1.
Christopher Lee fue el Drácula más icónico, se apropió de los
rasgos del vampiro a despecho de la caracterización que de él hiciera Bram
Stoker (a la que trata de ceñirse, sin embargo, en la peculiar El
Conde Drácula de Jesús Franco), y a pesar de contar con el antecedente de
la carismática del gran Bela Lugosi.
Alto, espiritado, vigoroso, el óvalo de su rostro contenía el
trazo de unas facciones contundentes que solo al principio de su andadura vimos
distendidas, pero que, incluso entonces, dejaron traslucir un fondo oscuro.
Pronto su semblante y la majestad del porte devienen encarnadura de una maldad
abstracta cuando los guionistas de la serie tengan a bien convertirlo en una
presencia silente, ominosa, a menudo, una herramienta en manos de los vivos; un
ministro del diablo que, sin embargo, carecerá del poder de su arquetipo
literario.
2.
Mi primer Drácula fue Jack Palance, protagonista estelar en una
estupenda y olvidada adaptación para la televisión de 1973, escrita por Richard
Matheson y dirigida por Dan Curtis.
Cuando llegué a Horror of Drácula (1958)
también me había golpeado la belleza inconmensurable del Drácula de Bram Stoker (1992). Pero reconozco que el momento preciso
de la aparición de Christopher Lee en el filme de Fisher, es mi favorito de
cuantas adaptaciones he visto.
Lo vemos antes de verlo. Aparece, se devela como el Ser, se
muestra, oculto como estaba, su presencia surge en el horizonte visual de la
sensual mujer que está a punto de clavar sus colmillos en el cuello de un
Harker que, no por advertido, parece recelar de sus encantos de dama desvalida
(la vanidad masculina es temeraria cuando no estúpida).
El semblante de ella se
endurece, con la mirada clavada en un punto más allá del encuadre, ciego para
el espectador. Entonces ella huye, contrariada más que temerosa. Harker, sigue
la escapada desconcertado, quizá algo decepcionado por no poder ofrecerle su
ayuda (o no gozarla), luego desplaza la mirada hacia el mismo punto que ella, sin
especial precipitación, con curiosidad más que inquietud, y ahí está.
Y ahí estaba. La sorpresa se dibuja en su rostro.
Bañado por las sombras, en lo alto de la escalera, ligeramente escorado
a nuestra derecha del encuadre. Vertical, inmóvil, enmarcado entre las columnas salomónicas, aguardando a
ser visto antes de actuar (“Yo te permito que me veas”). Algo más abajo, el
vértice de un candelabro tenebrario, parece señalar su presencia, el centro de
la sala, el lugar desde el que emana una fuerza magnética irresistible que
imanta la mirada de Harker a la par que la del espectador. A la izquierda del
encuadre vemos un escudo de armas, huella de su antiguo servicio a la iglesia
en las campañas contra los turcos.
Apenas un par de segundos se mantiene la
expectación, hasta que la amenazadora silueta se anima en movimiento y con
inusitado vigor, se aproxima a Harker bajando las escaleras. Una de las
características del Drácula de Fisher (diría que de todo su cine) es el
carácter físico de su imagen, sensación que se comunica con el movimiento, en
ocasiones violento, de los actores. Drácula se sacude el hieratismo de Lugosi y
Schreck, se acerca con paso firme hacia el eje de la cámara (que no coincide
nunca con la mirada de Harker aunque tampoco se nos ofrezca su escorzo para
señalar la dirección de los pasos del Conde, con lo que se refuerza la
identificación del espectador con el huésped), imponiendo al plano su
presencia.
He aquí el gran acierto de la puesta en escena de Fisher,
suponemos que gracias al concurso y talento de Jack Asher, su cinematógrafo. La
transición de Drácula del plano general a un gran primer plano en cuestión de
pocos segundos. Cuando llegué a su destino, su rostro ocupa todo el espacio, un
espacio que para siempre dominará, incluso durante su ausencia constituirá un horizonte
en el que la aparición de Drácula es más que probable.
Fisher comprendió como nadie la fenomenología del fantástico. La
poética que él inaugura contra la rancia fórmula de la estética expresionista
se fundamenta -aparte de en la utilización del color -en el dominio físico de
ese espacio semantizado por el mal, pese a estar libre de sus significantes
clásicos (la herrumbre, la decadencia física). El mal es metafísico; la
decadencia, estética, es decir, esteticismo, es decir, una belleza que ya no
remite a la idea platónica hermana del Bien; es decir, una belleza que no preña
el alma y engendra más belleza, sino que esclaviza, somete, infecta, perpetúa
su legado y abre un hiato con el Bien.
La suntuosidad de los decorados que acompaña los nuevos espacios,
altamente habitables, incluso confortables y en abierta renuncia a la inhóspita
habitación de los decrépitos castillos de antaño, delata esa presencia seductora
del mal. El mal es ahora tan atractivo como destructivo. La joven cautiva que
pide ayuda a Harker, luce hermosos senos y labios promisorios sobre la carne
pútrida que emerge apenas la estaca atraviese ese dulce pecho.
En correspondencia con lo anterior, Drácula se conduce,
inopinadamente, con toda naturalidad y cordialidad, sin acentos ajenos ni
expresiones que delaten intenciones aviesas o lo domicilien en un plano de
existencia distinto (será la última vez que lo veremos hablar). Un rostro
sereno pese a la sombra que se posa sobre uno de sus lados. Un hombre que
subirá los escalones de dos en dos cargando el equipaje de Harker, lleno de
vigor.
Lo fantástico irrumpió, los fantasmas salieron al encuentro del
peregrino, pero la perturbación apenas se ha sentido, las leyes de la física
rigen, aparentemente, para todos los cuerpos, vivos y muertos.
Más tarde veremos al vampiro con sus característicos ojos
inyectados en sangre y los formidables caninos, agente de un terror nuevo, un
terror tangible, manifiesto, que ya no
se insinúa en la sombras; el espacio se
llena con la violencia del rostro de un nuevo tipo de terror que señala al
cuerpo, al placer y al dolor; se aloja
en la carne e invoca a la sangre, que es la vida.
Un terror que señala a la década de los 60 y 70. Un terror que ya
nunca nos dejaría.
Epílogo.
Las obras de Terence Fisher para la Hammer coinciden en el tiempo que las adaptaciones
de Poe (y Lovecraft) que llevó a cabo Roger Corman, así como con los grandes
títulos de Mario Bava. Estudiar afinidades y divergencias temáticas y
estilísticas, daría para un libro. Contentémonos
con apuntar que entre los tres reescribieron el cine de terror, lánguido, luego
de una década en la que predominó una visión más “científica” o “política” del
fantástico, más centrada en los terrores colectivos que en los demonios
personales, más preocupado por la dominación de la mente y la destrucción del
cuerpo que por la metafísica del mal, la teología o el psicoanálisis; y donde solo
destaca alguna obra maestra de Tourneau, semper
fidelis.
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