( i )
Acabo de leer una reseña
tardía de The Cabin in the
Woods a
manos
de
alguien
que
comienza
su
texto
confesando
una
abierta
desafección
por
el
género
y
que
sigue
reprimiendo
apenas
una
evidente
alegría
por
lo
que
considera
es
la
carta
de
defunción
del
mismo.
Se
acabó
lo
que
se
daba.
El
film
de
Goddard
es
tan
certero
desmontando
la
tópica
del
slasher, tan
demoledor
arrumbando
su
mecanismo
pueril,
tan
preciso
mostrando
sus
vergüenzas
que
será
imposible
en
adelante
que
el
respetable
pueda
digerir
artefactos
semejantes
con
la
ingenuidad
con
que,
al
parecer,
lo
hacía
hasta
la
llegada
de
este
film
mesiánico.
Aleluya.
Bien,
lo
dicho,
un
tipo
al
que
no
le
interesa
el
género.
Sólo
alguien
así
puede
decir
semejante
sarta
de
insensateces,
jugar
a
creérselas
y
hacerlas
públicas
con
escaso
pudor.
(
ii
)
Ya
en
estas
misma
páginas
escribí
que
soy
de
esos
que
se
toman
el
género
muy
en
serio.
Me
disgustan
a
partes
iguales
esas
propuestas
autorales
que
tratan
de
“sublimar”
las
premisas
genéricas,
como
si
les
hiciera
falta
el
favor,
y
estos otros jugueteos
metalingüísticos
en los que la
ironía
reviste un carácter meramente lúdico.
Entiendo
que
a
los
pocos
interesados
en
el
cine
de
terror,
son
estas
obras
precisamente
las
que
les
interesan.
Las
primeras
porque
vienen
con
visado,
las
segundas,
porque
toda
aparente
reflexión
se
antoja
inteligente,
permite
emplear
palabras
de
cuatro
sílabas
con
prefijos
griegos
y
citar
a
Lyotard.
Por
todo
esto,
parece
normal
mi
relativa
indiferencia
ante
The
Cabin
in
the
Woods,
no
acabo
de
ver
en
qué
sentido
constituye
un
punto
de
inflexión
en
el
género
ni
dónde
radica
su
presunta
novedad.
Vale
que
Scream
sorprendiera
a
los
menos
avisados
en
su
momento,
pero
desde
los
tiempos
del
film
de
Craven
y
gracias
a
él,
el
género
asimiló
la conveniencia de explicitar sus
recursos
narrativos
y
lugares
comunes
con
un
desparpajo
que
lejos
de
arruinarlo
lo
ha
nutrido
y
vivificado,
dispensando
la
ocasión
de
jugar
con
las
expectativas
de
la
audiencia
más
resabiada,
a
veces
incluso con
notable
éxito.
Ahí
está
la
soberbia
Severance
de
Christopher
Smith,
me
temo
que
no
muy
popular,
una
pieza
de
muchos
quilates
que
ofrece
jugosas
lecturas,
donde
hay
ironía,
sátira,
y
nunca
olvida
lo
que
quiere
ser.
No
sacrifica
la
atmósfera
ni
prostituye
el
clímax
a
la
sacrosanta
madurez
del
respetable,
es
una
obra
redonda,
terriblemente
divertida
y
tensa
como
la
primera
cena
con
los
suegros.
No
es
lo
mismo
tratar
al
público
de
idiota
que
procurarle
inquietud,
frustrar sus previsiones.
Lo
segundo
es
compatible
con
un
tratamiento
maduro del
género.
Es cierto que para orquestar un suspense eficaz, se requiere un
talento poco habitual, quizá ahí resida el deslizamiento de algunas
de las piezas más célebres de los últimos tiempos a la perspectiva
del victimario, del miedo por la víctima inadvertida del peligro se
bascula al goce sádico del verdugo.
Parece
ser
que
el
autor
innominado
(¿debería
nombrarlo?)
de
la
susodicha
reseña
no
se
ha
visto
el
díptico
de
Halloween
perpetrado
magistralmente
por
Rob
Zombie.
He
aquí
la
refutación
de
la
mayor.
Zombie
parte
del
apego al
clásico,
pero
mira
tú
que
en
vez
de
darle
por
desmontar el mito y buscar la complicidad de una audiencia curada de
espanto, eleva
esas
mismas
premisas
tan manoseadas a
la
enésima
potencia,
con
una
fe
en
sus
recursos
rayana
en
el
fanatismo.
El remake de
Halloween y
su secuela, se sitúan en en hemisferio opuesto de Craven o Goddard.
Su fuerza radica en lo “ingenuo” de la actitud de Zombie, su
deliberado anacronismo, la ausencia de ironía. Zombie no apela ni a
la inteligencia ni al estómago. Apuñala el corazón, es emoción
pura. Conmoción. Jamás antes en la historia del género, y me
remonto a Psicosis,
un
asesinato nos había dolido tanto, nos había metido de igual modo en
la piel de la víctima, nos había hecho sentir su rabia, su
impotencia, su dolor, como el segundo y último ataque de Michael a
Annie.
Zombie cree en la fórmula, y nos
hace volver creer a los que la amamos, y gracias a su fe, le amamos a
él, es nuestro patrón y estandarte. Sólo
así
se
entiende
que
haya logrado
una
dura,
seca,
primaria
como
un
Fuller,
impactante,
subyugante,
brutal
obra
maestra
que nos acompañará al asilo. Solo así se entiende que los caballos
blancos hayan dejado de ser simplemente caballos blancos.
Las
películas
de
Zombie
conviven
y
sobreviven
a
la
de
Goddard.
He
aquí
la
grandeza
de
este
género
tan pueril
y estúpido para algunos,
he
aquí
la
razón
por
la
que
es,
junto
al
porno,
la fórmula que goza
de
mejor
salud,
y
al
que
presumo
una
larga
vida.
No
amigo
mío,
nadie
acabará
con
este
bendito
género,
ni
Goddard,
ni
la
era
digital,
ni
James
Wan,
ni
el
3-D,
ni
artistas
como
tú.
A
los
monstruos
de
la
Universal
los riduculizaron Abbott y Costello,
y luego la
Hammer,
con Fisher a la cabeza, nos los trajo de vuelta más hermosos y
malditos que nunca,
por las mismas fechas que Hitchcock
desbrozaba
con
Psicosis
y
Los
pájaros
el
camino
que
seguirían
los
dos
ramales
más
fructíferos
de
cine
de
terror
de la
últimas
décadas,
el
serial-killer
a
partir
de
Argento
y
Carpenter,
y
La
noche
de
los
muertos
vivientes,
respectivamente.
Ahora
estamos
desempolvando
los
clásicos
de
los
setenta
y
ochenta
con
bastante
fortuna
al
tiempo
que
Drew
Goddard
nos
ofrece
un
delicioso
divertimento
nada
subversivo,
vagamente
original
y
que,
como
le
ocurrió
a
Scream,
que
lejos
de
poner
un
punto
y
final
acabó
insuflando
nueva
vida
al
slasher,
no
me
extrañaría
que
impulsara alguna propuesta
sobre
el
filón
sin
explotar
de
las
terribles
divinidades
precolombinas.
Lo que no estaría nada mal.
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