con solvencia por Brad Pitt, actor que de sólito opera como secundario de lujo teniendo por escudero a un compañero que lleva el peso dramático. Aquí, en cambio, arriesga y le sale. Sobrio, como la realización de Miller, saca justo partido a su notable expresión corporal que a menudo trasluce una violencia que la contención del rostro enmascara y se insinúa en un ademán, una mano que se cierra en puño, un mutis apresurado.
Sería justo ganador del Oscar (La última vez que me interesaron los Oscars fue en 1995. Aquella noche, cuando Forrest Gump(1994) arrebató la estatuilla a Pulp Fiction(1994) algo se me desplomó en el pecho, pero en fin, permanece la curiosidad del día siguiente) Aunque hubiera preferido una caracterización más decadente, un Billy que llevara la derrota en el desaliño y la colilla del cigarrillo, con la botella medio vacía y el desamor de su hija; un Billy que se acabara reivindicando en todos los campos, resarciéndose del desprecio con la rabia del gol de la victoria en el minuto 92. Pero Miller es demasiado gélido, cerebral, para estos arrebatos, me temo, y Pitt, demasiado reo de su condición metrosexual, nunca podría figurar con su escultórico físico, el fracaso.
¿Qué se nos cuenta en Monneyball? Lo de casi siempre en este estimable subgénero. En un mundo huérfano de épica, el deporte se convierte en un sucedáneo digno, toda vez que a la épica subyace la violencia y al deporte, sólo el dinero y quizá, algo más.
Ese “algo más” es lo que mantiene a Billy en la brecha. Cuando todos critican su método estadístico de seleccionar jugadores, él les muestra que no son los más adecuados porque así lo digan las cifras, sino por los prejuicios demasiado humanos que los han esquinado (encasillamiento en una posición del campo, un físico poco agraciado, un estilo nada elegante, etc.) y en consecuencia, lo que las cifras revelan es la nueva relación valor-precio fruto de esta valoración présbita.
Todo juego busca un fin: ganar. ¿Qué mejor que un perdedor para ilustrar esta dialéctica? David inició una prometedora carrera como profesional frustrada casi de inmediato. Esta experiencia le llevó a relativizar el valor del dinero. Ahora quiere resarcirse como Gerente General haciendo campeón a un modesto equipo y, cuando cambie las reglas con su método exitoso y los grandes llamen a su puerta, rehusará cifras de seis ceros para no revalidar su error de juventud. Ser fiel a su convicción.
Mensaje edificante emitido con solidez en un final anticlimático, lejos de euforias o triunfalismos. Tan sereno como su conclusión: sólo un temblor en la barbilla delata la emoción de Billy cuando escucha la canción que le ha grabado su hija.
¿Ingenuo? Cuando se hace algo con pasión, la ingenuidad es premisa. Cuando se tiene fe, la ingenuidad es premisa.
¿Se puede vivir sin fe ni pasión, esto es, sin ser un ingenuo?
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