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jueves, 28 de marzo de 2013

MAGNOLIA


En mi secuencia favorita de Doce monos, la pareja protagonista se refugia en un cine, con tan buena fortuna, díganme si no, que pasan un ciclo de Hitchcock. Ante la visión de Vértigo, en concreto, la secuencia de las secuoyas, el personaje que interpretaba Madeleine Stowe esboza una jugosa reflexión de tintes hermeneúticos sobre la relación del espectador con la película. A cada nuevo visionado se nos antoja distinta, parece que algo pueda cambiar, pero los únicos que podemos cambiar somos nosotros. Es claro que las imágenes son inmutables más allá del deterioro de su comercio con el tiempo, minimizado por la cosmética digital, pero para nosotros, cada nuevo visionado se produce desde unos prejuicios modificados y recortado contra un nuevo horizonte de expectativas. Cada acto de recepción es único y dispensa las condiciones propicias para que se considere la obra en cuestión como un texto único, diverso del que encontraremos en futuros regresos. Pero los que seremos otros cuando eso ocurra, naturalmente, seremos nosotros.
Por eso me gusta decir que hay películas que nos esperan después de una primera cita fallida, quizá porque las vimos en mala hora, quizá porque no se daban las condiciones apropiadas, quizá, el caso que un futuro reencuentro a veces corrige una impresión original. No muchas veces, he de decir, pero pasa.

Me pasó ayer mismo con Magnolia.






En los noventas abundaron eso que se dio en llamar “película coral” a partir del regreso de Robert Altman a la primera línea comercial con títulos como El juego de Hollywood, Short Cuts o Pret-a-porter, y supongo que este hecho me predispuso a ver el film de Thomas Anderson como una obra epigonal con poco o nada que aportar más que histrionismo y dejarnos nostálgicos de Altman. Donde uno era sereno y clásico, el otro tiraba de dolly y pasaba de tuerca a su reparto. Desde una amargura tamizada por la ironía nos precipitamos en las simas de una desesperación desesperante y tremendista que nos preparaba para lo que se nos venía encima con González-Iñárritu. He de admitir que ese clímax eterno que ocupa buena parte del desarrollo de la película, me la hizo tediosa y hasta insufrible. He de confesar que la tormenta de batracios me pareció una pobre intentona de epatar, sin gracia ni ingenio, sin sentido ni motivación dramática.
Pero el tiempo pasó, nos volvimos más flexibles, atrás quedaron las lecciones de Garci y el Fiscal General del Estado, Marías y Lamet, Juan Cobos y el maestro Sarrión, sobre el lenguaje clásico y los modos narrativos admisibles que encorsetaban en exceso mis expectativas y me hacían arrastrar una persistente melancolía cada vez que abandonaba la sala, decepcionado por la manía de estos jóvenes de no encuadrar como Wyler, la manía de estos chicos de no ser Hawks, ni Borzage, McCarey o Shirk.

Pero el tiempo pasó y Magnolia tuvo la deferencia de perdonar a este apostata tardío del clasicismo, quizá porque precisamente de eso trata el film de Thomas Anderson, del perdón. Lo jodidamente difícil que es perdonar y perdonarse.
En lo meramente cinematográfico y a pesar de que tanto el prólogo como el extraño fenómeno meteorológico del desenlace, me parecen ocurrencias que no restan pero tampoco aportan demasiado, el guión es un admirable mecanismo de relojería donde las líneas paralelas, desmintiendo a Euclides, confluyen por las profundas similitudes que guardan las vidas de ese pedazo de humanidad que se nos presenta. Temas y motivos van solapándose hasta conformar un clímax dramático de singular intensidad emocional que os estruja el pecho y uno acaba por necesitar decirle a la que tiene al lado sin miedo a que le vea las lágrimas: Coño, esto, esto es verdad. Y a uno le dan ganas de asomarse a la ventana y gritarle a la multitud que se encamina o vuelve de la procesión, esto,esto es verdad.
Esto es verdad, Paul, el pasado no acaba de acabar con uno. Y los padres son unos cabrones. Y lo peor es que los hijos acaban siendo padres, y siendo igual de cabrones. Y que al final sólo hay enfermedad y muerte. Y sólo al final nos damos cuenta de lo cabrones que hemos sido. Y sólo al final necesitamos que se nos perdone. Y que la vida es una puta mierda, pero que a veces somos capaces de perdonarnos por lo cabrones que somos, a veces incluso somos capaces de perdonar a los demás y de que ellos nos perdonen, y entonces, sólo entonces, como en el último y radiante plano del film, cuando al fin sonríe Claudia, la vida puede también sonreirnos.
Vaya tela.    

jueves, 2 de agosto de 2012

¡La lista de Sight&Sound con las 50 mejores películas de todos los tiempos!







Ya tenemos a la madre de todas las listas aquí, la confeccionada por Sight&Soud cada década desde 1952, y llega con sorpresa. Por fin Vértigo se alza con el oro destronando a Ciudadano Kane, cuyo reinado indiscutido se antojaba ya obra de la inercia, la rutina, un prestigio bien merecido pero que responde en buena medida a sus aportaciones formales, no de más relevantes que las de Intolerancia de Griffith, el gran ausente de la lista.

Y Vértigo.

Los criterios que podemos barajar para elegir un film concreto como el mejor, pueden ser varios. Uno, apunta a la importancia histórica, la influencia ejercida en su tiempo, aportaciones varias al desarrollo del lenguaje cinematográfico o innovaciones en materia narrativa, etc.
Este ha sido, en mi opinión el criterio que ha encumbrado a Kane durante medio siglo (creo recordar que en la lista de 1952 la pole fue para El acorazado Potenkim que ahora parte del undécimo puesto).
Si bien, el debut de Welles es soberbio, no me parece superior a El cuarto mandamiento o Sed de mal. La ausencia de Griffith, muestra hasta qué punto pasado el tiempo suficiente, ese mérito, cae en el olvido.
Puede que la presencia destacada de Al final de la escapada, responda al mismo rasero.
Otro criterio más volátil pero sólido, sería la vigencia de un film más allá de un momento histórico, cuando su magisterio, temas y estilemas, comparecen de forma velada, se solapan, dialogan con nuevos materiales en una urdimbre intertextual fecunda.
Son obras que no abruman con un prestigio inmediato ni ejercen una autoridad indiscutida que invita a la cita directa, el homenaje, la reverencia. No. Son obras que capturan la mirada de generaciones, que excitan su imaginación y presiden motivos visuales, argumentales.
Obras de continuo leídas en sincronía, no como arqueología.
Decepciona ver a Centauros del desierto en un discreto séptimo puesto. Si nos damos una vuelta por el cine americano de los setenta, veremos continuas versiones y variaciones del film de Ford, en Taxi Driver, El viento y el león, Yakuza, El cazador, Apocalipsys Now, Encuentros en la tercera fase o Hardcore. La pérdida y la búsqueda, la obsesión, la soledad, la violencia.

Pero Vértigo.

En El cine según Hitchcock, Truffautt no muestra excesivo interés por el film. Tampoco el viejo maestro, dolido por su discreta recaudación, parece tener conciencia del alcance de su obra. Y es que hay textos intempestivos a los que sólo el tiempo puede hacer justicia. La primera vez que lo visioné, no tendría más de 8 años y me resultó tedioso. Entonces mis películas favoritas de Hitchcock eran La ventana indiscreta y Cortina rasgada. A los 11 años volví a revisarlo, y ya me fascinó, aunque me seguía resultando hermético, frío, distante.
Adoraba Los pájaros y Con la muerte en los talones.
Periódicamente volví a él, suplicante, esperando que me revelara el tesoro que presentía pero me era negado. Luego llegarían Encadenados, Marnie y Topaz.
Psicosis siempre me pareció un prodigioso mecanismo de relojería. Por lo mismo, mecánico, sin vida.
Y al fin, entrados en la veintena, supongo que cuando ya habíamos aprendido a perder, llegó la epifanía. Sin previo aviso, una tarde (de marzo tal vez, ventosa y gris), en lo alto del campanario de la misión española, ese desgarrado Cuánto te he llorado Madeleine se me enroscó en la garganta, me hizo jirones el pecho y me desplomó en lágrimas.
Como dice Trías en su imprescindible ensayo, es una obra de arte total. No la siento superior a Centauros o a Ordet, juegan las tres en la misma liga. Cosa de días, supongo.
Aunque una lista no sea más que pura anécdota, desayunar con la imagen de Madelaine, ha sido una gran alegría.
Uno, que es de alegrías fáciles.

El Top Ten.

Agrada el tercer puesto de Cuentos de Tokio, Ozu ha sido el autor nipón que más se ha revalorizado en los últimos tiempos y con toda justicia, lo contrario que Mizoguchi, que cae dolorosamente al penúltimo puesto con Los cuentos de la luna pálida de agosto.
La regla del juego, una clásica del top-ten no pierde comba, como tampoco Amanecer. 2001 se encumbra a la sexta plaza, por delante de Centauros, en fin, dada mi devoción por Kubrick, la alegría embosca el cabreo de ver el film de Ford tan lejos. El hombre de la cámara, La pasión de Juana de Arco y 8 ½, cierran la lista.

¿Y las demás?

Siempre tan cicateros, nos dedicamos a buscar ausencias, y las hay.
La que más nos duele por aquí son las de Buñuel, Hawks, Huston, Nicholas Ray y el Lang americano, es más, la del baturro, sorprende, toda vez que la presencia El perro andaluz y La edad de oro en las listas del centenario, fueron moneda corriente.
¿Dónde está Avaricia?
Huston sabemos que nunca ha gozado del favor de la mayoría y el cine clásico norteamericano cotiza bastante mal estos días, como nos revela la ausencia clamorosa de Howard Hawks.
El paradigma está cambiando. Chaplin se desploma al puesto 48. El apartamento ni aparece.
Por nacionalidades, EE UU y Francia aportan 13 cintas cada una, Italia 6, Japón 5 y la URSS, 4.
Godard, sigue gozando de gran predicamento, es el cineasta mejor representado con 4 películas, incluyendo las imprescindibles Histoire(s).
Le siguen Coppola, Tarkovski y Dreyer, con tres cada uno. Sospecho que salvo el primero, los demás no son muy vistos hoy en día, pero aplaudimos su nutrida presencia.
La obra más reciente que engrosa la lista, y una gran alegría para mí, es Mulholland Drive, seguida de Desando amar y Satantango.
Añoro rabiosamente a Lars Von Trier.
Ahora que nos acercamos al aniversario de las muertes de Bergman y Antonioni y no faltamos a la revisión de algunas de sus piezas a modo de homenaje agradecido, extraña la escasa presencia del primero, solo Persona.
La aventura, que en 1962 quedó en segundo lugar, conserva un meritorio vigésimo primer puesto. Fellini y Kurosawa, otros de los gurúes del cine mundial durante los sesenta y setenta, conservan dos películas por barba.

La lista la cierra Le Jeteé, Marker murió el lunes.

Y como es inevitable, sufrido lector, no puedo dejarte sin colocarte mis cincuenta, qué le vamos a hacer:
  1. Centauros del desierto de John Ford.
  2. Vértigo de Alfred Hitchcock.
  3. El sacrificio de Andrei Tarkovski.
  4. Ordet de C. T. Dreyer.
  5. El Padrino II de F. F. Coppola.
  6. Río Bravo de Howard Hawks.
  7. Fanny y Alexander de Ingmar Bergman.
  8. Retorno al pasado de Jacques Torneau.
  9. La regla del juego de Jean Renoir.
  10. Grupo salvaje de Sam Peckinpah.
  11. El desprecio de J. L. Godard.
  12. Te querré siempre de Roberto Rossellini.
  13. La chaqueta metálica de Stanley Kubrick.
  14. El intendente Shanso de Kenji Mizoguchi.
  15. Fat City de John Huston.
  16. Los sobornados de Fritz Lang.
  17. Iván, el Terrible/La conjura de los boyardos de S. M. Einsestein.
  18. Ran de Akira Kurosawa.
  19. Johnny Guitar de Nicholas Ray.
  20. El mundo de Apu de Satyají Ray.
  21. El cuarto mandamiento de Orson Welles.
  22. Nosferatu de F. W. Murnau.
  23. Corazón salvaje de David Lynch.
  24. Melancholia de Lars Von Trier.
  25. Viridiana de Luis Buñuel.
  26. Sin perdón de Clint Eastwood.
  27. Una luz en el hampa de Sam Fuller.
  28. El último tango en París de Bernardo Bertolucci.
  29. El sabor del sake de Yasujiro Ozu.
  30. Secretos de un matrimonio de Ingmar Bergman.
  31. La puerta del cielo de Michael Cimino.
  32. Noche de estreno de John Cassavettes.
  33. Uno de los nuestros de Martin Scorsese.
  34. Los pájaros Alfred Hitchcock.
  35. Yakuza de Sidney Pollack.
  36. El resplandor de Stanley Kubrick.
  37. Tempestad sobre Washintong de Otto Premminger.
  38. Como un torrente de Vicente Minelli.
  39. El exorcista de William Friedkin.
  40. La semilla del diablo de Roman Polanski.
  41. Destino fatal de Robert Aldrich.
  42. Teniente corrupto de Abel Ferrara.
  43. El buscavidas de Robert L. Rossen.
  44. Doctor Zhivago de David Lean.
  45. Dublineses de John Huston.
  46. El año que vivimos peligrosamente de Peter Weir.
  47. Ed Wood de Tim Burton.
  48. Crash de David Cronemberg.
  49. La noche de Halloween de John Carpenter.
  50. Era sé una vez, en América de Sergio Leone.

domingo, 26 de febrero de 2012

LA PUERTA DEL CIELO.

I´ve been walking through the middle of nowhere
Trying to get to heaven before they close the door.
BOB DYLAN



Cuidado -me dijeron una noche lejana y sin remedio-, que el vodka no te haga decir lo que no dirías lejos de su magisterio.

Pero cuando la melancolía viene, viene por lo que más quieres, y hay una película que como ninguna otra me asalta en los momentos de duda, cuando el anhelo se disuelve en el agua turbia de la tarde; cuando el deseo duele más de lo acostumbrado y decir, “te quiero”, es un mal menor, siempre una mentira piadosa que funciona si el embuste es compartido (es decir, sino falta un espejo en que mirarse). 


La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980; Michael Cimino) 

Con ella murió lo que más habíamos amado, y si seguimos en la brecha apostando en cada mano, apostando por nuestra derrota, pidiendo un crédito con la muerte por aval, no es más que (como Don Quijote según Voltaire) por ejercitarnos.

Amor y cine. Mentira y deseo. O viceversa.



La puerta del cielo. Ciertamente, lo es, aunque nos quede fuera, aguardando, como aquel otro, ante las puertas de la justicia por toda una vida.

¿Qué pudo haber más hermoso que envidar con un farol al destino de dividendos que iba a ser el cine amasado por George Lucas? 

Apuesta contra la banca y perderás. Pero chico, habrá merecido la pena. O algo así debió pensar Cimino cuando, en la cresta de eso que llaman éxito, se jugó el todo por el todo en una historia definitiva, final, donde el Génesis se marida con el Apocalipsis en una apoteosis de las postrimerías. 

Y puso al gran relato, al relato fundacional, a ese relato del que la apostató la posmodernidad, a llamar a las puertas del cielo. A bailar el Danubio azul con el diablo. Y sin vender el alma.

Así Michael, no podías ganar.

Luego, lo de siempre, los dioses humillados por el desacato, enviaron la rapaz para que, por una eternidad (una ya es suficiente), clavara su pico en las entrañas de Michael. O en la memoria que de él guardamos.

Admiro rabiosamente a otros. Los hay que me fascinan, siéndome ajenos. Pero Cimino me es incómodamente íntimo; me descubre en cada fotograma. Me reconozco en todos sus personajes. Y eso ya desde Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974) Su estética y su ética son la mía. Podemos descubrir vestigios de Ford, de Lean, de Ray, de Minnelli, de Coppola. Todos tienen parte de culpa. 

Yo veo (o quiero ver) a Truffaut inspirando ciertos momentos (un silencio, un arrebato lírico, una gélida mirada de desespero)

Pero Cimino es otra cosa. Claro, -me dirás- es Cimino.

Y La puerta del cielo. Aún vendrían Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984; Sergio Leone), incluso, Sin perdón (The Unforgiven, 1992; Clint Eastwood), cierto, pero el gran relato ya caminaba en la agonía (ya escarbaba en la tierra buscando pasos, evocando una bella imagen de Miguel Ángel Asturias).

Tantas veces hemos soñamos en cada estría de la historia una vida entera que se asoma a la ventana. Un amor, un hijo quizá, otro abandono, el mismo. Una amistad madurada al socaire del ideal que acuna la edad temprana a la que justicia aún se le antoja posible; nuestra aportación a su logro, efectiva. Tantos proyectos para cambiar el mundo...Un mundo que se ofrecía como pura posibilidad (y estamos en el mejor de los mundos posibles, Cándido)



Pero el ideal declina con los años y se prostituye enredado en los intereses de clase. Queda el escepticismo a que el mundo aboca al hombre maduro; el cinismo con el que condesciende traspasado de desencanto las más de las veces conservado en alcohol. Y el ideal obliga menos de lo que parecía hacerlo sobre el andamiaje de libros de leyes y tratados de ética, cuando las citas de Locke, de Stuart-Mill, de Benthan, de Emerson o Thoreau se apretaban en la charla sobre la penúltima jarra.

Y el ideal se pierde o no importa, arrinconado contra los sueños que ya no duelen, a despecho de las mujeres que olvidamos, envasado en las bolsas bajo los ojos cada mañana.

Y la huida al oeste se antoja precisa, con el desencanto oscuro bajo el ala del sombrero, a rescatar aquellos ideales postergados; a mantener el equilibrio en la cuerda floja y sin red sobre la línea del horizonte. Comprobar si el imperativo de lo real transige con la idea: si estamos de hecho en el mejor de los mundos posibles.

Y Ella, el amor redivivo que nos evoca a aquella otra que observaba la celebración desde la ventana en una noche lejana y festiva en Harvard; aquella otra con la que deshojamos la noche junio con besos lentos y aromados. Siempre la misma, bajo otro rostro y otro nombre, sea virgen o puta (la dualidad que embosca el Evangelio): lo eterno femenino.
Y otra amistad fraguada bajo distintas reglas.
Y siempre, el desencanto. El de antes, el de después. Lo demás es soledad y silencio a la deriva sobre un mar muerto.

La tierra de las oportunidades devine en tierra removida para albergar los cuerpos de los hombres y mujeres que desde la vieja Europa buscaban una vida algo mejor. Pocas veces una batalla épica ha sido fue tan desprovista de... épica. Cimino trasmite en sus escenas de acción, una violencia, un desasosiego que impide al espectador disfrutar plácidamente del espectáculo pasado el impacto de la primera visión (como ocurre de sólito con Peckinpah, Scorsese, dePalma o Spielberg). Siempre incomoda, siempre nos hiere con la revelación de que tras el impacto, la carne sufre, se manifiesta el dolor de un semejante: El horror no debe ser protagonista; nunca un primer plano

Es sabido que la película fue destrozada en el montaje como ninguna otra lo fuera antes, desde El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942; Orson Welles), a la que extirparon el último tercio del metraje (quedó en 80 minutos magistrales, sublimes, que se citan con lo mejor jamás filmado).

Personajes fundamentales quedaron reducidos a figurantes. Relaciones cruciales, se adivinan tan sólo. La puerta del cielo es un film que intuimos apenas, exige a nuestra imaginación restañar las heridas que los criminales montadores abrieron a la historia del cine.

Pero su belleza, aunque sea un recuerdo impostado, un "te quiero" piadoso, es inmortal.

Estamos ante el último intento de redimir los crímenes de la Historia a través de un relato. La función primigenia de los cantares de gesta (más allá de la propagandística o meramente lúdica), fue la de memorando, impedir el olvido de los jóvenes caídos. ¿Qué otra cosa es La Ilíada?

Si este fuera el mejor de los mundos posibles, Pangloss, la épica hubiera estado de más (¿justifica la belleza el dolor?) y ni Homero, Dante, Shakespeare o Dostoievski habrían escrito. 
No habrían tenido de qué.

Y así volvemos a aquel reproche de la alta madrugada: Qué el vodka no te haga decir...: 

Pero decimos y diremos que La puerta del cielo es la última obra maestra del cine americano (in vino veritas)



LA PUERTA DEL CIELO.

I´ve been walking through the middle of nowhere
Trying to get to heaven before they close the door.
BOB DYLAN



Cuidado -me dijeron una noche lejana y sin remedio-, que el vodka no te haga decir lo que no dirías lejos de su magisterio.

Pero cuando la melancolía viene, viene por lo que más quieres, y hay una película que como ninguna otra me asalta en los momentos de duda, cuando el anhelo se disuelve en el agua turbia de la tarde; cuando el deseo duele más de lo acostumbrado y decir, “te quiero”, es un mal menor, siempre una mentira piadosa que funciona si el embuste es compartido (es decir, sino falta un espejo en que mirarse). 


La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980; Michael Cimino) 

Con ella murió lo que más habíamos amado, y si seguimos en la brecha apostando en cada mano, apostando por nuestra derrota, pidiendo un crédito con la muerte por aval, no es más que (como Don Quijote según Voltaire) por ejercitarnos.

Amor y cine. Mentira y deseo. O viceversa.



La puerta del cielo. Ciertamente, lo es, aunque nos quede fuera, aguardando, como aquel otro, ante las puertas de la justicia por toda una vida.

¿Qué pudo haber más hermoso que envidar con un farol al destino de dividendos que iba a ser el cine amasado por George Lucas? 

Apuesta contra la banca y perderás. Pero chico, habrá merecido la pena. O algo así debió pensar Cimino cuando, en la cresta de eso que llaman éxito, se jugó el todo por el todo en una historia definitiva, final, donde el Génesis se marida con el Apocalipsis en una apoteosis de las postrimerías. 

Y puso al gran relato, al relato fundacional, a ese relato del que la apostató la posmodernidad, a llamar a las puertas del cielo. A bailar el Danubio azul con el diablo. Y sin vender el alma.

Así Michael, no podías ganar.

Luego, lo de siempre, los dioses humillados por el desacato, enviaron la rapaz para que, por una eternidad (una ya es suficiente), clavara su pico en las entrañas de Michael. O en la memoria que de él guardamos.

Admiro rabiosamente a otros. Los hay que me fascinan, siéndome ajenos. Pero Cimino me es incómodamente íntimo; me descubre en cada fotograma. Me reconozco en todos sus personajes. Y eso ya desde Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974) Su estética y su ética son la mía. Podemos descubrir vestigios de Ford, de Lean, de Ray, de Minnelli, de Coppola. Todos tienen parte de culpa. 

Yo veo (o quiero ver) a Truffaut inspirando ciertos momentos (un silencio, un arrebato lírico, una gélida mirada de desespero)

Pero Cimino es otra cosa. Claro, -me dirás- es Cimino.

Y La puerta del cielo. Aún vendrían Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984; Sergio Leone), incluso, Sin perdón (The Unforgiven, 1992; Clint Eastwood), cierto, pero el gran relato ya caminaba en la agonía (ya escarbaba en la tierra buscando pasos, evocando una bella imagen de Miguel Ángel Asturias).

Tantas veces hemos soñamos en cada estría de la historia una vida entera que se asoma a la ventana. Un amor, un hijo quizá, otro abandono, el mismo. Una amistad madurada al socaire del ideal que acuna la edad temprana a la que justicia aún se le antoja posible; nuestra aportación a su logro, efectiva. Tantos proyectos para cambiar el mundo...Un mundo que se ofrecía como pura posibilidad (y estamos en el mejor de los mundos posibles, Cándido)



Pero el ideal declina con los años y se prostituye enredado en los intereses de clase. Queda el escepticismo a que el mundo aboca al hombre maduro; el cinismo con el que condesciende traspasado de desencanto las más de las veces conservado en alcohol. Y el ideal obliga menos de lo que parecía hacerlo sobre el andamiaje de libros de leyes y tratados de ética, cuando las citas de Locke, de Stuart-Mill, de Benthan, de Emerson o Thoreau se apretaban en la charla sobre la penúltima jarra.

Y el ideal se pierde o no importa, arrinconado contra los sueños que ya no duelen, a despecho de las mujeres que olvidamos, envasado en las bolsas bajo los ojos cada mañana.

Y la huida al oeste se antoja precisa, con el desencanto oscuro bajo el ala del sombrero, a rescatar aquellos ideales postergados; a mantener el equilibrio en la cuerda floja y sin red sobre la línea del horizonte. Comprobar si el imperativo de lo real transige con la idea: si estamos de hecho en el mejor de los mundos posibles.

Y Ella, el amor redivivo que nos evoca a aquella otra que observaba la celebración desde la ventana en una noche lejana y festiva en Harvard; aquella otra con la que deshojamos la noche junio con besos lentos y aromados. Siempre la misma, bajo otro rostro y otro nombre, sea virgen o puta (la dualidad que embosca el Evangelio): lo eterno femenino.
Y otra amistad fraguada bajo distintas reglas.
Y siempre, el desencanto. El de antes, el de después. Lo demás es soledad y silencio a la deriva sobre un mar muerto.

La tierra de las oportunidades devine en tierra removida para albergar los cuerpos de los hombres y mujeres que desde la vieja Europa buscaban una vida algo mejor. Pocas veces una batalla épica ha sido fue tan desprovista de... épica. Cimino trasmite en sus escenas de acción, una violencia, un desasosiego que impide al espectador disfrutar plácidamente del espectáculo pasado el impacto de la primera visión (como ocurre de sólito con Peckinpah, Scorsese, dePalma o Spielberg). Siempre incomoda, siempre nos hiere con la revelación de que tras el impacto, la carne sufre, se manifiesta el dolor de un semejante: El horror no debe ser protagonista; nunca un primer plano

Es sabido que la película fue destrozada en el montaje como ninguna otra lo fuera antes, desde El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942; Orson Welles), a la que extirparon el último tercio del metraje (quedó en 80 minutos magistrales, sublimes, que se citan con lo mejor jamás filmado).

Personajes fundamentales quedaron reducidos a figurantes. Relaciones cruciales, se adivinan tan sólo. La puerta del cielo es un film que intuimos apenas, exige a nuestra imaginación restañar las heridas que los criminales montadores abrieron a la historia del cine.

Pero su belleza, aunque sea un recuerdo impostado, un "te quiero" piadoso, es inmortal.

Estamos ante el último intento de redimir los crímenes de la Historia a través de un relato. La función primigenia de los cantares de gesta (más allá de la propagandística o meramente lúdica), fue la de memorando, impedir el olvido de los jóvenes caídos. ¿Qué otra cosa es La Ilíada?

Si este fuera el mejor de los mundos posibles, Pangloss, la épica hubiera estado de más (¿justifica la belleza el dolor?) y ni Homero, Dante, Shakespeare o Dostoievski habrían escrito. 
No habrían tenido de qué.

Y así volvemos a aquel reproche de la alta madrugada: Qué el vodka no te haga decir...: 

Pero decimos y diremos que La puerta del cielo es la última obra maestra del cine americano (in vino veritas)



Manhattan Sur: http://cinedivergente.com/ensayos/estudios/manhattan-sur

lunes, 20 de febrero de 2012

MONEYBALL, ROMPIENDO LAS REGLAS.



Cuando se estrenó Historia de un crimen (Infamous, 2006; Doug McGrath), todos (claro) nos aprestamos a señalar las diferencias con su precedente, Capote(Truman Capote, 2005; Bennet Miller), domiciliadas en los diferentes puntos de vista de sus respectivos autores (sino me equivoco, ambos debutantes) y el diverso tratamiento de la historia que dispensaban sendas adaptaciones.
El film de Miller era más oscuro, más descarnado, más desasosegante. La presencia pertinaz del alevoso crimen nos acompañaba como un guiñapo sanguinolento clavado en el paladar. Era incómodo, especialmente en su último tercio: la agonía de Perry (Clifton Collins Jr.) narrada casi a tiempo real, la demora inclemente del cumplimiento de su sentencia, al aguardo del improbable indulto, nunca deseado, por otra parte, y sí era acuciante que lo colgaran de una vez para poder librarnos de su presencia incómoda, y que Truman pudiera poner un punto final coherente con el título a su novela, una pertinencia que la vida podría haber corregido y arruinado.
El film ponía el acento en la vampirización que hacía Truman de la tragedia, su saco impúdico del dolor, el fingimiento de una amistad que, por más que alojara afinidades y secretos deseos, tenía un móvil claro y preciso. Pero acaso lo más destacable del film era su Perry; ambiguo y seductor, desvalido y letal, infinitamente superior al de Daniel Craig en Historia de un crimen.
El film de McGrath, era más, como el propio Capote, brillante y agridulce, fulgurante en la forma e hiriente en el fondo; mordaz y divertido. La caracterización de Toby Jones resulta menos forzada, lejos del amaneramiento exhibicionista del prestigioso Seymour-Hoffman a la caza del Oscar. Un reparto estelar aventaba la historia, lo que perdía en intensidad lo ganaba en complejidad.
La puesta en escena de Miller era austera, luterana, introspectiva, nada del decorado hacía desviar la atención de los rostros y sus paisajes anímicos. El film de McGrath, mucho más luminoso, de mayor riqueza cromática, con una dirección artística esmerada, complacido en mostrar apariencias rutilantes que emboscan el dolor pero no lo mitigan (era bello y triste su plano final. Truman le cuenta entusiasta por teléfono a Harper que ha dado comienzo a una nueva historia; la cámara nos mostrará la cuartilla en blanco).




Pero no es de lo que hemos venido a hablar hoy (me doy cuenta que le debo un texto a ambas películas)
Tras varios años desde aquel prometedor debut, a vuelto Miller con Moneyball(2011), conservando y afianzando algunas de las virtudes ya mostradas en aquel y que delatan su pasado teatral. Un sólido libreto, obra de uno de los pocos guionistas “profesionales”, de oficio, que quedan en Hollywood, Steven Zaillian y Aaron Sorkin, cristaliza en unos diálogos ágiles que llevan por sí mismos la historia. La distancia con lo narrado, sin apenas concesiones sentimentales ni euforias épicas (habituales en los dramas deportivos), sin subrayados ni demasiada pasión, manifiestan una voluntad más analítica que emocional, mostrativa siempre; expedita de juicios de valor y respetuosa con el espectador.
Una vez más, toda la historia gira en torno a su protagonista absoluto, Billy Beane, encarnado con solvencia por Brad Pitt, actor que de sólito opera como secundario de lujo teniendo por escudero a un compañero que lleva el peso dramático. Aquí, en cambio, arriesga y le sale. Sobrio, como la realización de Miller, saca justo partido a su notable expresión corporal que a menudo trasluce una violencia que la contención del rostro enmascara y se insinúa en un ademán, una mano que se cierra en puño, un mutis apresurado.
Sería justo ganador del Oscar (La última vez que me interesaron los Oscars fue en 1995. Aquella noche, cuando Forrest Gump(1994) arrebató la estatuilla a Pulp Fiction(1994) algo se me desplomó en el pecho, pero en fin, permanece la curiosidad del día siguiente) Aunque hubiera preferido una caracterización más decadente, un Billy que llevara la derrota en el desaliño y la colilla del cigarrillo, con la botella medio vacía y el desamor de su hija; un Billy que se acabara reivindicando en todos los campos, resarciéndose del desprecio con la rabia del gol de la victoria en el minuto 92. Pero Miller es demasiado gélido, cerebral, para estos arrebatos, me temo, y Pitt, demasiado reo de su condición metrosexual, nunca podría figurar con su escultórico físico, el fracaso.
¿Qué se nos cuenta en Monneyball? Lo de casi siempre en este estimable subgénero. En un mundo huérfano de épica, el deporte se convierte en un sucedáneo digno, toda vez que a la épica subyace la violencia y al deporte, sólo el dinero y quizá, algo más.
Ese “algo más” es lo que mantiene a Billy en la brecha. Cuando todos critican su método estadístico de seleccionar jugadores, él les muestra que no son los más adecuados porque así lo digan las cifras, sino por los prejuicios demasiado humanos que los han esquinado (encasillamiento en una posición del campo, un físico poco agraciado, un estilo nada elegante, etc.) y en consecuencia, lo que las cifras revelan es la nueva relación valor-precio fruto de esta valoración présbita.
Todo juego busca un fin: ganar. ¿Qué mejor que un perdedor para ilustrar esta dialéctica? David inició una prometedora carrera como profesional frustrada casi de inmediato. Esta experiencia le llevó a relativizar el valor del dinero. Ahora quiere resarcirse como Gerente General haciendo campeón a un modesto equipo y, cuando cambie las reglas con su método exitoso y los grandes llamen a su puerta, rehusará cifras de seis ceros para no revalidar su error de juventud. Ser fiel a su convicción.
Mensaje edificante emitido con solidez en un final anticlimático, lejos de euforias o triunfalismos. Tan sereno como su conclusión: sólo un temblor en la barbilla delata la emoción de Billy cuando escucha la canción que le ha grabado su hija.
¿Ingenuo? Cuando se hace algo con pasión, la ingenuidad es premisa. Cuando se tiene fe, la ingenuidad es premisa.

¿Se puede vivir sin fe ni pasión, esto es, sin ser un ingenuo?

domingo, 29 de enero de 2012

AL LÍMITE.

Moral para médicos. No le debemos perdonar nunca al cristianismo
que haya abusado de la debilidad del moribundo para violar su conciencia.
NIETZSCHE.







En El exorcista, la versión prohibida (Dominion, 2004; Paul Schrader), el Demonio ofrecía a Merrin el don de librarse de la culpa, mudar su condición de camello por la del león, la del Hombre Superior que ruge altivo a Dios y se niega a cargar con sus “negligencias” (el nazismo, en este caso).
Merrin declinaba la oferta del Maligno en la creencia de que lo que nos hace humano es precisamente ese sentimiento: la consciencia de que nuestros actos aparejan una responsabilidad se antoja consecuencia indispensable a la convicción de que actuamos libremente (aunque la presciencia divina, como observara Leibniz, invalida tal presunción), presupuesto de la salvación o la condena. Sin entrar a valorar la conveniencia de esa decisión (nos costaría un libro y más de una disputa con Nietzsche), el cine de Schrader ha planteado ese dilema de forma obsesiva desde el primer guión vendido, Taxi Driver (Ídem, 1976; Martin Scorsese).
Y cuando parecía improbable un nuevo reencuentro con Scorsese (según éste último, sus egos no cabían en la misma habitación) llegó Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), en un momento de cierta deriva creativa del autor de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990)
En este film, el viejo matrimonio mal avenido (en lo personal, no en lo artístico) se propone rehacer Taxi Driver o Posibilidad de escape (Light Sleepers, 1992) o Pickpocket (Ídem, 1959; Robert Bresson) o Crimen y castigo. Y en realidad las cuatro, y ciertamente, ninguna.
Otra cosa, para acabar hablando de lo mismo.
La crónica (la Pasión) de un fin de semana en la vida de un conductor de ambulancias que recorre las calles de Nueva York auxiliando a unos y recogiendo el cadáver de otros muchos. Insomne, medio alcohólico y agobiado por la culpa: no pudo salvar a Rose, una joven hispana, debido a su impericia. Como confiesa en un momento del film, su formación médica apenas alcanza para proporcionar una asistencia básica.
Pero es humano, demasiado humano, y no puede sustraerse a la culpa.
Frank Pierce, quizá el último personaje de Nicolas Cage que valió la pena (aunque luego estuvo espléndidamente grotesco en ese retablo churrigueresco que fue Cara a Cara (Face Off, 2001; John Woo) parodiándose o adivinándose en el espejo del porvenir), el hombre que una vez fue Sailor (¡ay!) y que ahora ni él sabrá quién es, ofrece una interpretación contenida en la desmesura, con ese aire sonámbulo de mirada ojerosa y espaldas cargadas por una cruz con sirenas. El plano de los ojos en la secuencia inicial, evoca Taxi Driver, y justifica el aire alucinado, irreal, de película de terror que se nos ofrece. Las continuas visiones, la irrupción de los muertos, el racimo de manos que emergen del asfalto. Su clamor: ellos quieren mecerse en los brazos de la Muerte, lejos de esta existencia cabrona, de la vida perra que Dios les hacía llevar. Por eso, (la paradoja es la única formulación lingüística legítima en los predios de la mística), Frank encuentra la paz cuando mata a uno de sus auxiliados, cuando comprende que la mejor manera de ayudar es no prolongando una existencia de dolor y angustia, duda y miseria.
Dios hizo el mundo y se supone (volviendo a Dominion) que su papel desde entonces es el del espectador que desde tribuna disfruta cómodamente del partido y, por tanto, su presencia testimonial tan sólo sirve para inspirar al equipo que lucha frente al Mal: Dios no está para evitar el mal, sino para ayudarnos a resistirlo.
Pero María, mediadora entre el hombre y Dios, sale a su encuentro encarnada en Patricia Arquette (anterior a su apostasía del aerobic). Una Patricia Arquette choni poligonera (a la que ahora nos hemos resignado), con ese embrujo en la mirada de virgen emputecida que nos hace soñar paisajes en la sombra.
Y Frank empezará a amar y a aceptar: Nadie te pidió que sufrieras. Eso fue idea tuya. Le dirá Rose.
Si en el cine de terror es el fantasma el que reclama atención, aquí se invierten los términos, siendo el vivo el que se empeña en no dejar descansar a los muertos. Como le dice Marcus (Ving Rhames), uno de los cireneos que le acompañan al volante, no puedes cambiar el mundo pero sí tu cabeza, tu modo de pensarlo. No puedes ayudar a los demás, pero sí puedes ayudarte a ti.
Por tanto Frank sucumbe a la seducción del Maligno, única opción sensata en un mundo que Dios fabricó jodido y no se ha molestado en reparar.
Y al final, cuando el no formulado, pero siempre presente aserto dostoievskiano en los finales de Schrader: Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti, se insinúe en una luminosa piedad, ya en la amanecida del domingo de Pascua, Frank habrá alcanzado una secreta sabiduría, una paz al llegar verdaderamente al otro, único lugar de la salvación (aunque sabemos que también del infierno). El primer paso es el amor, el segundo, la misericordia.
Decir que lo mejor del cine de Scorsese son las colaboraciones con Schrader, es una insensatez, tanto como negar que Taxi Driver y Toro salvaje (Ranging Bull, 1980) estén entre lo mejor de su filmografía. Sin duda ha sabido traducir en imágenes el mundo del atormentado calvinista mejor que él mismo cuando se ha puesto tras las cámaras (con la salvedad de American Gigoló (Ídem, 1979) y Afliction (Ídem, 1998), sus trabajos como director siempre me han parecido insatisfactorios, incluso Light Sleepers, que guarda algún tesoro y dio lugar a un poema excelente de Luis Alberto de Cuenca)
La luz de Robert Richardson (en su segunda colaboración con Scorsese y que éste selecciona sabiamente para ciertas obras en las que la realidad se ofrece adulterada por la mirada del protagonista, como Shutter Island (Ídem, 2009)), crea una atmósfera propicia a la alucinación, como si la escena fuera iluminada por la luz esa del final del túnel y los personajes se debatieran en el umbral. Otras veces parece la Gracia acariciando el dolor humano.

En su momento detesté Bringing Out the Dead (Scorsese está acabado, bla, bla, bla)
Algo bueno tenía que tener hacerse viejo.






sábado, 21 de enero de 2012

JEEPERS CREEPERS.


Jeepers, creeperswhere´d ya get them peepers
Jeepers, creeperswhere´d ya get those eyes.


El miedo solidario y no formulado a ser devorado, aún cuando el riesgo es improbable, persiste como vestigio de un tiempo en el que no coronábamos la pirámide alimenticia y mantener la carne pegada al hueso era una hazaña. El cine de terror se funda sobre tales miedos atávicos y su naturaleza irracional.
Entre los Lumiére y Meliès, me quedo con el último, que me muestra lo que llevo dentro, los climas borrascosos mis sueños, la caligrafía de sombra de una pesadilla emboscada. Para lo otro ya tenemos ojos y a Galdós. Por eso no causa fatiga recorrer de nuevo las galerías pobladas de monstruos antropófagos, por lo general ataviados con el chaqué embarrado del zombi, o como en el caso del que me ocuparé hoy, el gabán herrumbroso de una criatura de origen incierto y destino salvaje, innominado, innombrable, que transita voraz por los fotogramas de Jeepers creepers (2001) dirigida por Victor Salva, autor que se prodiga menos de lo que quisiéramos.
Ahora que menudean elogios a cineastas medianos que se han acomodado al género, disfrutar de la obra de este tipo insólito, es una fiesta. Con el propósito loable de crear un mito que nos acompañe cada noche hasta los umbrales del sueño y nos abandone atormentados en la amanecida a una vigilia agradecida y luminosa, se sirve de una serie de elementos tales como la vieja canción de Warren y Mercer mil veces versionada y cuya letra declara el oscuro deseo de la bestia, aromando la historia con aire retro, sugiriendo un horror antiguo y persistente, inexorable. Motivos visuales y argumentales de títulos mayores del género, son orquestados ahora con una frescura y coherencia que lejos de redundar en su menoscabo elevan al film a la categoría de clásico prematuro, sacan a sus imágenes del tiempo y la citan con antologías genéricas: el espantapájaros, el camión de bocina estridente, los juegos de palabras con las matrículas, los grandes espacios de la América profunda que cercan a los personajes en su vastedad, pozos poblados de agonías, el cuervo, nuncio de malos agüeros y présago de corrupciones cercanas, las profecías malditas. Una carne torturada por el cincel diestro de un genio maligno, el dolor diferido como una promesa terrible y próxima.

El ansia.

Y un ser proteico e indestructible que ha comido demasiados corazones y no se detendrá. El terror en ocasiones se aloja en el alma, Jeepers creepers es la exaltación del dolor físico, de la irremediable capacidad sensitiva de la carne, carne surcada por los costurones del sadismo, cuerpo escrito con la letra cursiva de la desesperanza por un demonio silencioso que nunca fue ángel.
¿Quién es esa criatura maldita que cada 23 años, durante 23 días sacia su apetito paciente para volver después a su guarida, se entiende que ahíto, y distraer durante un par de décadas su carencia de urgencia fisiológica embebido en una labor minuciosa y barroca, al abrigo de una tiniebla cómplice, rumorosa?
The Creeper es Nadie, un amasijo de tejidos y órganos y músculos vicarios, tomados prestados de unas víctimas a las que rinde cumplido homenaje pergeñando con sus miembros menos apetitosos una Capilla Sixtina incorrupta soñada por Sade, vislumbrada por De Quincey, prohibida a Bataille.
Y Nadie tiene un deseo, comerse los ojos de Darry (Justin Long). Porque Darry a visto a su hermana Trish (Gina Philips) mear y lleva la humedad de sus bragas clavada en el glande, por eso Nadie quiere comerse esos ojos pecadores que guardan la memoria de lo que él no quiere (¡ay!) comerse, porque no lo necesita (¿para qué iba a querer este demonio célibe con trazas de estilita un coño universitario abierto en su anatomía?)
El film tuvo su secuela cuyo mayor mérito reside en haber reformulado visualmente el film precedente y evitar así la monotonía, llevando a The Creeper a un maizal donde ejerce sus habilidades de rapaz el último día de su permiso gastronómico a costa de los pasajeros de un autobús institutero. Pero hoy no será el único cazador y un Ahab de secano acechará obsesivamente a la bestia negra por el mar de amarillo cereal.
A Nadie se le acabará el tiempo y volverá a su letargo tranquilizador. Por el momento.
El trailer de la segunda secuela ya anda en You Tube.

viernes, 30 de diciembre de 2011

MIS TERRORES DEL 2011.

El último exorcismo.


En esta edad de bronce que está viviendo el cine de terror, destacan dos tendencias temáticas y estéticas que a menudo se solapan: el subgénero de zombis y los falsos documentales en la línea de El proyecto de la bruja de Blair (1999), quizá la más afortunada reinvención de la caligrafía genérica de las últimas décadas (el mejor film salido del ideario DOGMA, por más que le negara Von Trier el certificado con la excusa de que era una película de género).
El último exorcismo (2011) de Daniel Stamm, propone acercar oportunamente este subgénero al falso documental y lo hace a partir de un guión bien elaborado en su planteamiento: un telepredicador con buenas intenciones ofrece sus servicios como exorcista y terapeuta, sabedor de que la posesión es un estado de sugestión que el ritual contribuye a eliminar. Para mostrar lo errado de la Iglesia Católica en fomentar la paranoia demoníaca y evitar las tragedias que muchas veces aparejan, decide grabar un documental sobre uno de sus rituales. El lugar, la América profunda y endogámica (aunque por desgracia no percibimos su característica atmósfera). Los indicios, reses que amanecen destripadas (parece que una sintomatología habitual en esas tierras de que el diablo anda cerca) La víctima, una joven adolescente de hormonas traviesas que convoca, al parecer, las erecciones paternas más de lo conveniente.
El desarrollo del film no desmerece de las promisorias premisas, sin embargo, una pega grave se hace más y más presente a medida que llegamos a la parte terrorífica: la traición al planteamiento documental, despachado como una mera convención, nunca se explotan sus posibilidades porque no comparecen sus limitaciones, empezando por la luz, uniforme y abundante que evita los consabidos desenfoques, tan verosímiles, testimonios de la presencias de la cámara, de la mediación entre el espectador y la escena, testigo de la “verdad” de lo rodado, condición de posibilidad de la célebre suspensión de incredulidad. La cámara es omnipresente, ubicua, lo filma todo, ignorando la fuerza sugestiva que posee en estas cintas el fuera de campo, lo no registrado en imágenes pero que los personajes han “vivido” y el espectador puede conocer de forma vicaria por sus testimonios evocadores; la presencia amenazante y acechante de una realidad renuente a ser atrapada en imágenes, que nos aterra con su libertad indómita, desbordante de los límites angostos del encuadre. No hay nada de todo lo que hace de El proyecto de la bruja de Blair una pieza maestra.
Y al final, la historia se precipita en un desenlace burdo que traiciona la siempre deseable ambigüedad demandada por el subgénero.
Nos quedamos con varios momentos inquietantes, incluido el exorcismo en el granero,digno de los anales del género.
Muy lejos de los aciertos éticos y estéticos de El exorcismo de Emily Rose (2004) y Dominion (2004), con todos los méritos del guión referidos y los errores de dirección mencionados, apoyado en un reparto solvente, El último exorcismo depara un entretenimiento grato (algo poco común) y una excusa para volver al viejo debate acerca de, no tanto de la presencia del Maligno, como de la creencia en ésta y su poder de sugestión.



Insidious.


El subgénero de “casas encantadas” consta de, al menos, tres variantes temáticas y argumentales:
  1. Aquellas en la que la casa es un lugar malvado, contaminado por los crímenes sin cuento que se han cometido entre sus paredes. The Haunting, La leyenda de la mansión del infierno (basada en la novela homónima de R. Matheson), Amityville o El resplandor son algunas muestras características, enraizadas en la literatura de Poe.
  2. Tenemos la variedad del fantasma que quiere comunicar un crimen impune, piezas que presuponen una metafísica optimista en la que los muertos son entidades benévolas que sólo quieren descanso (felizmente K. Kurosawa en Retribution o Pulse, siguiendo la tradición del Bensho Monogatari, nos ha ofrecido al fantasma como una entidad proterva, envidiosa de la vida y que odia a los vivos, no quiere descanso, sólo que todos mueran) La nómina es amplia, Al final de la escalera o El último escalón (basada en otra novela de Matheson) valen como ejemplos
  3. Por último están aquellas en las que las entidades malignas residentes se relacionan de alguna manera con niños, bien porque ansían su inocencia, bien por afinidades (la infancia es esencialmente malvada), siempre en la estela luminosa de James. Los inocentes, Aquella casa al lado del cementerio o Los otros.
Insidious (2011) de James Wan, pretende despistar al espectador dando inicio a una película de encantamientos para proseguir con una historia de posesión (algo que ya tuvimos en Amityville III, hábil precuela dirigida por Damiano Damiani), pero en realidad lo que ofrece es casi un remake de Poltergeist (1982), film que hemos omitido de la anterior clasificación por tener elementos de todas ellas merced a una buena historia original de Steven Spielberg, quien, ironías de la vida, aunque no pudo firmar como director (dado que se se encontraba trabajando ya en E.T. y alguna norma sindical prohíbe involucrarse en dos proyectos simultáneos) realiza uno de sus mejores trabajos .
El clásico de los ochenta puede resumirse así: a los fenómenos paranormales que inquietan a la familia, sigue el secuestro de la pequeña Carol Ann y su cautiverio en una dimensión paralela. La familia confía su caso en un equipo de parapsicólogos que llegan con sus cámaras y sus sensores térmicos y cinéticos, y la inevitable vidente que señala el camino del corazón. Finalmente, uno de los padres tendrá que acceder a ese mundo fantasmal para rescatar a la niña. Cambian los motivos argumentales, las causas y el tono (el film de Spielberg orilla el melodrama en más de una ocasión), pero en esencia, se trata de la misma historia. Las comparaciones artísticas son odiosas...bueno, si bien Spielberg abusa en el tramo final de pirotecnia, el film es brillante en su formulación visual, inquietante en su atmósfera, repulsivo en alguna secuencia, divertido en varias otras, hasta conmovedor cuando se tercia. Basta el plano de la pantalla de un televisor sin señal y una niña poniendo sus manos sobre ella para tener un icono del género.
Wan lo intenta (nadie tiene la culpa de no ser Spielberg) y la película, como ocurre en estos casos, funciona bien en los primeros compases (hasta Lo que la verdad esconde tenía interés durante media hora; ¡incluso Los otros! ), cuando se nos inquieta con el consabido aparato de objetos que se mueven y presencias que atisbamos entre el cortinaje, luego, lo de siempre, se impone dar una explicación (viajes astrales), aquilatar el valor de la amenaza (la posesión del niño por un demonio del Mouline Rouge) y encontrar una solución al drama (la entrada del padre a la dimensión en que se halla cautivo el niño) Naturalmente, como coda, un falso final, que no por esperado, defrauda.
Wan lo intenta, factura bien (abusa de los angulares y de la cámara al hombro, males que se curan viendo un par de films de Carpenter), monta bien y narra mejor (en los primeros minutos exhibe una encomiable capacidad para contar lo relevante sin demorarse en las reacciones de los personajes ni explicar alguna conducta que el espectador percibe como anómala, con lo que resulta de una fluidez notable), pero su creatividad visual es harto limitada (ese purgatorio que parece una casa de muñecas o el infierno con trazas de burdel, inspirado, según el asiático-americano, en ¡Argento!...en fin)
Wan lo intenta y acaso se consagre como uno de los grandes del género del presente milenio (¿a quién más tenemos? Kurosawa, Miike, Zombie, Derrickson, Ajá, ¿?) Acaso ya lo esté...







miércoles, 28 de diciembre de 2011

UN DIOS SALVAJE.


Excelente cosecha la de 2011, que (creo) cerraré con el film de Polanski Un dios salvaje. Sobre el papel, la propuesta era insólita: 79 minutos de metraje (¿quién paga por distraer su tedium vitae poco más de una hora?); el planteamiento, familiar en la obra del polaco, la adaptación de una pieza teatral (algo que no ocurría desde La muerte y la doncella (1993), localizada en un único escenario (comienza y termina con una toma general de un parque de Brooklyn, plano que en la cartografía caprichosa de imágenes que habitan mi memoria, recuerda a los que abren y cierran Caché), sumando una pieza más a la ya, “tetralogía del apartamento”. Un reparto competente aunque, a priori, tampoco entusiasma (eso sí, me apetecía volver a ver a Christoph Waltz después de Malditos bastardos (2009). Por lo que, en fin, el mayor reclamo de la película era disfrutar de uno de los grandes, especialmente tras The Ghost Writer (2009) donde había mostrado una forma excelente.
Y sí, claro que cabrea que sólo dure 79 minutos. No por la pasta sino por la intensidad con que se goza cada uno de los minutos y lo corta que se hace. Polanski es a los espacios cerrados, a las situaciones únicas lo que Spielberg a la acumulación de incidentes y grandes ámbitos. Nadie narra tan bien, con esa precisión en los encuadres y esa destreza en el montaje (invisible, como querían Wyler y Hawks) como el viejo prófugo (de los nazis, de la justicia norteamericana, de sus demonios). La capacidad para dinamizar escenas muy dialogadas sin recurrir a un montaje corto, mover a los actores más de lo necesario o la cámara (nunca) alrededor de éstos (recursos bastardos para huir del efecto teatral), muestran un dominio de la técnica que sí, ya poseía en su primera obra, El cuchillo en el agua (1962), y que siempre ha sido uno de sus rasgos de estilo.
La anécdota es lo de menos, lo de más es ver como bajo la fina capa de urbanidad con que nos barniza la cultura, subyace una animalidad agazapada e irreprimible. Imposible no acordarse de El Ángel Exterminador (1962), aunque sin abandonar los predios de la comedia ni llegar tan lejos en la degradación de las relaciones y la violencia siempre vecina; ya el planteamiento (el amago continuo por parte de la pareja que encarnan Waltz y Winslet de abandonar el apartamento con escaso éxito) remite a la pieza maestra del baturro.
El dibujo de los personajes no es excesivamente sutil. Dos parejas tratarán de resolver “civilizadamente” sus diferencias, en un rincón, la “progre”(Jodie Foster y John C. Relly) y en el otro, la conservadora (los ya mencionados Ch. Waltz y una guapísima Kate Winslet). Sendas ideologías y sus valores parejos emergen en el transcurso de un combate que termina nulo.
El alcohol será catalizador de las hostilidades individuales, cuando el conflicto se mude de la pareja a la habitación del sujeto, y la lucha de clases devenga lucha de sexos y toda la amargura, el hastío y frustración que produce la pareja es convocado al pugilato para que la cosa no decaiga, eso sí, sin perder nunca la gracia, bordeando la hilaridad en un par de ocasiones pero sin precipitarse por el barranco de la caricatura.
Como siempre en Polanski, los objetos tienen gran protagonismo: el móvil de Waltz, los libros de arte de Foster, el whisky y los puros de Relly o el bolso de Winslet, por ser elementos caracterizadores de los personajes y propiciadores oportunos del avance de la acción.
Lo dicho, se hace corta. Yo ya la he visto tres veces desde ayer noche.

UN DOMINGO CUALQUIERA.



Un diseño de la espacialidad imaginaria estático se muestra como un centro de pulsiones sin reparo que concita la representación de sensaciones negativas, el odio, el miedo o la angustia, emociones enclaustradas prontas a la explosión de violencia en que se liberen las tensiones acumuladas.
Esta poética del espacio configura un aspecto fundamental de la narración, sienta las bases de su referente argumental, marca la pauta de una línea narrativa, emplaza a la demora temporal de su desarrollo y finalmente, convoca un desenlace incierto pero, impactante siempre. En cualquier caso veremos como el espacio informa un marco dramático y desempeña un papel esencial en el devenir del relato.

El cuchillo en el agua ( Nóz W. Wodzie, 1962) supuso el debut en la dirección de largos de Roman Polanski, cineasta que ha urdido su brillante filmografía con historias que se repliegan en torno a ámbitos que cercan a los personajes y convocan sus demonios. Baste recordar la célebre “tetralogía del apartamento”: Repulsión(Repulsion, 1966), La semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968), El quimérico inquilino (The Tennant, 1974) y la reciente Un dios salvaje (.Carnage, 2011)
El cuchillo en el agua comienza un domingo cualquiera en una Polonia fantasmal. Una pareja en el interior de un coche transita por una carretera secundaria y sin tráfico (nunca se verá otro personaje que no sean los tres protagonistas). Conduce ella hasta que se detiene por algo inaudible para el espectador. Cambian de asiento. Una vez ante el volante, el hombre besa con deseo el cuello de la chica, sensiblemente más joven.
Y de repente, un extraño...”Autoestop al amanecer”.
Un joven (Zygmunt Manowicz)en medio de la calzada se niega a apartarse obligando a Andrej (Leon Niemzcyk) ha frenar: “-Si llegas a estar un kilómetro antes serías un cadáver.” Finalmente monta al chico en el coche para complacer los deseos no formulados de Krystina (Jolanta Umecka); pero el móvil de Andrej es más oscuro.
El matrimonio viste de blanco, el chico, de gris.
El joven ha ganado el primer envite: Andrej no lo atropella, no por nada, sólo por no tener que ir a juicio, comenta (lo que tampoco le preocupa demasiado, teniendo en cuenta su estatus)
-No serás rival para mí. ¿Quieres verlo?-” Se ha mostrado débil ante la hembra al no arrollarlo y busca la revancha, por eso invita al joven a pasar el día a bordo del velero.
Las primeras horas transcurren distraídas en las faenas marineras. Andrej deja claro que cuando hay dos hombres en un barco, uno necesariamente es el capitán. Andrej no sólo posee la mujer y el barco, también es dueño de la palabra. Refiere una anécdota ilustrativa acerca del principio de autoridad y la legitimidad indiscutida del patrón en el seno de un sistema totalitario. Pero el joven estudiante que hace autoestop al amanecer, costumbre tan americana y decadente, puede que haya leído a Keruac en una edición manoseada y furtiva a la luz de una vela cómplice, y ello le resolviera a fatigar las sendas de un país estrangulado, sin esperar mayor novedad que el tránsito monótono de la interminable procesión de camiones proletarios que se nos anuncia y nunca vemos (pero es una imagen hermosa y triste que por alguna razón nuestra imaginación recrea siempre que evocamos el film de Polanski). Puede que haya visto incluso algún film de Ray y secretamente desee revelarse contra el mundo con Natalie Wood del brazo y toda la furia de su juventud desgreñada en la brasa del cigarrillo. Pero él sólo tiene un cuchillo y el sistema hace bien su trabajo.
Y, de repente, una mujer.
Christine resurge voluptuosa bajo un traje de baño demasiado capitalista, convocando inquietudes y comezones de proa a popa y de babor a estribor. La noche llega y con ella, la lluvia, y el momento de dejar la cubierta y distraer lo que queda del día con inocentes juegos al abrigo del camarote. Si hasta ese momento Polanski había optado por mantener a los tres personajes en el encuadre, ahorrando en contraplanos, los fondos de los exteriores ofrecían puntos de fuga que aventaban el enrarecimiento ambiental, ahora, la angostura del espacio unida a esta opción estilística hará irrespirable cada plano. Sin embargo, la tensión es achicada por obra del sueño, pero ya, en la amanecida del lunes, las sentinas de la masculinidad zozobrante siempre, comienzan a desbordar su hedionda violencia. Andrej, molesto por no haber advertido que su mujer y el joven se han despertado antes que él, inicia un juego de provocaciones que acabarán, en un primer momento con el cuchillo en el agua y luego, con su dueño. Creyéndolo ahogado, Andrej decide volver al puerto nadando, eludir lo que siente como un crimen, toda vez que piensa que el chico no sabe nadar y ha arrojado sus pocas pertenencias por la borda, con la estrategia del avestruz.
Pero puede lo que único que haya leído este chico no sean más que los polvorientos tomos del temario de una gélida ingeniería. Pero puede que este joven no sea al cabo ningún desarraigado protagonista de Ray buscando su destino, y sí una versión rejuvenecida del acomodado cronista deportivo que aspira a medrar en un sistema que predica la igualdad y condena a la diferencia, que sólo anhela poseer una mujer, un velero y un nombre al fin. Porque de eso se trata, de poseer, y por un momento lo conseguirá. Todo el tiempo había estado oculto tras una boya y la estampida de Andrej le resuelve a abordar la nave y a su tripulación. Ahora ya es Andrej, posee lo que aquél tiene, se lo ha arrebatado en buena lid: si aquel posee la fuerza, él es astuto, el mismo viento en sus velas, con la proa hacia idéntico puerto.
Y al final, sólo la mujer, reducida a bien inmueble, saldrá indemne de la justa entre vanidades masculinas, tan pueriles, tan animales, tan anodinas.
La pareja volverá a estar de nuevo encerrada en el coche, como al principio, pero nada es igual: detenidos en una encrucijada, ahora sin un puerto claro al que proar el vehículo, perplejos en la cresta de la duda. No se da la explosión de violencia que se anuncia y, por tanto, no ha catarsis posible.
Puede que aún hoy Andrej no haya tomado una decisión entre admitir ante la autoridad que ahogó accidentalmente a un joven desconocido o reconocer ante su vanidad que Krystina le ha sido infiel. Puede que en estos momentos siga con el volante entre las manos, meditando, viendo desfilar la interminable hilera de camiones que circulan por las arterias de una Polonia espectral.