El Poeta, hijo de Apolo, hace su entrada con el abrigo sobre los hombros y las sienes beatíficas, multitudinario y quedo, como una muchedumbre que camina en
secreto, desplazando el aire sin esfuerzo. Noli me tangere, aire. Tú lo ignoras,
pero esta materia deslizante es palabra, verbo divino, música de las esferas
celestes. Porque el aire es aire y no lo sabe, pero el Poeta pasea con un
ángel.
A falta del fiel Lomas, cumplido cronista
de las hazañas del Poeta, el Director del centro y la Directora del
Departamento de Lengua, suplen como buenamente pueden tan llorada ausencia para
que un auditorio de estudiantes ajenos a la gloria de aquel conquistador de
parnasos, comience a saber lo que intuye desde que lo vieron entrar, ese hombre
ha visto el otro lado de las cosas, este hombre ha tenido intimidad con las
musas, el Poeta está en posesión de un arcano que pronto les revelará, a saber,
la poesía se hace con palabras.
El impostor llega tarde, como un mal
verso, a destiempo y rompiendo la cadencia, como la sinalefa torpe del epígono
que no domina el arte. Corre a ocultarse tras la columna, lejos de la mirada
del poeta, dentro del alcance de la voz que ha osado romper. Pero el venero de
la voz es inextinguible, invocación que nombra y encomienda venir a las cosas,
y el Poeta retoma el recital, y lee: ‹‹mientras el tiempo pasa…›› y la
compañera sentada a la derecha del impostor, asiente. En efecto, el tiempo pasa y para ratificarlo se mira el reloj.
El Poeta lee: ‹‹De noche solo hay
oscuridad››, y la compañera que en pie asiste a la lectura, se lleva la mano
emocionada a la boca y rinde la cabeza sobre la revelación, y le tributa una
lágrima que enjuga discreta, antes de recobrarse, devolver la mirada a la
fuente de la voz, que, como quedó apuntado, el impostor no ve, pero no puede no
escuchar en un ligero murmullo, una armonía como de astros bailando al son de
este Francisco de Salinas redivivo, y se lo figura con un cervatillo tascando
dulce a su lado y dos golondrinas descendiendo sobre su cabeza con una corona
de flores.
Pero en mitad de este océano de beatitud, anida un quebranto, el Poeta se siente, ¡ay!, abandonado por las estrellas.
Pero en mitad de este océano de beatitud, anida un quebranto, el Poeta se siente, ¡ay!, abandonado por las estrellas.
El lenguaje del Poeta es, además de
precioso, preciso. Así, cuando el término «cosa» se clava en un verso, no es
con vocación erudita, ni para satisfacer cierto prurito pedante de exactitud
con recurso a un tecnicismo, sino en aras de la precisión semántica que el verso
requiere, porque tenía que ser ese término, porque no podía ser otro. El Poeta nos
cuenta ufano que ha tenido intimidad con lo sagrado que habita en las cosas, y
el impostor, de imaginación grosera, evoca una «cosa», y su cosa divina plegada
sobre un pudor carnoso, ensartada por la pluma del poeta que moja en su cálamo
húmedo y cálido para sumergirnos de nuevo en el silencio tan caro, por más que
la cosa no pueda evitar un suspiro de gozo u homenaje a la virtud perdida.
En fin, que el Poeta se conmueve con la
cosa, y la nombra con gratitud: COSA.
El Poeta prosigue infatigable peinando
con la voz el campo de sus versos, y lee que el viento del oeste deja sobre su
cuaderno semillas de cilantro y filamentos de hinojo, pero su inalterable beatitud y
santa paciencia no sufren menoscabo por semejante tropelía, y en vez de
nombrarle al viento sus muertos, sacude desdeñoso las molestas ramas del escritorio que le estorban el oficio, y sigue cantando la gloria universal, iluminando
una parte del mundo con dos cerezas…rojas…
En efecto, su maestría adjetivando no
tiene parangón.
El Poeta acumula hojas, fragmentos de
cerámica, caracolas marinas y raíces, y el impostor piensa si no padecerá de
síndrome de Diógenes, porque después añade que busca la pila de una fuente, y
una piedra, y el impostor saca una cáscara de mandarina del bolsillo, pensando
si sería un atrevimiento ofrecérsela.
Después de varias preguntas formuladas
por los chicos que el Poeta responde con generosidad, por aclamación de los
miembros del Departamento, lee el último poema, aquel que contiene el verso que
titula el libro: «He plantado un pino sobre la tumba de los reyes», se
comprende que el Poeta es republicano.
A continuación, dos alumnas le hacen entrega
de un cuadro y se abre un silencio expectante, angustioso, atento, un silencio
que tensa la atmósfera del salón en dilatada espera del juicio del Poeta, que
al fin exclama, Si parece un Modigliani, mi favorito. Entonces, el aplauso,
palma contra palma, felicidad contra agradecimiento por la luz con que los ha
gratificado.
Ven que te lo presento, escucha decir a una
compañera, es muy amigo mío. Y el impostor envidia a aquella mujercilla de grandes
ojos y nervio vivo que no habla con él, y se acerca a ella con una petición, una
súplica, pero de inmediato se arrepiente, acepta que ya no le queda nada por
hacer allí. Apesadumbrado, se siente indigno de la palabra tributada, del
silencio aturdido, silencio que «es un océano en calma», y mientras enfila el
pasillo, solo, camino de la siguiente clase, se pregunta con estupor, devoción,
asombro, ¿de dónde sacará esas imágenes?
Pero el silencio, ¡ay!, deja a cada uno llegar
a ser quien es, ¡impostor!
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