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sábado, 13 de junio de 2015

Drácula (1958)




1.

Christopher Lee fue el Drácula más icónico, se apropió de los rasgos del vampiro a despecho de la caracterización que de él hiciera Bram Stoker (a la que trata de ceñirse, sin embargo, en la peculiar El Conde Drácula de Jesús Franco), y a pesar de contar con el antecedente de la carismática del gran Bela Lugosi.

Alto, espiritado, vigoroso, el óvalo de su rostro contenía el trazo de unas facciones contundentes que solo al principio de su andadura vimos distendidas, pero que, incluso entonces, dejaron traslucir un fondo oscuro. Pronto su semblante y la majestad del porte devienen encarnadura de una maldad abstracta cuando los guionistas de la serie tengan a bien convertirlo en una presencia silente, ominosa, a menudo, una herramienta en manos de los vivos; un ministro del diablo que, sin embargo, carecerá del poder de su arquetipo literario.


2.

Mi primer Drácula fue Jack Palance, protagonista estelar en una estupenda y olvidada adaptación para la televisión de 1973, escrita por Richard Matheson y dirigida por Dan Curtis. 





Cuando llegué a Horror of Drácula (1958) también me había golpeado la belleza inconmensurable del Drácula de Bram Stoker (1992). Pero reconozco que el momento preciso de la aparición de Christopher Lee en el filme de Fisher, es mi favorito de cuantas adaptaciones he visto.

Lo vemos antes de verlo. Aparece, se devela como el Ser, se muestra, oculto como estaba, su presencia surge en el horizonte visual de la sensual mujer que está a punto de clavar sus colmillos en el cuello de un Harker que, no por advertido, parece recelar de sus encantos de dama desvalida (la vanidad masculina es temeraria cuando no estúpida). 






El semblante de ella se endurece, con la mirada clavada en un punto más allá del encuadre, ciego para el espectador. Entonces ella huye, contrariada más que temerosa. Harker, sigue la escapada desconcertado, quizá algo decepcionado por no poder ofrecerle su ayuda (o no gozarla), luego desplaza la mirada hacia el mismo punto que ella, sin especial precipitación, con curiosidad más que inquietud, y ahí está.











Y ahí estaba. La sorpresa se dibuja en su rostro.

Bañado por las sombras, en lo alto de la escalera, ligeramente escorado a nuestra derecha del encuadre. Vertical, inmóvil, enmarcado  entre las columnas salomónicas, aguardando a ser visto antes de actuar (“Yo te permito que me veas”). Algo más abajo, el vértice de un candelabro tenebrario, parece señalar su presencia, el centro de la sala, el lugar desde el que emana una fuerza magnética irresistible que imanta la mirada de Harker a la par que la del espectador. A la izquierda del encuadre vemos un escudo de armas, huella de su antiguo servicio a la iglesia en las campañas contra los turcos. 












Apenas un par de segundos se mantiene la expectación, hasta que la amenazadora silueta se anima en movimiento y con inusitado vigor, se aproxima a Harker bajando las escaleras. Una de las características del Drácula de Fisher (diría que de todo su cine) es el carácter físico de su imagen, sensación que se comunica con el movimiento, en ocasiones violento, de los actores. Drácula se sacude el hieratismo de Lugosi y Schreck, se acerca con paso firme hacia el eje de la cámara (que no coincide nunca con la mirada de Harker aunque tampoco se nos ofrezca su escorzo para señalar la dirección de los pasos del Conde, con lo que se refuerza la identificación del espectador con el huésped), imponiendo al plano su presencia.




He aquí el gran acierto de la puesta en escena de Fisher, suponemos que gracias al concurso y talento de Jack Asher, su cinematógrafo. La transición de Drácula del plano general a un gran primer plano en cuestión de pocos segundos. Cuando llegué a su destino, su rostro ocupa todo el espacio, un espacio que para siempre dominará, incluso durante su ausencia constituirá un horizonte en el que la aparición de Drácula es más que probable.
Fisher comprendió como nadie la fenomenología del fantástico. La poética que él inaugura contra la rancia fórmula de la estética expresionista se fundamenta -aparte de en la utilización del color -en el dominio físico de ese espacio semantizado por el mal, pese a estar libre de sus significantes clásicos (la herrumbre, la decadencia física). El mal es metafísico; la decadencia, estética, es decir, esteticismo, es decir, una belleza que ya no remite a la idea platónica hermana del Bien; es decir, una belleza que no preña el alma y engendra más belleza, sino que esclaviza, somete, infecta, perpetúa su legado y abre un hiato con el Bien.
La suntuosidad de los decorados que acompaña los nuevos espacios, altamente habitables, incluso confortables y en abierta renuncia a la inhóspita habitación de los decrépitos castillos de antaño, delata esa presencia seductora del mal. El mal es ahora tan atractivo como destructivo. La joven cautiva que pide ayuda a Harker, luce hermosos senos y labios promisorios sobre la carne pútrida que emerge apenas la estaca atraviese ese dulce pecho.    
En correspondencia con lo anterior, Drácula se conduce, inopinadamente, con toda naturalidad y cordialidad, sin acentos ajenos ni expresiones que delaten intenciones aviesas o lo domicilien en un plano de existencia distinto (será la última vez que lo veremos hablar). Un rostro sereno pese a la sombra que se posa sobre uno de sus lados. Un hombre que subirá los escalones de dos en dos cargando el equipaje de Harker, lleno de vigor.
Lo fantástico irrumpió, los fantasmas salieron al encuentro del peregrino, pero la perturbación apenas se ha sentido, las leyes de la física rigen, aparentemente, para todos los cuerpos, vivos y muertos.
Más tarde veremos al vampiro con sus característicos ojos inyectados en sangre y los formidables caninos, agente de un terror nuevo, un terror tangible, manifiesto,  que ya no se insinúa en la sombras;  el espacio se llena con la violencia del rostro de un nuevo tipo de terror que señala al cuerpo, al placer y al dolor;  se aloja en la carne e invoca a la sangre, que es la vida.



Un terror que señala a la década de los 60 y 70. Un terror que ya nunca nos dejaría.   


Epílogo.
        
Las obras de Terence Fisher para la Hammer coinciden en el tiempo que las adaptaciones de Poe (y Lovecraft) que llevó a cabo Roger Corman, así como con los grandes títulos de Mario Bava. Estudiar afinidades y divergencias temáticas y estilísticas, daría para un libro.  Contentémonos con apuntar que entre los tres reescribieron el cine de terror, lánguido, luego de una década en la que predominó una visión más “científica” o “política” del fantástico, más centrada en los terrores colectivos que en los demonios personales, más preocupado por la dominación de la mente y la destrucción del cuerpo que por la metafísica del mal, la teología o el psicoanálisis; y donde solo destaca alguna obra maestra de Tourneau, semper fidelis.   



lunes, 19 de agosto de 2013

Guerra Mundial Z.





Bueno, ya nos vimos “Guerra Mundial Z”. Sentimientos encontrados, o uno que es un poco esquizoide, el caso es que me decanto por un doble acercamiento al gran proyecto de Plan-B.

1.       En contra (más bien en plan cabrón)

¿Mereció la pena, Brad? Cinco años y lo que nos traes parece un piloto de “The Walking Dead” para señoras mayores. Con la pasta fundida podrías haber financiado las próximas tres joyas de Dominik (o de Malick), o depurado el Ganges, tú mismo, pero algo de utilidad para alguien en vez del enésimo entretenimiento estival.
Para colmo, ya en su estreno USA amortiza el dispendio con lo que no puede contar ni con la simpatía que se ganan los grandes fiascos.  Para los que llevamos dos años leyendo acerca de las accidentadas circunstancias del futuro e improbable film, más interés hubiera tenido editar un documental en plan “Lost in La Mancha” reconstruyendo los avatares y cagadas del proyecto desde el día 1 de rodaje, porque preproducción se ve que hubo poca…,  incluyendo parones, reescrituras de guión y broncas de plató con tu querido Marc Foster, por cierto, en qué coño estarías pensando para poner a este pavo a los mandos. Fíjate que en conciencia creo que Emerich, el puto Emerich que debería arder en una hoguera alimentada con todo el fotograma inútil que ha malgastado, hubiera venido mejor a la jarana catastrofista que te montas. Hubiera ahorrado tiempo y pasta, desde luego no hubiera despertado expectativas, alentado esperanzas, avivado el deseo de la gran épica zombi.
Y es que Brad, los hay que lo tienen y los hay que no. Snyder lo tiene, vaya si lo tiene y así se le reconoce en los primeros minutos de “Guerra Mundial Z”, fusilando el estilo de los créditos y planos como el de la puerta del dormitorio entornada. Aplicando al pie de la letra el esquema narrativo, aunque de forma torpe, nada de calma tensa llena de presagios como antesala del apocalipsis y sí las manidas escenas familiares para darle nervadura dramática al cotarro y que lejos de hacernos temer luego por la vida de sus miembros, nos decanta por la causa caníbal del zombi. La primera gran secuencia de pánico se malogra por un montaje frenético, por una falta de inventiva alarmante que desaprovecha generosamente todos los medios del mundo. Ay, la de situaciones posibles que la imaginación estragada de uno anticipa, y la ramplonería simplona con que finalmente es despachada en apenas cinco minutos sin que nada destacable suceda, salvo ver americanos correr, claro, eso sí que es destacable. 
Hasta aquí podemos encontrar algún parecido con “Amanecer de los muertos”, luego la cosa se parece más a “2012”, del susodicho teutón.  No obstante, es el itinerario de este fulano que trabaja para la ONU (si al final va a resultar qué sirve para algo) donde el interés de la película crece, gracias a la aparición de personajes episódicos francamente bien escritos y mejor interpretados que alivian la omnipresencia de Mr. Pitt. A través de ellos adivinamos la urdimbre coral que teje la novela de Brooks de la que queda algún torpe flash-back que apenas alcanza para aquilatar la dimensión global de la plaga, reduciendo esta ambiciosa premisa al turismo accidentado de Gerry por Corea, Israel y Gales.
La batalla de Moscú fue suprimida por no encajar la violencia que desplegaba el hombre de la ONU con el retrato entrañable de ese padre de familia y amante esposo que se empeña en representar Brad Pitt. Lástima, me da que Angelina estuvo tras el tijeretazo, qué no es ejemplo para los niños ver a papá el día del estreno decapitando y destripando a diestro y siniestro, aunque sea a no-muertos de aviesas intenciones. En fin. La asepsia, en este sentido, del film, tampoco ayuda. Vale que no esperaba encontrarme con los pochlats del maestro Romero, pero hombre, algo de sangre, aunque sea digital, que no deja manchas y Angelina se enfada menos.
Si el cine de zombis, nos interesaba o interesó, que ya cansa, es porque el filón original ofrecía  la ocasión de esbozar negrísimas radiografías del alma podrida del vivo en su lucha contra la carne putrefacta del muerto. No por la acción, sino por la quietud del cerco que se cierra sin prisa pero firme.  Por un final, el único posible: cuando la muerte no es fin la vida está acabada.
Ahora todo es solidaridad y buenrrollismo. Lástima.



2.       A favor (más bien indulgente)

A estas alturas poco le queda al subgénero por ofrecer.
Diría que “The Walking Dead” está agotando gloriosamente el amplio catálogo de posibilidades que hace 45 años vislumbró el jefe de todo esto, Mr. George A. Romero, manteniendo su implacable pesimismo antropológico, toda la visceralidad del de Pittsburg  y su sádico sentido del humor. Quizá falte la sátira. El caso es que con un Blockbuster que busca al gran público y no sólo al zobífilo no hay que ser puntilloso. Y el film cumple, da acción y da suspense. A este respecto, el último bloque es modélico, me dejó sin uñas. Pero su mayor logro es el episodio de Israel, tanto por su espectacularidad como por las jugosas lecturas que ofrece. La frenética escalada de los muros de Jerusalén, que habría despertado la envidia de los cruzados (y de los sarracenos), forma parte desde ya de las antologías del género.
Resulta que Jerusalén, salvada por la previsión de un tipo del Mosad que decidió interpretar al pie de la letra un comunicado interceptado en el que aparecía la palabra “zombi”, acoge a los refugiados de extramuros, incluso a los palestinos. Naturalmente no en un ejercicio de compasión hebrea sino de inteligencia logística. “Cada vida salvada es un zombi menos al que combatir.” Se apresura a justificar el agente del Mosad ante el estupor de Brad Pitt cuando ve las banderas cisjordanas ondeando al viento junto al trapo de la estrella de David. Pero hete aquí que será la jarana que despierta el hermanamiento entre los pueblos otrora hostiles, los decibelios que acarrea la recién pactada confraternidad, los buenos sentimientos de los que se llena el aire de la Ciudad Santa los que encabritan de mala manera a la turba multa de no muertos que por la mala leche y determinación con que escalan el muro, diríase que son ortodoxos nada contentos con la nueva alianza y resueltos a restablecer Ley de Yavéh. Y vaya si lo hacen.  
En el bloque coreano se ofrece un siniestro apunte acerca de los expeditivos métodos de los vecinos del norte para atajar la plaga: arrancaron en menos de 24 horas los dientes a toda la población. No Teeth no Bite.
En cuanto al zombi en sí, la mayor aportación del film es convertirlos en una masa homogénea que actúa al unísono alentados por una fuerza atávica, demoníaca, brutal, que los convierte en temibles agentes del caos. No comparecen los consabidos escrúpulos por disparar contra un semejante. Lejos quedan las inermes criaturas de “The Walking Dead”, instrumentos al servicio del vivo. La dimensión mágica de lo sobrenatural y el misterio sucumbe ante la ferocidad de las legiones de no muertos. Nunca un ejército de zombis causó estragos mayores que los que literalmente fluyen torrenciales por los fotogramas de “Guerra Mundial Z”. Tanto en la secuencia de créditos como en el parlamento de un virólogo, se insinúa que pudiera ser la propia naturaleza la que estuviera tras la plaga. Quizá en un gesto defensivo contra el crecimiento demográfico descontrolado. Quizá porque nos hemos ganado a pulso su odio, aunque a mí nunca me cayera bien. Estoy con la Geynsbourg, es la iglesia de Satán.
Esperemos que la versión de DVD incluya, como suele ser habitual, alguna escena descartada que sea, no ya gore, siquiera algo violenta, tal vez la añorada batalla de Moscú, para satisfacer nuestra sed de sangre y que acerque el film de Mr. Pitt más a la tradición del subgénero que a las fantasías del catastrofismo ecológico.      


Os dejo con el soberbio “Isolated System” de Muse que abre la cinta. Un acierto.




domingo, 12 de mayo de 2013

THE CABIN IN THE WOODS o réquiem por un género






( i )

Acabo de leer una reseña tardía de The Cabin in the Woods a manos de alguien que comienza su texto confesando una abierta desafección por el género y que sigue reprimiendo apenas una evidente alegría por lo que considera es la carta de defunción del mismo. Se acabó lo que se daba. El film de Goddard es tan certero desmontando la tópica del slasher, tan demoledor arrumbando su mecanismo pueril, tan preciso mostrando sus vergüenzas que será imposible en adelante que el respetable pueda digerir artefactos semejantes con la ingenuidad con que, al parecer, lo hacía hasta la llegada de este film mesiánico. Aleluya.
Bien, lo dicho, un tipo al que no le interesa el género. Sólo alguien así puede decir semejante sarta de insensateces, jugar a creérselas y hacerlas públicas con escaso pudor.

( ii )


Ya en estas misma páginas escribí que soy de esos que se toman el género muy en serio. Me disgustan a partes iguales esas propuestas autorales que tratan de “sublimar” las premisas genéricas, como si les hiciera falta el favor, y estos otros jugueteos metalingüísticos en los que la ironía reviste un carácter meramente lúdico.
Entiendo que a los pocos interesados en el cine de terror, son estas obras precisamente las que les interesan. Las primeras porque vienen con visado, las segundas, porque toda aparente reflexión se antoja inteligente, permite emplear palabras de cuatro sílabas con prefijos griegos y citar a Lyotard.
Por todo esto, parece normal mi relativa indiferencia ante The Cabin in the Woods, no acabo de ver en qué sentido constituye un punto de inflexión en el género ni dónde radica su presunta novedad. Vale que Scream sorprendiera a los menos avisados en su momento, pero desde los tiempos del film de Craven y gracias a él, el género asimiló la conveniencia de explicitar sus recursos narrativos y lugares comunes con un desparpajo que lejos de arruinarlo lo ha nutrido y vivificado, dispensando la ocasión de jugar con las expectativas de la audiencia más resabiada, a veces incluso con notable éxito.

Ahí está la soberbia Severance de Christopher Smith, me temo que no muy popular, una pieza de muchos quilates que ofrece jugosas lecturas, donde hay ironía, sátira, y nunca olvida lo que quiere ser. No sacrifica la atmósfera ni prostituye el clímax a la sacrosanta madurez del respetable, es una obra redonda, terriblemente divertida y tensa como la primera cena con los suegros.
No es lo mismo tratar al público de idiota que procurarle inquietud, frustrar sus previsiones. Lo segundo es compatible con un tratamiento maduro del género. Es cierto que para orquestar un suspense eficaz, se requiere un talento poco habitual, quizá ahí resida el deslizamiento de algunas de las piezas más célebres de los últimos tiempos a la perspectiva del victimario, del miedo por la víctima inadvertida del peligro se bascula al goce sádico del verdugo.

Parece ser que el autor innominado (¿debería nombrarlo?) de la susodicha reseña no se ha visto el díptico de Halloween perpetrado magistralmente por Rob Zombie. He aquí la refutación de la mayor. Zombie parte del apego al clásico, pero mira tú que en vez de darle por desmontar el mito y buscar la complicidad de una audiencia curada de espanto, eleva esas mismas premisas tan manoseadas a la enésima potencia, con una fe en sus recursos rayana en el fanatismo. El remake de Halloween y su secuela, se sitúan en en hemisferio opuesto de Craven o Goddard. Su fuerza radica en lo “ingenuo” de la actitud de Zombie, su deliberado anacronismo, la ausencia de ironía. Zombie no apela ni a la inteligencia ni al estómago. Apuñala el corazón, es emoción pura. Conmoción. Jamás antes en la historia del género, y me remonto a Psicosis, un asesinato nos había dolido tanto, nos había metido de igual modo en la piel de la víctima, nos había hecho sentir su rabia, su impotencia, su dolor, como el segundo y último ataque de Michael a Annie.
Zombie cree en la fórmula, y nos hace volver creer a los que la amamos, y gracias a su fe, le amamos a él, es nuestro patrón y estandarte. Sólo así se entiende que haya logrado una dura, seca, primaria como un Fuller, impactante, subyugante, brutal obra maestra que nos acompañará al asilo. Solo así se entiende que los caballos blancos hayan dejado de ser simplemente caballos blancos.

Las películas de Zombie conviven y sobreviven a la de Goddard. He aquí la grandeza de este género tan pueril y estúpido para algunos, he aquí la razón por la que es, junto al porno, la fórmula que goza de mejor salud, y al que presumo una larga vida.

No amigo mío, nadie acabará con este bendito género, ni Goddard, ni la era digital, ni James Wan, ni el 3-D, ni artistas como tú. A los monstruos de la Universal los riduculizaron Abbott y Costello, y luego la Hammer, con Fisher a la cabeza, nos los trajo de vuelta más hermosos y malditos que nunca, por las mismas fechas que Hitchcock desbrozaba con Psicosis y Los pájaros el camino que seguirían los dos ramales más fructíferos de cine de terror de la últimas décadas, el serial-killer a partir de Argento y Carpenter, y La noche de los muertos vivientes, respectivamente. Ahora estamos desempolvando los clásicos de los setenta y ochenta con bastante fortuna al tiempo que Drew Goddard nos ofrece un delicioso divertimento nada subversivo, vagamente original y que, como le ocurrió a Scream, que lejos de poner un punto y final acabó insuflando nueva vida al slasher, no me extrañaría que impulsara alguna propuesta sobre el filón sin explotar de las terribles divinidades precolombinas. Lo que no estaría nada mal.

miércoles, 3 de abril de 2013

Cuaderno de bitácora del Démeter: DESTINO FINAL.









(i)

Destino final” es una de las series más interesantes surgidas en el seno del fantástico palomitero durante la última década. Ahí queda eso. Pero si hay algo por lo que no me va twitter es precisamente por la necesidad que siento de argumentar mis paridas. No me pregunten por qué. Así que, ahí va.

(ii)

La premisa de la entrega inicial era de una simplicidad genial: la premonición de un estudiante en forma de sueño durante la víspera de su viaje de fin de curso, de que el avión que había de llevarlo a Europa, se accidentaría a los pocos segundos de iniciar el vuelo, y que va siendo confirmada por pormenores y acaecimientos nimios pero afirmativos y convincentes durante la espera en la terminal, le determina a no embarcarse y lograr, de paso, salvar a unos cuantos compañeros que por diversas razones, se quedaban también en tierra.
Pero la culpa por no haber podido evitar la tragedia se manifiesta en un deseo latente de morir también, toda vez que se siente responsable del holocausto colectivo. Él sabía, pero no sabe por qué sabía, y dudó, y esa duda costó dos docenas de muertos, chicos y chicas, adolescentes sanos y llenos de vida.
Durante el funeral, ante la fila de ataúdes, tiene que mirar a los ojos empañados de los padres de sus compañeros que se preguntan el porqué de su empeño en bajar del avión, se preguntan qué clase de monstruo es aquel que pudo ver la muerte de su hijo/a e hizo tan poco por evitarla, y que lo aborrecen porque su vida testimonia la pérdida de sus ser querido, su presencia es y será un estigma sangrante.
Sí, todos desearían verlo muerto, y él mismo también para acallar las mordeduras de su conciencia. Pero pronto descubre que su deseo será cumplido si no pone medio para evitarlo. La premonición fue una advertencia que frustró en parte los planes de la Dama de Blanco, y pronto comparece una fuerza letal que reclama a los prófugos urdiendo la muerte “accidental” de cada uno de los superviviente, eso sí, de forma cartesiana, siguiendo un patrón que al ser develado, permite burlar temporalmente sus maquinaciones abortando intentonas y alertando a la siguiente víctima. Asumiendo que no son más que prorrogas, en última instancia, le deben la muerte y habrán de pagarla.
Estas son las fibras que tejen el entramado de las cuatro entregas que por el momento nos han llegado.

El interés que yo al menos le encuentro a estos filmes reside tanto en el aspecto ideológico como en la formulación visual que reciben. Por partes.

(iii)

La protagonista de la serie es la mismísima Muerte, no un psicópata justiciero moribundo ni una oscura organización que suministra emociones fuertes a yupis, ni siquiera el gran Michael Myers, es la propia madre del cordero. Pero, ¿qué tratamiento se dispensa a tan honorable invitado? Pues no muy distinto, la verdad, del que reciben sus ministros.
La juventud y todos sus atributos, incluidos la sandez que apareja la poca edad, es glorificada por el capitalismo tardío. Los jóvenes son producto de consumo inmediato en todos los ámbitos: John Pattison, Justin Bieber, Cristiano Ronaldo, Beyonceé, Rafa Nadal, etc. Todos mercadean con lo mismo. Nada tan aborrecible pues que la muerte haciendo estragos entre los componentes de tan tierna edad. Por tanto, la muerte aparece como algo adventicio, accidental, contrario a la esencia del joven y una violencia ejercida contra su albedrío. La muerte sólo puede venir de fuera en forma de una entidad proterva, radicalmente heterogénea, no es, no puede ser un principio inmanente: el joven, por definición, es un ser-para-la-vida, la muerte es pura contingencia.
Un film destinado mayoritariamente a, en el mejor de los casos, lectores de Coelho, tratará de esquinar todo lo problemático de la vida, el oficio de zapa del tiempo o la rebelión del organismo contra sí mismo, y sólo una conjura preternatural puede amenazarla, así que tranquilos chavales, que eso sólo pasa en las películas. Toma caño a Heidegger, gambeta a pesimistas, doble recorte a nihilistas y gol por toda la escuadra del equipo de la vida.
Así, la audiencia que se tiene por inmortal, se ve agredida en su núcleo con el efecto positivo de conjurar la amenaza, exorcizar el miedo y tranquilizar aún más su anestesiado ánimo. Quizá sea esta la función de la franquicia, vencer el miedo a la muerte, igual que otras satisfacen otros atavismos.
La intrascendente serie de Saw sirvió para poner en evidencia al inquisidor que el público palomitero lleva dentro. Por lo general, los jóvenes y no tan jóvenes usuarios de smartphones, clientes de McDonalds y adictos al FIFA, suelen carecer de los más elementales principios éticos, entendiendo como tal a una reflexión individual sobre los valores, sin embargo, su juicio es unánime a la hora de reclamar el ojo por ojo, el aborrecimiento del crimen pero más aún del criminal, el gozo ante el castigo que siempre merece el otro, naturalmente, que somos lerdos, pero no tanto.
Los atavismos de una moral despiadada gestada en los albores de la cultura se manifiestan con una claridad meridiana entre los elementos más primitivos del público, los mercaderes lo saben, y a ellos les ofrecen sus jirones de carroña mojados en sangre fresca.
Pero en Saw la muerte no es arbitraria, la muerte escoge a su presa y su criterio de selección son los valores judeo-cristianos. En Saw la muerte es pretendidamente un castigo para aquel cuya voluntad de vivir languidece, pero es eso, una presunción de evocar a Nietzsche para apuñalarlo luego por la espalda. En realidad, cada cinta es un monótono Auto de Fe oficiado por catequistas que sermonean a la parroquia con Nicottero y sin guión.
Frente al gozo comunitario que satisface una moral sádica, estaría el gozo perverso individual ante los aldabonazos de la muerte, por ejemplo, en Piraña 3-D, filme en el que tras ofrecernos un desconcertante y repelente video-clip made MTV, da paso a un espectáculo violento de una saña proporcional a la exacerbada celebración de la carne joven que se propone en su primer tramo. El filme de Ajá es una agresión en toda regla a la ética y estética juvenil, hace jirones el hedonismo feroz al que invita y muestra sin clemencia y regocijo el tejido de miedo y tendones que subyace a escasos milímetros del lustre epidérmico.
Por momentos, el francés enloquecido ante su propia lujuria de sangre parece querer decid a la chavalada desde su púlpito alto: ¿veis de que están hecho esos hermosos glúteos, veis que se embosca tras ese par de suculentos pechos, veis cómo todo el vómito y la mierda que lleváis dentro aflora en cuanto os bajan la música? Nueva versión del Vanitas Vanitatis.

(iv)

Vayamos ahora con un apunte formal.
Cinco filmes que ensayan mínimas variaciones en torno a un mismo argumento y manufacturado con escasa inspiración por artesanos sin oficio, parecería que poco pueden ofrecer más allá de un interés sociológico, pero nada más lejos, precisamente porque en su desarrollo ilustran algunos de los principios de Hitchcock, mostrar con la imagen una realidad no denotada por la palabra. Así, en cada pieza, asistimos a una auténtica rebelión de objetos cotidianos que laboran en pos del fin de la víctima ocasional y que hacen que veamos cada rincón de nuestro hogar como una amenaza mortal.
A través de precisos insertos se nos muestra la labor de una mano invisible que derrama agua, abre la llave del gas, desprende cables pelados, desenrosca tornillos, atasca puertas, lubrica suelos y dispone filos con total desconocimiento del incauto personaje preocupado en otros menesteres mientras el cerco se estrecha más y más hasta el fatídico momento del “accidente”, que en ocasiones se demora todo lo posible más que para mantener el suspense, frustrar perversamente el disfrute.
Algunas de estas celadas son francamente ingeniosas, auténticas obras maestras donde brilla una mala leche poco usual, como aquella en la que el airbag al abrirse clavaba la nuca de la protagonista contra el filo de metal incrustado en el reposa cabeza de su asiento…




jueves, 5 de julio de 2012

Cuaderno de bitácora del Varna: SESSION 9








Las premisas no son nuevas.

Un grupo de hombres aislados. Relaciones tensas, cuentas pendientes, recelos y pérdida progresiva de la confianza.
El escenario tampoco lo es.

Un edificio imponente que cuando estaba habitado era un centro de internamiento psiquiátrico, construido en el siglo XIX, cerrado por falta de fondos públicos y que otro escándalo relacionado con la puesta en práctica de una novedosa terapia.
Como todo espacio que ha albergado locura y dolor, está lleno de malos recuerdos.



Y una semana por delante para eliminar residuos tóxicos de los materiales en descomposición. Los primeros enemigos del grupo serán el asbesto y el reloj (una semana para hacer un trabajo que demanda el doble de tiempo); el segundo, más poderoso, serán ellos mismos. Habrá un tercero.


Y Mary.

De forma nada casual, Mike (Stephen Devedon), descubre unas cintas magnetofónicas clasificadas en 9 sesiones que testimonian la siniestra historia de Mary Hobbes.
Todo lugar tiene un pasado, y el pasado del edificio Kikbride se cifra en Mary. 22 años después de que asesinara a su familia, es sometida a una terapia regresiva. Durante el estado hipnótico se van manifestando diversas personalidades. La princesa, reducto incólume de la inocencia de Mary, y Billy, personalidad protectora. Hay una tercera a la que ambos aluden con sensible temor, Simon.
De forma paralela al aumento de la tensión entre Philp (David Caruso), Hank (Josh Lucas) y Gordon (Paul Guilfoyle), Mike va escuchando las distintas cintas con creciente expectación a medida que se acerca el momento de la aparición de Simon.








Y algo le pasa a Gordon.

Una imagen se repite, una de los dos iconos del film. Gordon sentado en el coche, detenido ante su casa. Mirando a través del cristal y la lluvia con una tristeza sostenida, una congoja, un temor que le abruma el ceño. Parece que no se resuelva a entrar en su hogar, esa familia anhelada por la pareja tanto tiempo y que se está convirtiendo en un pesado fardo. Y al fin sale a la inclemencia de la tarde-noche. El espectador sólo alcanza a ver, desde la puerta exterior, la cocina y a Wendy atareada. Escuchamos la entrada de Gordon. Lleva un ramo barato de flores. Hay que celebrar que le han dado el trabajo. Gordon la aborda, suponemos por el diálogo, de forma lasciva, ella rehusa con vehemencia por no tratarse del momento adecuado y, por accidente, le vierte la olla sobre la pierna. Gordon grita, y su grito de dolor se enreda con el de Wendy y el llanto de Emma en un cortinaje sonoro que hace presagiar lo peor.






Más tarde, Gordon refiere el incidente a Philp, sólo abofeteó a Wendy, desde entonces duerme en un motel. Pero el espectador sabe que duerme en su furgoneta...
En ocasiones Gordon parece no ser dueño de sus actos o no tener una completa percepción de la realidad. Esta actitud errática siembra una inquietud en la audiencia a medida en que los paralelismos con Mary se van acentuando y los presagios se materializan.

El guión, escrito a dos manos por Anderson y Devedon, dosifica la información con maestría, permitiendo a la audiencia apenas anticiparse. Al final, Gordon colgará las fotos del bautizo de Emma en las paredes del cuarto de Mary, mientras trata de hablar con Wendy por un móvil destrozado. El círculo se cierra. Gordon asume que en adelante, la habitación-celda será su hogar.

DOC: -¿Dónde vive la princesa?
BILLY: -En la lengua.
DOC: -¿Dónde vives tú?
BILLY: -En los ojos, porque lo veo todo.
DOC: -¿Y dónde vive Simon?

Y la sesión 9ª. Y Simon.


El conflicto entre los hombres llega a su punto álgido a raíz de la desaparición de Hank y las suspicacias de Gordon hacia Philp (Hank le birló la chica y aquél no le tiene demasiada simpatía). Pero alguien ha visto a Hank en el edificio, y mientras se afanan en buscarlo, Mike encuentra el momento propicio para acabar con la última cinta, en la que aparece Simon.
Simon no es una personalidad más de Mary, un delirio con el que enmascarar la realidad. Simon es una entidad malévola que se alimenta de negatividad, del odio o el miedo.

DOC: -¿Dónde vive Simon?
SIMON: -Entre los heridos y los débiles, Doc...

Palabras con las que concluye Anderson el film, con el fondo de un plano aéreo del amaenazdor edificio, como un gran murciélago con las alas desplegadas.

Anderson adopta un estilo elusivo, de los crímenes de Gordon sólo vemos sus consecuencias, los cadáveres, nunca su ejecución, propuesta coherente con el hecho de que el propio Gordon no es plenamente consciente de sus actos. Del mismo modo, no se visualizan las sesiones de Mary con el psiquiatra, tan sólo vemos dos fotos del personaje que resultan francamente inquietantes, tanto como lo son las voces.
La ausencia de espectáculo es suplida con un notable talento para lograr imágenes que van cargándose de connotaciones a lo largo del film y cautivan al espectador por su fuerza evocadora, y revela la existencia de un cineasta de raza que sabe dar forma a ideas, evitando caer en una excesiva abstracción.
Destaca el plano con el que arranca el film y que se repetirá, de forma elocuente, 9 veces, se trata de un pasillo herrumbroso y escasamente iluminado, con una silla de ruedas. El pasillo conduce a la habitación de Mary y supondrá el final del trayecto para Gordon. Del maridaje entre el espacio vacío, siniestro, y un objeto que testimonia la enfermedad, vestigio de un pasado, presencia que connota una ausencia, resultan complejas asociaciones de sentido.





Cuando el pasado año se cantaban las excelencias de un film, estimable pero mediocre, como Insidious (Ídem, 2011; James Wan) uno no podía dejar de lamentar el relativo olvido en que ha caído una obra mayor como Session 9 . Puede porque sea demasiado sutil para un género al que las estridencias son tan caras, puede que para una audiencia siempre con prisas y hambre de espectáculo, resulte lento, demasiado abstracto en su conclusión.
Puede, pero Anderson, como Laugier o Zombie, ejemplifica un cine de autor que no traiciona las premisas del género, que concilia sus inquietudes con la convención. Sin escora al melodrama (Shyamalan) ni  sacrificio en el altar del logos, dejando la ambigüedad como una cagadita insolente y pagada de sí.
Pero de eso ya hablamos en fechas recientes.
Sólo queda lamentar que Anderson no se prodigue más.