Logró algo más que
apelar a la nostalgia de una generación que se deja vivir bajo el
peso de los treinta y la cuerda floja de contratos temporales,
paternidades prematuras y relaciones que son todo menos
sentimentales.
Logró algo más que
cerrar el círculo de dos de los mitos contemporáneos más
relevantes salidos de la cultura popular, la única forma de cultura
capaz de producir verdaderos anclajes de sentido colectivo en este
fluido viscoso que llamamos realidad y a despecho de Vargas-Llosa y
esa cruzada suya por la gran cultura.
Y lo logró con éxito.
Dos veces.
(sí, niños y niñas, lo
habéis adivinado, estoy hablando de Sylvester Stallone.)
De repente, se levanta
una mañana con el peso de un mal sueño en los párpados y la boca
seca tensada por un rictus. Imagina qué sería de Balboa en la
orilla de los sesenta mientras le reprocha a la luz del día que sea
tan dura con él. Parece que no lo ve muy resignado a asumir el papel
que la sociedad le adjudica a un anciano, esquinado contra sus
recuerdos y relatando anécdotas a los clientes de un Planet
Hollywood apócrifo
con las paredes acribilladas
a
fotos
de
los
buenos
tiempos, la añoranza
en el ceño y el corazón atragantado de senectud. El Stallion
lleva mal lo de caballo viejo.
Y al final uno es lo que
hace, siempre que siga haciéndolo.
Stallone escribe, dirige
e interpreta sin brillo pero con la solidez que confiere el oficio y
la pasión que presta el entusiasmo. Si fuera pluma escribiría, si
fuera espada, mataría, pero soy boxeador, se dice, y un un boxeador
boxea.
Eso es Rocky
Balboa (2006),
el
intento
de
Stallone
de
hacerse
sitio
metiendo
codos
en
la
industria
del
nuevo
milenio,
reinventando
el
mito
sin
faltar
a
sus
valores,
sin
complejo
ni
disculpas,
defendiendo
sus
razones
con
vehemencia
y
honestidad. El mito es
anacrónico porque es intempestivo, ahí radica su fuerza.
Al
final
de
sí
mismo,
un Rocky
ya
sin
estatua ni Adrian,
sólo
ve
el
cuadrilátero
y
a
un
hombre
tratando
de
noquear
la
sombra
del
contrincante
que
más
duro
golpea,
el
hijoputa
del
tiempo,
única
enfermedad
de
la
que
uno
no
espera
curarse,
no importa lo fuerte
que puedas golpear, sino
lo fuerte que te
golpean y lo que
tú puedas aguantar. Rocky
asume
una
verdad
simple
y
dolorosa,
la
vida
sólo
te
quita,
y
si
te
da,
es
para
quitarte
luego
y
que
se
te
quede
la
cara
de
tonto
hablando
ante
el
granito
de
una
lápida.
Hablando
con el joven que uno fue, único
interlocutor
posible
para
un
viejo.
Pero
hay
que
seguir
aguantando,
después
de
todo,
esa
fue
su
mayor
virtud
pugilística,
saber
encajar,
cansar
al
contrario
parando
sus
golpes
con
la
cara
y
las
costillas,
así
lo
hizo
con
Apollo,
Crubber
Lang
, Ivan Drago,
y
así
lo
hará
con
su
nuevo
rival,
confiado
a
su
pegada
y
a
despecho
de
la
artritis
y
calcificaciones
varias.
Rocky Balboa
es
ante todo un
fin
de
fiesta
y
un
homenaje.
La
victoria
es
simbólica,
es
el
triunfo
del
espíritu
(no
diré
la
voluntad,
por
eso
de
las
connotaciones)
que
se
produce
sobre
una
lona
íntima,
alejada
de
los
flashes
y
los
focos,
una
lona
íntima
a
la
que
no
llegan
la
sangre
ni
el
sudor,
una
lona
íntima
que
bien
mirado,
es
misma
la
lona
íntima
sobre
la
que
siempre
a
bailado.
Stallone
tiene
un
olfato privilegiado para elegir los paisajes de la batalla de su
héroe: el miedo. Contra el miedo tuvo que encararse aquel boxeador
humilde y entrado en años de Filadelfia cuando se le puso en las
narices el sueño americano.
Contra
el miedo tuvo que encararse apenas tres años más tarde el púgil
estragado de victorias cuando su encontró a su alter ego
furioso reclamándole la oportunidad que a él se le brindó.
Entonces Rocky experimentará por vez primera la pérdida y el dolor
que anudarán la serpiente de un miedo diferente y terrible, no un
miedo a no ganar, un miedo a quedarse sin nada. Rocky tendrá que
cortar el nudo gordiano, vencer la serpiente que se aloja en su pecho
para vencer en el cuadrilátero a Crubber Lang. Y lo hace.
Ahora,
en la última entrega de la serie, Rocky/Stallone sólo reclama la
oportunidad de dignificarse haciendo lo único que ha sabido hacer
bien. Ya no están en juego títulos mundiales ni grandes bolsas,
ahora, está en juego la dignidad personal, la felicidad y eso de
sentirse a gusto con uno mismo.
El
guión no falta a su cita con los discursos grandilocuentes ni la
típica secuencia de entrenamiento animada por Bill Conti, que bien
mirado, son la quintaesencia de la serie, no hay más que ver como
unos y otras abundan por You Tube.
El
éxito del film le llevó a poner el punto final a su otro héroe,
este mucho más sombrío y brutal, John Rambo (2007),
con mucho, su mejor película, antes de pasar al amable revisionismo
autoparódico de Los mercenarios (2009, 2011), cuando
su carrera parece definitivamente lanzada de nuevo.
Creo
que fue Kafka el que dijo, cuando un tipo que casca nueces consigue
despertar el interés de una multitud, es porque hace algo más que
cascar nueces. Saquen ustedes sus conclusiones.
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