“-El terror
es real”.
Padre
Lucas
(Anthony
Hopkins)
en
El rito.
El cine fantástico es un
excelente catalalizador de angustias y miedos.
En los años cincuenta,
una difícil coyuntura internacional a la que asomaba la amenaza
nuclear, adoptó la forma de apocalípticos ataques alienígenas que
servían para familiarizar a la audiencia con lo posible, al tiempo
que, exorcizaban lo probable.
La buena salud del género
ahora no hace presagiar nada bueno.
Parece claro que el siglo
XXI es predio de zombis y demonios, testigos de la hora postrera y
agentes del acabamiento universal, respectivamente.
No obstante, sendas
figuraciones del horror, fueron gestadas en los setenta, entre
volúmenes de Marcuse manoseados por la chavalada estudiantil del 68
que buscaba cambiar el mundo antes de que el mundo los cambiara a
ellos, y las imágenes televisivas de las bajas diarias en Vietnam,
que degradaban aquellas pretensiones a quimeras.
Gestadas, en el primer
vinagre New Age, durante
la resaca psicodélica,
cuando Lucy tuvo un mal viaje y cayó del cielo con los bolsillos
vacíos de diamantes para encontrarse ante
el rostro
demoníaco
de
Charles
Manson,
el
ácido
ya había dejado
un
vestigio
hediondo
de
corrosión
y
muerte
una
tarde
asoleada
en
Beverly Hills.
El
zombi
será
el
hombre
unidimensional
de
Marcuse,
corolario
de
la
sociedad
del
bienestar
que
lo
reduce
a
una
función
más
elemental,
básica,
primaria.
El
demonio
mide
la
distancia
que
hay
entre
The time they are a-changin
y
Sister Morphine,entre
Woodstock
y
Altamont.
Impostor,
comunica
siempre,
un
desengaño,
el
joyero
que
embosca
la
gusanera.
En Lars Von Trier,
evangelista tardío y apócrifo de nuestro tiempo, se cifran sendas
vías abiertas como venas en el fantástico de nuestro tiempo, el
origen del mal y la cercanía al fin, en dos obras imprescindibles,
definitivas, totales, que estoy condenado a revivir sin descanso los
años que me resten (el gran cine no se visiona, se
vive,
como
los
recuerdos
y
las
pesadillas).
El demonio.
El cine de terror del
siglo XXI se toma muy en serio a sí mismo. Señal nada buena.
Veníamos de una década
de revisiones y parodias, Scream o
Braindead, sólo
las
secuelas
de
las
grandes
franquicias
de
los
ochenta
conservaban
la
gravedad,
con
desastrosos
y
cómicos
resultados.
Síntomas,
en
todo
caso,
de
fatiga
y
agotamiento,
pero
también
de
que
el
horror
no
se
sentía
como
algo
real
ni
se
presentía
como
algo
probable,
no
era
más
que
otra
forma
de
consumo,
consumo
de
emociones
“fuertes”.
Reflejo
de
una
sociedad
cuyos
miembros
seguían
inmersos
en
un
plasma
amniótico
y
confortable,
ajenos
a
la
angustia.
A
orillas
del
nuevo
milenio,
irrumpen
Myrick
y
Sánchez
para
revolucionar
la
caligrafía
genérica.
Luego,
Shyamalan,
que
citó
a
varios
de
los
subgéneros
con
el
melodrama,
aportando
un
puñado
de
magníficas
piezas
de
cámara.
En
esas,
llegarían
los
remakes, alguno
de
ellos
soberbios,
Amanecer de los
muertos, Las colinas tienen
ojos y
Halloween.
Y
el
regreso
de
George
A.
Romero,
y
Kurosawa,
y
Miike,
y
Laugier...
¿Casualidad?
Ante
el
fin
de
milenio
siempre
se
despiertan
viejos
temores
bíblicos,
pero
cuando
nos
amanece
con
el
gran
símbolo
del
capitalismo
financiero
en
cenizas
derramado
y
llegamos
al
mediodía
en
el
cenit
de
una
crisis
económica
de
la
que
será
imposible
salir
indemne...
Y
el
demonio.
Varias
son
las
obras
que
desempolvaron
las
premisas
de
El exorcista, y
profundizaron
con
seriedad
en
sus
planteamientos,
la
fe,
el
escepticismo,
el
sentido
del
mal
y
la
teodicea.
Algo
relativamente
insólito
si
tenemos
en
cuenta
que,
salvo
las
típicas
explotations, el
film
de
Friedkin
apenas
había
tenido
continuidad.
Dominion
de
Paul
Schaeder,
entra de lleno en el asunto de la teodicea, optando por la vía
tomista,
el Mal es el precio de la libertad humana. Sin embargo, rehúsa
quedarse en el manido argumento teológico del libre albedrío y
lleva la cuestión más lejos, al abordar la responsabilidad
individual en una realidad tremenda como el nazismo. Aquí toma un
desvío menos complaciente, Sartre.
Aquí, hurga en la herida.
La libertad decide, inscribe, suscribe nuestra esencia en ausencia de
tutelas divinas. Merrin reprocha a Dios el haberle obligado ha
ejercer de delator, es decir, se reprocha a sí mismo, haberse
convertido en vehículo del Mal, un colaboracionista de la vileza, no
haber tenido huevos para luchar el fuego con el fuego. Todo ello, por
miedo a morir.
Y la conclusión es harto perversa, la acción humana, a la postre,
carece de valor. Entre el Aquinate y Sartre, se opta al cabo, por el
primero. Se vive mejor cuando nos convencemos que nuestro naturaleza
de agentes es precaria, subordinada a la voluntad un ente supremo, y
nuestros errores atribuidos a una labilidad intrínseca, a un temor
demasiado humano.
A Merrin le salva la fe. La gran mentira. Pero, ¿se lo podemos
reprochar?
Primero exculpamos a Dios de su responsabilidad en el Mal, haciendo
de éste el margen donde se dirime la salvación o condena del
hombre.
Luego, a nosotros mismos, da igual como hubiéramos actuado en
aquella situación, el resultado habría sido idéntico, esa es la
dádiva diabólica, liberar la culpa, el tan socorrido lavado de
manos, pues el sacrificio sería siempre en vano.
El diablo no pasa de ser una proyección de la debilidad humana, de
su anhelo de huir de la responsabilidad, de tener que dar cuenta de
sus acciones.
¿Y
qué otra cosa es Dios?
Sendas entidades se antojan ficciones de gran utilidad cuando se
afrontan trances como el vivido por Merrin, cuando se tiene que
elegir el mal menor, la muerte de una docena de miembros de la
resistencia, o el asesinato de un pueblo entero en represalia.
Si
por algo se caracteriza el film es por su piedad hacia los
personajes, jamás los juzga, humanos son y nada humano, por lo
mismo, les es ajeno. El miedo, el odio, el deseo de seguir vivos a
despecho de la muerte del otro. Si para ello hay que delatar,
prostituirse, envilecerse, sea pues. De lo contrario, la culpa te
corroe y acabas por saltarte la tapa de los sesos, como el Coronel
británico: -Dígale
a Merrin, que no hay otro modo.
Schraeder evidencia la falacia sobre la que se asienta la fe y que la
ética no es posible mientras creamos en poderes sobrenaturales.
La ética será, a cambio de postular un nihilismo positivo, a cambio
de poder crear nuevos valores en ausencia de un garante todopoderoso,
de un fundamento racional “fuerte”, de metafísica. La ética
será a cambio de que renunciemos al anhelo máximo del ser humano,
la trascendencia. Ahí es nada.
-¿Cómo
podrán seguir diciendo que Dios no existe si yo les muestro al
demonio?
Emily
Rose (Jennifer Carpenter) en El
exorcismo de Emily Rose.
Si
Dominion era
un film para escépticos, El exorcismo de Emily
Rose lo
es para creyentes.
Nos aproxima a la tesis de que Dios premia con la posesión a
aquellos de sus siervos dilectos. Cuanto más cerca se está de Él,
más vulnerable se vuelve uno a los ataques de demonios, un nuevo
modo de martirio mesiánico. La misión del poseído será la de
acercar a la humanidad descreída a Dios ante la inminencia del fin.
El film se inspira en el caso real de Annalise Michelle (los menos
aprensivos, disponéis de abundante material gráfico en you tube,
que yo hice la solemne promesa de no volver a revisar), joven alemana
que murió tras varios meses de extenuantes exorcismos, de inanición,
desidratación e infecciones varias, derivadas de las heridas que se
autoinfringía.
El caso coincidió con el Concilio Vaticano II y fue interpretado por
el sector más conservador de la Iglesia como una señal
desaprobatoria del mismo por parte del Todopoderoso.
Creo que incluso la beatificaron, o está en proceso. Fue allá por
los setenta.
Réquiem, el
exorcismo de Micaela,
cuenta
la misma historia, sólo que esta vez, para descreídos, apóstatas y
ateos militantes. El drama de una chica con gran potencial (como
dirían ahora los cursis) que sucumbe presa del fanatismo y la
estupidez.
El problema en esta versión es que Hans Ch, Schmmidt no tiene
cojones para llevar la historia hasta el final, mostrar el calvario
espiritual y físico que padeció la joven, fuera humana o demoníaca
la causa de su tormento.
Requiem
no
es un film honesto, es demasiado tremendo para este tipo que exhibe
maneras de Lars Von Trier pero al que desagrada mancharse las manos,
testimoniar la muerte lenta de esta chica, su angustia, las dudas, el
terror.
El
terror siempre
real para quien lo sufre y lo honesto, lo ético cuando se aborda una
historia así es dar crédito al dolor, es mirar al corazón de esos
ojos aterrorizados y comunicar el horror a la audiencia. Es lo mínimo
que se le debe a la persona cuyo drama se saquea con fines
comerciales.
Micaela bien habría podido ser otra Bess y haber ofrecido su cuerpo
lacerado por la salvación de la humanidad, pero un descreído, un
apóstata, un ateo, poco tiene que decir en estos casos. Un tipo
mentalmente equilibrado, nada tiene que decir sobre dolor, más que
domiciliar en un cínico ejercicio de racionalidad, su causa en
agentes externos al alma doliente.
A
un ateo, un apóstata y un descreído más le valdría dedicarse a
escribir artículos para Nature
o
diseñar programas informáticos, y dejar el arte a los neuróticos,
psicóticos y demás fauna con problemas con el alcohol.
El film de Derrickson es tramposo, un planteamiento inicial sibilino
pretende dejar abiertas sendas vías interpretativas sobre los hechos
que al cabo deviene en un encendido y sentido homenaje al sacrificio
de Emily..
Impecable en lo técnico y de gran solidez dramática gracias a un
guión bien construido y un inspirado reparto, Derrickson urde una
atmósfera angustiosa con momentos francamente aterradores, sin
menoscabo del componente emocional impreso en el martirio de una
joven que creyó que el diablo había tomado posesión de su cuerpo y
creyó que su sufrimiento tenía un sentido. Estamos ante un film
religioso con todas las de la ley. Estamos ante una película
soberbia.
No me digáis que cuando despertamos en la noche y el reloj marca las
3, no se os aprietan los huevos...
-Que no
creas en el demonio,
no te protege de
él.
Padre
Lucas
en
El rito.
El rito,
siendo un film esencialmente
religioso, aborda con valentía el tema de la fe. Sabemos que es un
absurdo plantear la existencia de Dios en el plano físico, tanto
como aspirar a una revelación paulina, episodio que ha hecho mucho
daño a la fe, toda vez que no supone esfuerzo alguno en su
consecución.
La fe
es una forma de sugestión que cuando alcanza alguna perfección
permite sentir la proximidad de cierta presencia, sólo en sus
predios es dable hablar de Dios, siendo como es, una experiencia
subjetiva e intransferible.
Los
últimos avances de la neurociencia nos están recordando lo vicario
y paupérrimo que es nuestro conocimiento de eso que llamamos
realidad física. Para aquellos de nosotros que caminamos entre
signos e imágenes, el mundo no es suficiente y sospechamos que hay
un universo de trascendencia, diferimos el tránsito por sus ramblas
pero cuando estemos maduros para ir a su busca, a buen seguro que ahí
estarán.
Aún
recuerdo cuando leí con 18 años y el corazón en un puño El
sentimiento trágico de la vida y
San Manuel Bueno, mártir, dos
obras maestras de la agonía a que se ve abocado el hombre cuando la
razón entre en pugna con el deseo de perseverar en el ser, y el
miedo a la muerte como fin definitivo, estrangula el alma.
El
demonio es la vía bastarda para llegar a creer, el miedo es el móvil
que conduce más rápidamente a Dios, esta es la premisa que subyace
a El exorcismo de Emily Rose y
El rito, y no es
nueva.
En
la Edad Media, pórticos y retablos se apretaban de horrores que
recordaran el precio del pecado y procurando mover a la piedad y el
temor de Dios al fiel. La fe es un recurso de la psyche
para hacer frente a la
adversidad, de ahí que se diga que no hay ateos en las trincheras ni
en el cadalso.
Sin
embargo, como recuerda el Padre Lucas (el mejor Anthony Hopkins desde
hace mucho, mucho tiempo), la fe hay que pelearla día a día, no es
un bien que se gane de una vez por todas, es caro de mantener y se ve
erosionado de continuo por la adversidad.
La
muerte de Rosaria, joven endemoniada a la que llevaba meses
sometiendo a sesiones de exorcismos, agrieta la fe de Lucas y
dispensa la ocasión al Maligno para colarse por los resquicios del
alma del jesuita.
En
Dominion se
nos dice que el papel de Dios no es evitar el Mal sino ayudarnos a
resistir ante él,
pero Dios no siempre está ahí...
Atrás
quedó esa figura carismática que fascinaba por un carácter
transgresor, rebelde a la tiranía del manda más del cielo, que
fuera soñado Byron en plena esfervescencia romántica. Lejos quedó
también, ese pícaro fauno que prometía placeres, conocimientos,
juventud al bajo costo del alma, tan largo me lo fiáis...
La
fascinación por el Mal se ha diluido al ritmo que se han ido
deteriorando los elementos basilares de nuestra civilización. Pactar
con el diablo y La
novena puerta respondían al
estado de cosas de un mundo donde el terror aún no era real y una
audiencia bien alimentada y con los pantalones hinchados, gozaba con
los excesos de un simpático Príncipe de las Tinieblas, se complacía
en su invitación a sucumbir en la lujuria, la gula, la avaricia.
El
demonio se presenta a sí mismo como un devoto del hombre, pronto a
satisfacer sus deseos sin juzgarle por ello.
El
demonio era el banquero que te firmaba la hipoteca y el préstamo
para el veraneo en Punta Cana.
Pero
llegó la hora de rendir cuentas, y ahora, el demonio es ese mismo
banquero que te embarga la casa, el coche y el smartphone.
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