miércoles, 4 de abril de 2012

PENSAMIENTOS DESDE LA ABADÍA.








Los tres “maestros de la sospecha”, Marx, Nietzsche y Freud, vieron en el recurso a la religión, (su sibilina razón de ser y única causa de su promoción), el síntoma de una carencia, una angustia, una debilidad distraída apenas con el consumo metafórico de un opio adormecedor que cultiva el conformismo y da su asentimiento a lo establecido; la creencia en una ilusión precisa cuando el intelecto no da para más o la astucia de la voluntad de poder del alma débil y resentida. Al servicio siempre de la legitimación de una infraestructura, poner paños calientes al malestar y la transvaloración nacida del odio a la Vida.

Y los maestros casi siempre llevan razón.
Casi siempre.

Mejor dicho, aciertan allí donde disparan, pero el ámbito del fenómeno religioso es más vasto (y no hablamos de religiones históricas, menos aún de iglesias, sino en el sentido esclarecedor que le confiere la Fenomenología, esto es, “el objeto intuido, aparente, como el que nos aparece aquí y ahora.” El significado de fenómeno en griego es: “lo que aparece”; Husserl fue fiel a la etimología.)
Puede que sólo desde la Antropología estructural se haya afrontado el fenómeno religioso de forma desapasionada, señalando su importancia en la articulación comunitaria, pero al tiempo, irreductible a lo meramente funcional (institucional)
Que la religión es un producto cultural, es claro, y hasta legítimo que esté a su servicio, pero que responda siempre al llamado de un miedo, una debilidad, una miseria es lo que pretendemos cuestionar, siquiera por ejercer de abogado del diablo.




Allá por 1996 me inicié en la lectura filosófica, como un preescolar ante su primer libro.
Mi bautizo lo oficiaron Agustín de Hipona y Nietzsche, curiosa pareja, los mejores padrinos.
Incompatibles, podría decir alguno (yo lo pensé) Uno buscando a Dios y el otro voceando su muerte. Pero en ambos encontré algo que los hermanaba: el testimonio de una experiencia vital, el relato de un itinerario de dos humanidades que aspiraron, buscaron y cada uno a su manera, encontró algo.
Ya lo dijo Jagger: Augustin knew temptation/ he loved women, wine and song (...)
El futuro Obispo y Santo de Hipona, era guapo, pichabrava, buen retor, mejor bebedor, amigo de sus amigos y sin enemigos reseñables. Ningún pormenor vital referido por él mismo en sus Confesiones delata un odio a la vida, angustia o malestar que le conduzca a ampararse en una ficción lenitiva y cobarde, y sí comunica un vitalismo incontenible, manifiesto además de en la entrega a los placeres sensuales, en su curiosidad intelectual y espíritu inquisitivo, que invita a pensar que el ruedo de la realidad empírica se le fue quedando estrecho.
Para Agustín la religión no fue una huida del mundo, sino una afirmación total del Ser, un abismarse en sus simas y un encaramarse a sus cimas, la exploración total de la realidad en todas sus dimensiones.
Para Weber, el rechazo del mundo comienza con el sufrimiento y la injusticia, la caducidad, la inseguridad, la frustración de las expectativas de sentido. Sin embargo, nada de estos elementos negativos parejos (sin duda) a le experiencia vital, son rastreables en Agustín. Dios no es una compensación para él, fiscal en su querella contra la vida, sino una aspiración esencial de trascendencia, un deseo humano de elevarse sobre la naturaleza biológica en pos del espíritu y la disolución del individuo en la totalidad, la plenitud del Uno, el olvido de sí: “No fue casto porque las uvas fueran demasiado altas, más bien, las disfrutó todas.”1

Siempre me ha impresionado el imperativo agustiniano: “Ama, y haz lo que quieras”.



Sabemos por la neurociencia, que el hombre es un ser que escapa al presente enredado en una miríada de preconcepciones, supuestos, anticipaciones que le asaltan ante cada situación, le arranca del instante y proyecta de continuo a un futuro próximo contemplado como pura posibilidad, racimo de opciones porvenir: reconstruimos la escena del crimen en función de nuestras expectativas y sólo de ellas, y al final, vemos lo que queríamos ver, encontramos lo que queríamos encontrar, nos convertimos en aquello que una vez anhelamos.
Mata el anhelo y matarás al hombre. O encadena el anhelo a un smartphone, una cinta andadora o una sombrilla, a la obstinada materialidad de las cosas, que es otra respuesta a la enemistad con la vida. Otra forma de matar la humanidad.
¿Qué mayores enemigos de la vida que esa legión deambulatoria que colapsa las grandes superficies en fiestas de guardar?

Recapitulando, el hombre es un ser proyectado siempre hacia algo que apunta más allá de sí mismo, hacia lo que quiere, al objeto de su deseo. Pero, el hombre suele querer lo que puede, ¿por qué no iba a apuntar la Voluntad hacia el infinito? Cuando el hombre no quiere lo que puede, se abre un hiato en su seno que envilece su humanidad, lo aliena, reduce su condición a la de un ser precario, menesteroso, idiota.

Alma mía, no aspires a la inmortalidad, pero agota el campo de lo posible.” Paul Valery (padrino de este blog)
Y lo posible es todo lo concebible, la afirmación de todas nuestras facultades, su ejercicio y el disfrute de sus productos.

Goethe nos dice: “El que quiera infinito, que busque en todas las direcciones.”

Nueva invitación a agotar el orden de lo real en todas sus dimensiones, a sobrepujar las lindes empobrecedoras de lo material, sin demonizar el placer, sin sentir rencor contra el devenir, sin rehusar el dolor que conlleva, aceptando el miedo, mirando a los ojos del abismo sin el pobre recurso a la estrategia del avestruz. Sabiendo que para obrar hemos ir ligeros de equipaje, “casi desnudos,/ como los hijos de la mar”. Sabiendo que, soltar amarras implica el ejercicio de una violencia mínima, pero violencia al fin, que toda elección es también una renuncia.
Que toda reunión es ya una despedida.

En última instancia, el sentimiento religioso, la reflexión filosófica y el arrobo estético nacen del fontanal de la admiración, la sorpresa, la curiosidad inicial, adánica, ante la existencia de un mundo, que es pudiendo no ser, sin razón aparente.
(Nos levantamos y, ahí está todo, ¿por qué?. Vaya usted a saber, pero es un pasote).
Luego valoramos tal hecho como positivo o negativo (el modo de ser de la vida siempre es axiológico). Si lo primero, afirmamos el orden de lo real y buscamos la disolución mística en el mismo (inmanente o trascendente, tanto da); si juzgamos la esencia del mundo proterva, huimos de él amparados en el arte (Schopenhauer)

¿Y si, ni una cosa ni la otra?

Es lo más frecuente la verdad, pero hombre, no debe ser tu caso, pues no habrías llegado al final de este texto.



1Rüdiger Safranski, EL MAL o el drama de la libertad, 2005, TUSQUETS

No hay comentarios:

Publicar un comentario