La reciente lectura de Automoribundia, del gran RAMÓN Gómez de la Serna, me sugirió, me obligó casi, a rescatar un libro que llevaba años cogiendo polvo en mi biblioteca, Ramón y las vanguardias de Paco Umbral.
Umbral, y me apropio de una de sus ocurrencias, procede fingiendo un género, el ensayo literario, perpetra el retrato de uno de los bodegones que más saqueó en su andadura (hay mucho que pescar en el caudal de la prosa de RAMÓN[1]), y se propina al tiempo, la coartada idónea para escribir y escribirse. Rescribirse a la oronda y redonda sombra ramoniana. En pocos escritores se cumple con tanto acierto la “ocurrencia” de Barthes: “escribir es un verbo intransitivo”.
RAMÓN umbralizado o RAMÓN en el Umbral, que yo también me umbralicé lo mío cuando me cogió a traición con El diario político-sentimental, va ya para década y media (qué viejos somos). Aquella prosa urgente y desatada hirió lo más hondo de mi vocación letraherida y me hizo concebir un anhelo que no me atreví a formular hasta mucho más tarde. Y un deseo, al que sucumbí de inmediato, fatigar las páginas de su profusa obra, surcando géneros (novelas, crónicas, ensayos, diarios) y naufragando al cabo en la galena de su omnipresencia monótona, con la fiebre de la militancia del estilo en el mascarón de proa, y las bodegas llenas de citas y referencias a otros autores, pecios que me llevaron al cabo a tierra firme.
Sin Umbral no hubiera leído al Valle novelista, ni a Gide, ni a Miró, ni a Foxá, ni a González Ruano, ni a Carpentier, ni a Simenon, ni a Pla, o al menos, no en el momento en que lo hice. Ni hubiera visitado aquel Burgos salmantino de tedio y plateresco, ni subido la Cuesta de Moyano bajo el efecto de los martinis del Café Gijón. Me inició en esa extraña alquimia que se produce cuando un sustantivo casa con el adjetivo menos previsto, en el goce de paladear un periodo, sentir el pálpito de un ritmo, como se nos va el alma en la cadencia de un tonema, la lujuria de un estilo que nos da al hombre y su temple, un modo de ser y de vivir y reinventar el mundo, de literaturizar la vida y vivir la literatura, en la literatura, por la literatura.
Pero nada dura siempre y se acaba imponiendo el deber de matar al padre, y una mañana nos amanece con la basca del hartazgo, la resaca del tedio, y Umbral se nos vuelve antipático francamente odioso. En el sartal de citas que enarbola delata el carácter pueril, la pose del temperamento mediocre que afana reivindicarse, la notoriedad a contrapelo, el deseo, legítimo sin duda pero decepcionante, de ser tan sólo la vedette de nuestras letras (con permiso de Cela), como el bajito que se pone ridículamente de puntillas en las fotos de grupo.
Y al socaire de los nombres que en él aprendimos y por él leímos, sucumbe como un mero divulgador emboscado tras la máscara hosca del polemista de mesa-camilla con la pólvora mojada y el vaso de leche fría. Encabrona la ligereza con que despotrica de Stendhal, Galdós, Kipling, ¡Borges!; la arbitrariedad con que despacha en su Diccionario de literatura a Vargas-Llosa apuntando que “gusta a las mujeres”, o la desfachatez, la mezquindad, la mala ostia que mostró al negarse a presentar Las máscaras del héroe alegando que Prada había plagiado de Foxá el retrato de José Antonio. ¡¡¡Qué otra cosa hace él en La leyenda del César Visionario sino fusilar Madrid, de Corte a Cheka!!! Acaso vio que Prada, con 26 añitos, era ya mejor novelista de lo que él sería nunca (que Juan Manuel luego se haya convertido en un cantamañanas como columnista y haya fracasado clamorosamente en lo meramente literario, no quita para que Las máscaras del héroe, aun estando escrita con jirones de Cansinos,RAMÓN, Valle o Foxá, sea una magnífica novela.)
Y al fin, una tarde, arrojamos para siempre (o eso creí, en la ofuscación del momento) Mi amado siglo XX con una mueca de asco, sobre el montón de lecturas inconclusas, sin intención de volver a esa consabida crónica de sí mismo, a la apología de una escritura autocomplaciente y manida sin nada nuevo que ofrecer salvo la repetición de las típicas ocurrencias umbralianas, de las que tanto abusó en los últimos años.
Y aunque se me clavó en el alma la imagen de la soledad de su sepelio, el abandono doloroso en que lo encontró muerte, para mí no era ya más que una escalera inservible, tan sólo podía ofrecerme un descenso no deseable. De los restos del naufragio rescatamos Mortal y rosa claro, Los cuadernos de Luis Vives, La trilogía de Madrid, Las voces de la tribu, el primer párrafo de La leyenda del César, y tal vez Un ser de lejanías.
Pero por obra y arte de RAMÓN y su conciliadora mediación, hemos vuelto, quién lo iba a decir, a visitar al viejo y gruñón Paco. Hemos vuelto a revivir impresiones y cabreos, alguna alegría pasajera, ninguna decepción.
Al hilo de lo que se le ocurre, entre menciones a Hegel y Kant (casi siempre en este orden), ataques al “Realismo”,Baroja y Galdós, a la filosofía sistemática, repitiendo hasta la saciedad la ocurrencia del libro “el pensamiento plástico de RAMÓN”, que él asocia con un regreso al pensamiento presocrático (¿?), va sembrando perlas como: “…pero hay veces que (RAMÓN) consigue acceder al pensamiento teórico, ya que no abstracto.” “Para el Idealismo todo está en la mente y para el Positivsimo todo está en las cosas. Para el hombre moderno todo está en la mente, pero en forma de cosas.” (¿?) Hay que ser indulgente con el viejo Paco, me digo a cada página para mitigar la irritación. Argumentar no iba con Paco, dejaba la frase lapidaria, la sentencia ingeniosa a la que sacaba relumbres quevedescos, como una cagadita insolente y orgullosa de sí misma. O así (que diría él, tan cheli siempre)
Lo cierto es que, pese a todo, ha sido un grato reencuentro, por momentos incluso nos llegó el aroma del otro que fuimos y proclamó, orgulloso e ingenuo, su militancia en un estilo, su amor a Umbral, en la imitación devota de giros y ocurrencias en páginas sin cuento, perdidas para siempre en cuadernos perdidos con los años perdidos. Y aprendió algo valioso, la literatura es un sacerdocio a cuyos votos no debemos faltar los huérfanos de la realidad, de un mundo al que ya no interesamos y nos lleva a la deriva (disculpen la abundancia de metáforas naúticas, me encuentro leyendo a Conrad).
La literatura nos salva y en ella nos fortalecemos, nos encontramos a veces y nos perdemos siempre.
Me ha encantado tu entrada,está espectacularmente escrita y por momentos he delirado con tus egregias reflexiones.Es más,barruntaba un encuentro con Ramón y Umbral,tras toparme con un cartel publicitario,en el que se proclamaba que el Gabinete de Don Ramón o un remedo del mismo,se expondria en la segunda planta del Museo de Arte Moderno de Madrid..Felicitarle,es muy difícil encontrar tanta calidad.Le recomendaría Novela de un literato de Cansinos.Por cierto,coincido plenamente con su análisis de la caída en los a vernos de J.M De Prada,un talento disipado y muchas veces convertido en un botarate visionario y misionero a partes iguales.Yo no descartó un último canto de cisne,que se madrugue con una novela otoñal esplendorosa.
ResponderEliminarMuchas gracias Sergio. Igualmente te agradezco la recomendación de Cansinos, obra a la que llegué unos años después de escribir el presente texto y que es un tesoro en varios sentidos. Nos seguimos leyendo.
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