(i)
“Destino
final” es una de
las series más interesantes surgidas en el seno del fantástico
palomitero durante la última década. Ahí queda eso. Pero si hay
algo por lo que no me va twitter
es precisamente por la necesidad que siento de argumentar mis
paridas. No me pregunten por qué. Así que, ahí va.
(ii)
La
premisa de la entrega inicial era de una simplicidad genial: la
premonición de un estudiante en forma de sueño durante la víspera
de su viaje de fin de curso, de que el avión que había de llevarlo
a Europa, se accidentaría a los pocos segundos de iniciar el vuelo,
y que va siendo confirmada por pormenores y acaecimientos nimios pero
afirmativos y convincentes durante la espera en la terminal, le
determina a no embarcarse y lograr, de paso, salvar a unos cuantos
compañeros que por diversas razones, se quedaban también en tierra.
Pero
la culpa por no haber podido evitar la tragedia se manifiesta en un
deseo latente de morir también, toda vez que se siente responsable
del holocausto colectivo. Él sabía, pero no sabe por qué sabía,
y dudó, y esa duda costó dos docenas de muertos, chicos y chicas,
adolescentes sanos y llenos de vida.
Durante
el funeral, ante la fila de ataúdes, tiene que mirar a los ojos
empañados de los padres de sus compañeros que se preguntan el
porqué de su empeño en bajar del avión, se preguntan qué clase de
monstruo es aquel que pudo ver la muerte de su hijo/a e hizo tan poco
por evitarla, y que lo aborrecen porque su vida testimonia la pérdida
de sus ser querido, su presencia es y será un estigma sangrante.
Sí,
todos desearían verlo muerto, y él mismo también para acallar las
mordeduras de su conciencia. Pero pronto descubre que su deseo será
cumplido si no pone medio para evitarlo. La premonición fue una
advertencia que frustró en parte los planes de la Dama de Blanco, y
pronto comparece una fuerza letal que reclama a los prófugos
urdiendo la muerte “accidental” de cada uno de los superviviente,
eso sí, de forma cartesiana, siguiendo un patrón que al ser
develado, permite burlar temporalmente sus maquinaciones abortando
intentonas y alertando a la siguiente víctima. Asumiendo que no son
más que prorrogas, en última instancia, le deben la muerte y habrán
de pagarla.
Estas
son las fibras que tejen el entramado de las cuatro entregas que por
el momento nos han llegado.
El
interés que yo al menos le encuentro a estos filmes reside tanto en
el aspecto ideológico como en la formulación visual que reciben.
Por partes.
(iii)
La
protagonista de la serie es la mismísima Muerte, no un psicópata
justiciero moribundo ni una oscura organización que suministra
emociones fuertes a yupis, ni siquiera el gran Michael Myers, es la
propia madre del cordero. Pero, ¿qué tratamiento se dispensa a tan
honorable invitado? Pues no muy distinto, la verdad, del que reciben
sus ministros.
La
juventud y todos sus atributos, incluidos la sandez que apareja la
poca edad, es glorificada por el capitalismo tardío. Los jóvenes
son producto de consumo inmediato en todos los ámbitos: John
Pattison, Justin Bieber, Cristiano Ronaldo, Beyonceé, Rafa Nadal,
etc. Todos mercadean con lo mismo. Nada tan aborrecible pues que la
muerte haciendo estragos entre los componentes de tan tierna edad.
Por tanto, la muerte aparece como algo adventicio, accidental,
contrario a la esencia del joven y una violencia ejercida contra su
albedrío. La muerte sólo puede venir de fuera en forma de una
entidad proterva, radicalmente heterogénea, no es, no puede ser un
principio inmanente: el joven, por definición, es un
ser-para-la-vida, la muerte es pura contingencia.
Un
film destinado mayoritariamente a, en el mejor de los casos, lectores
de Coelho, tratará de esquinar todo lo problemático de la vida, el
oficio de zapa del tiempo o la rebelión del organismo contra sí
mismo, y sólo una conjura preternatural puede amenazarla, así que
tranquilos chavales, que eso sólo pasa en las películas. Toma caño
a Heidegger, gambeta a pesimistas, doble recorte a nihilistas y gol
por toda la escuadra del equipo de la vida.
Así,
la audiencia que se tiene por inmortal, se ve agredida en su núcleo
con el efecto positivo de conjurar la amenaza, exorcizar el miedo y
tranquilizar aún más su anestesiado ánimo. Quizá sea esta la
función de la franquicia, vencer el miedo a la muerte, igual que
otras satisfacen otros atavismos.
La
intrascendente serie de Saw
sirvió para poner en
evidencia al inquisidor que el público palomitero lleva dentro. Por
lo general, los jóvenes y no tan jóvenes usuarios de smartphones,
clientes de McDonalds
y adictos al FIFA,
suelen carecer de los
más elementales principios éticos, entendiendo como tal a una
reflexión individual sobre los valores, sin embargo, su juicio es
unánime a la hora de reclamar el ojo por ojo, el aborrecimiento del
crimen pero más aún del criminal, el gozo ante el castigo que
siempre merece el otro, naturalmente, que somos lerdos, pero no
tanto.
Los
atavismos de una moral despiadada gestada en los albores de la
cultura se manifiestan con una claridad meridiana entre los elementos
más primitivos del público, los mercaderes lo saben, y a ellos les
ofrecen sus jirones de carroña mojados en sangre fresca.
Pero
en Saw la
muerte no es arbitraria, la muerte escoge a su presa y su criterio de
selección son los valores judeo-cristianos. En Saw
la muerte es
pretendidamente un castigo para aquel cuya voluntad de vivir
languidece, pero es eso, una presunción de evocar a Nietzsche para
apuñalarlo luego por la espalda. En realidad, cada cinta es un
monótono Auto de Fe oficiado por catequistas que sermonean a la
parroquia con Nicottero y sin guión.
Frente
al gozo comunitario que satisface una moral sádica, estaría el gozo
perverso individual ante los aldabonazos de la muerte, por ejemplo,
en Piraña 3-D, filme
en el que tras ofrecernos un desconcertante y repelente video-clip
made MTV, da
paso a un espectáculo violento de una saña proporcional a la
exacerbada celebración de la carne joven que se propone en su primer
tramo. El filme de Ajá es una agresión en toda regla a la ética y
estética juvenil, hace jirones el hedonismo feroz al que invita y
muestra sin clemencia y regocijo el tejido de miedo y tendones que
subyace a escasos milímetros del lustre epidérmico.
Por
momentos, el francés enloquecido ante su propia lujuria de sangre
parece querer decid a la chavalada desde su púlpito alto: ¿veis de
que están hecho esos hermosos glúteos, veis que se embosca tras ese
par de suculentos pechos, veis cómo todo el vómito y la mierda que
lleváis dentro aflora en cuanto os bajan la música? Nueva versión
del Vanitas Vanitatis.
(iv)
Vayamos ahora con un apunte formal.
Cinco
filmes que ensayan mínimas variaciones en torno a un mismo argumento
y manufacturado con escasa inspiración por artesanos sin oficio,
parecería que poco pueden ofrecer más allá de un interés
sociológico, pero nada más lejos, precisamente porque en su
desarrollo ilustran algunos de los principios de Hitchcock, mostrar
con la imagen una realidad no denotada por la palabra. Así, en cada
pieza, asistimos a una auténtica rebelión de objetos cotidianos que
laboran en pos del fin de la víctima ocasional y que hacen que
veamos cada rincón de nuestro hogar como una amenaza mortal.
A
través de precisos insertos se nos muestra la labor de una mano
invisible que derrama agua, abre la llave del gas, desprende cables
pelados, desenrosca tornillos, atasca puertas, lubrica suelos y
dispone filos con total desconocimiento del incauto personaje
preocupado en otros menesteres mientras el cerco se estrecha más y
más hasta el fatídico momento del “accidente”, que en ocasiones
se demora todo lo posible más que para mantener el suspense,
frustrar perversamente el disfrute.
Algunas
de estas celadas son francamente ingeniosas, auténticas obras
maestras donde brilla una mala leche poco usual, como aquella en la
que el airbag al abrirse clavaba la nuca de la protagonista contra el
filo de metal incrustado en el reposa cabeza de su asiento…
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