Los tres “maestros de la sospecha”,
Marx, Nietzsche y Freud, vieron en el recurso a la religión, (su
sibilina razón de ser y única causa de su promoción), el síntoma
de una carencia, una angustia, una debilidad distraída apenas con el
consumo metafórico de un opio adormecedor
que
cultiva
el
conformismo y da su
asentimiento a lo establecido; la creencia en una ilusión
precisa
cuando
el
intelecto
no
da
para
más o
la
astucia de
la
voluntad
de
poder
del
alma
débil
y resentida. Al
servicio
siempre
de
la
legitimación
de
una
infraestructura,
poner paños calientes al
malestar y
la
transvaloración
nacida
del
odio
a
la
Vida.
Y los maestros casi
siempre llevan razón.
Casi siempre.
Mejor
dicho,
aciertan
allí
donde
disparan,
pero
el
ámbito
del
fenómeno
religioso
es
más
vasto
(y
no
hablamos
de
religiones
históricas,
menos
aún
de
iglesias,
sino
en
el
sentido
esclarecedor
que
le
confiere
la
Fenomenología, esto
es,
“el
objeto
intuido,
aparente,
como
el
que
nos
aparece
aquí
y
ahora.”
El
significado
de
fenómeno en
griego
es:
“lo
que
aparece”;
Husserl fue
fiel
a
la
etimología.)
Puede
que
sólo
desde
la
Antropología
estructural
se
haya
afrontado
el
fenómeno
religioso
de
forma
desapasionada,
señalando su importancia en
la
articulación
comunitaria,
pero
al
tiempo,
irreductible
a
lo
meramente
funcional
(institucional)
Que
la
religión
es
un
producto
cultural,
es
claro,
y hasta legítimo que esté a su servicio, pero que
responda
siempre
al llamado de
un
miedo,
una
debilidad, una miseria
es
lo
que
pretendemos cuestionar, siquiera por ejercer de abogado del diablo.
Allá por 1996 me inicié en la lectura
filosófica, como un preescolar ante su primer libro.
Mi bautizo lo oficiaron Agustín de
Hipona y Nietzsche, curiosa pareja, los mejores padrinos.
Incompatibles, podría decir alguno (yo lo pensé) Uno buscando a Dios y el otro voceando su muerte. Pero en ambos encontré algo que los hermanaba: el testimonio de una experiencia vital, el relato de un itinerario de dos humanidades que aspiraron, buscaron y cada uno a su manera, encontró algo.
Incompatibles, podría decir alguno (yo lo pensé) Uno buscando a Dios y el otro voceando su muerte. Pero en ambos encontré algo que los hermanaba: el testimonio de una experiencia vital, el relato de un itinerario de dos humanidades que aspiraron, buscaron y cada uno a su manera, encontró algo.
Ya lo
dijo Jagger: Augustin knew temptation/ he loved women, wine
and song (...)
El futuro Obispo y Santo de Hipona, era
guapo, pichabrava, buen retor, mejor bebedor, amigo de sus amigos y
sin enemigos reseñables. Ningún pormenor vital referido por él
mismo en sus Confesiones delata un odio a la vida, angustia o
malestar que le conduzca a ampararse en una ficción lenitiva y
cobarde, y sí comunica un vitalismo incontenible, manifiesto además
de en la entrega a los placeres sensuales, en su curiosidad
intelectual y espíritu inquisitivo, que invita a pensar que el ruedo
de la realidad empírica se le fue quedando estrecho.
Para Agustín la religión no fue una
huida del mundo, sino una afirmación total del Ser, un abismarse en
sus simas y un encaramarse a sus cimas, la exploración total de la
realidad en todas sus dimensiones.
Para Weber, el rechazo del mundo
comienza con el sufrimiento y la injusticia, la caducidad, la
inseguridad, la frustración de las expectativas de sentido. Sin
embargo, nada de estos elementos negativos parejos (sin duda) a le
experiencia vital, son rastreables en Agustín. Dios no es una
compensación para él, fiscal en su querella contra la vida, sino
una aspiración esencial de trascendencia, un deseo humano de
elevarse sobre la naturaleza biológica en pos del espíritu y la
disolución del individuo en la totalidad, la plenitud del Uno, el
olvido de sí: “No fue casto porque las uvas fueran demasiado
altas, más bien, las disfrutó todas.”1
Siempre me ha impresionado el
imperativo agustiniano: “Ama, y haz lo que quieras”.
Sabemos
por la neurociencia, que el hombre es un ser que escapa al presente
enredado en una miríada de preconcepciones, supuestos,
anticipaciones que le asaltan ante cada situación, le arranca del
instante y proyecta de continuo a un futuro próximo contemplado como
pura posibilidad, racimo de opciones porvenir: reconstruimos la
escena del crimen en función de nuestras expectativas y sólo de
ellas, y al final, vemos lo que queríamos ver, encontramos lo que
queríamos encontrar, nos convertimos en aquello que una vez
anhelamos.
Mata
el anhelo y matarás al hombre. O encadena el anhelo a un
smartphone, una cinta andadora o
una sombrilla, a la
obstinada materialidad de las cosas, que es otra respuesta a la
enemistad con la vida. Otra forma de matar la humanidad.
¿Qué
mayores enemigos de la vida que esa legión deambulatoria que colapsa
las grandes superficies en fiestas de guardar?
Recapitulando,
el hombre es un ser proyectado siempre hacia algo que apunta más
allá de sí mismo, hacia lo que quiere, al objeto de su deseo. Pero,
el hombre suele querer lo que puede, ¿por
qué no iba a apuntar la Voluntad hacia el infinito? Cuando el hombre
no quiere lo que puede, se abre un hiato en su seno que envilece su
humanidad, lo aliena, reduce su condición a la de un ser precario,
menesteroso, idiota.
“Alma
mía, no aspires a la inmortalidad, pero agota el campo de lo
posible.” Paul Valery
(padrino de este blog)
Y lo
posible es todo lo concebible, la afirmación de todas nuestras
facultades, su ejercicio y el disfrute de sus productos.
Goethe nos dice: “El que quiera
infinito, que busque en todas las direcciones.”
Nueva invitación a agotar el orden de
lo real en todas sus dimensiones, a sobrepujar las lindes
empobrecedoras de lo material, sin demonizar el placer, sin sentir
rencor contra el devenir, sin rehusar el dolor que conlleva,
aceptando el miedo, mirando a los ojos del abismo sin el pobre
recurso a la estrategia del avestruz. Sabiendo que para obrar hemos
ir ligeros de equipaje, “casi desnudos,/ como los hijos de la mar”.
Sabiendo que, soltar amarras implica el ejercicio de una violencia
mínima, pero violencia al fin, que toda elección es también una
renuncia.
Que toda reunión es ya una despedida.
En última instancia, el sentimiento
religioso, la reflexión filosófica y el arrobo estético nacen del
fontanal de la admiración, la sorpresa, la curiosidad inicial,
adánica, ante la existencia de un mundo, que es pudiendo
no ser, sin razón
aparente.
(Nos
levantamos y, ahí está todo, ¿por qué?. Vaya usted a saber, pero
es un pasote).
Luego valoramos tal hecho como positivo
o negativo (el modo de ser de la vida siempre es axiológico). Si lo
primero, afirmamos el orden de lo real y buscamos la disolución
mística en el mismo (inmanente o trascendente, tanto da); si
juzgamos la esencia del mundo proterva, huimos de él amparados en el
arte (Schopenhauer)
¿Y si, ni una cosa ni la otra?
Es lo más frecuente la verdad, pero
hombre, no debe ser tu caso, pues no habrías llegado al final de
este texto.
1Rüdiger
Safranski, EL MAL o el drama de la libertad, 2005, TUSQUETS
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