Habían pasado ya los
nacionales
Habían rapado a señá
Cibeles
Hubo una vez una España
apenas entrevista en la niebla, una España que no podía más que
ser susurrada, tan quebradiza era su figura y tan grande el miedo a
perderla, una España vergonzante de soñarse a sí misma, la España
que empezaron a ver, sentir, tocar Castelar Y Giner de los Ríos,
Costa, Unamuno, Machado y Ortega, Pérez de Ayala, Azaña. La España
laica y culta, la del Instituto de Libre Enseñanza, el Ateneo y la
Residencia de Estudiantes, la España del 98 y el 27, la España del
IRA y la educación obligatoria y gratuita, la España del Sufragio
Universal y La Barraca, que empezaba al fin a vertebrarse.
Pero hete aquí que esa
otra España que, en palabras de Machado, habría de helarnos el
corazón, seguía con sus pistolas cargadas de las únicas razones a
su alcance, razones altamente convincentes que vaya si nos helaron
el corazón. Y lo tuvieron cuarenta años en un puño.
Cuando esa otra España
había cumplido ese destino universal para el que la Providencia la
había escogido, sólo quedaban besanas empapadas en sangre y
tubérculos podridos. De su reconstrucción espiritual salió el Real
Madrid, el La la la, Sara Montiel y Alfredo Landa. La España de
charanga y pandereta, cerrado y sacristía.
La primera, con su
glamour de andar por casa, la mujer que imaginaban los maridos el
sábado noche cuando los niños dormían después del Un, dos, tres.
Landa era el españolito al que los costurones del hambre empezaban a
sanarle. Landa era el españolito que se asomaba a otro mundo con el
susto aún en los ojos pero la barriguita llena y los genitales
cargados. Landa era una pieza de ingeniería del Nacionalcatolicismo,
su gran logro tecnológico, resignado y agradecido por lo que le
dejaban tener, el españolito pancista, desmovilizado políticamente
y un cadáver cultural, el españolito del Mi-carro-me-lo-robaron y
la bota de vino. El padre de los españoles de la Transición,
Pajares y Esteso, su única herencia posible. Ahora que el estómago
había dejado de ser un problema y la censura, pasado a mejor vida,
más centrados en procurarse un desahogo venéreo.
Todavía en los noventa,
Landa resucita al personaje que hizo su gloria en Lleno, por
favor, una malhumorada y anacrónica re edición de los valores
de antaño que apelaban a la nostalgia de muchos desencantados de la
democracia que miraban hacia atrás con un suspiro en los labios
mientras asentían satisfechos ante aquel mantra vergonzoso: “Yo
sólo creo en Dios, Franco Y Don Santiago Bernabeu”
Ahora que Alfredo Landa
ha muerto y que las televisiones programan sus clásicos y muchos
llaman al reconocimiento del Landismo como algo nuestro que debemos,
al parecer, prestigiar, por eso, porque es nuestro, y aunque no sigo
semejante argumento, pues también son nuestros los excrementos y no
por eso los veneramos, uno no puede dejar de decir o escribir esta
doble afirmación que no verdad, los dioses me libren: Alfredo Landa
era un actor magnífico y el Landismo una ignominia estética y moral
que debemos analizar con fines sociológicos para lograr impedir que
algún día llegue a repetirse.
El Landismo es la
pesadilla de Giner de los Ríos y Ortega, el Landismo es la
consecuencia de la masacre, el hambre y el analfabetismo. No puede,
no debe haber nostalgia de esa España.
Pero Alfredo Landa, y a
despecho del Landismo, era un magnífico actor.
Garci lo supo ver antes y
mejor que ningún otro. Garci, hijo del Landismo, se revuelve contra
su legado y se niega a ser Pedro Masó, la res a la que han soltado
el cabo y se entrega al ciego cumplimiento de la pulsión. Garci
busca bajo los escombros a supervivientes de la otra España,
salvando a Landa consagra el espíritu de la Transición, una
reconciliación sin condiciones, sin mirar atrás con ira, una
amnesia necesaria a corto plazo que no perdona pero olvida.
De manera, que si
queremos rendir homenaje a este pedazo de actor, hagámoslo
debidamente con El puente, Las verdes praderas,
El Crack II, Los santos inocentes,
El bosque animado.
Cómo
veis, hay donde escoger.
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