Es responsabilidad
de todos
conservar la
humanidad, venía a decir (cito desde mi mala
memoria) un personaje durante uno de los últimos capítulos de The
Walking Dead.
Naturalmente
no
se
trataba
de
una
perogrullesca
apelación
a
la
supervivencia
de
la
especie.
No.
Se
trata
de
decidir
si
se
quiere
seguir
siendo
persona
(en
el
sentido
de
ser
racional
capaz
de
un
obrar
ético
de
acuerdo
con
unos
fines
previamente
elegidos,
residan
estos
fuera
de
la
propia
acción,
eudemonía, o
en
la
acción
misma,
algo propio
de
la
ética
formal
kantiana.),
a
despecho
de
un
mundo
herido
de
muerte
que
obliga
con
frecuencia
a
cruzar
la
delgada
línea
roja
que
separa
a
los
hombres
de
las
bestias.
Y
sabemos
que
cuando
se
cruzan
un
cierto
número
de
veces
(tampoco
demasiadas),
las
líneas
se
acaban
borrando.
La
vida
no
debe preservarse
a
cualquier
precio,
parece decirnos, de
lo
contrario,
la
humanidad
sucumbe,
y
aunque
siguiera
habiendo
vivos,
el
hombre
sería
un
recuerdo,
una
memoria
lejana,
un
eco
que
nadie
podría
escuchar.
La
auténtica
extinción
de
la
especie
se
daría
en
el
plano
del
noúmeno, el
ámbito
del
espíritu
y
la
libertad.
La cuestión
siempre es la misma: ¿queremos ser hombres? Ser alimaña es fácil
pero, ¿queremos realmente ser hombres?
Sirva
esta
pequeña
reflexión
(con
la
que
puede
estarse
o
no
de
acuerdo)
para
introducir
el
tema
del
día.
(Joder
tío,
Kant
y
zombis
en
un
mismo
párrafo)
Lo verdaderamente
aterrador es
la desaparición
del orden.
George
A.
Romero.
Estas
voraces
criaturas,
que
somos
nosotros,
transitan
con
paso
errático
pero
firme,
desde
fechas
ya
no
tan
recientes,
por
películas
y
series
televisivas
de
notable calidad,
páginas
de
novelas
gráficas
o
no
(como
la
estupenda
Guerra Mundial Z, cuya
adaptación
a
cargo
de
Marc
Foster,
se
estrenará
a
finales
de
año); para colmo,
ANAGRAMA
se
rinde
y
premia
un
ensayo
sobre
filosofía
zombi
que
aún
no
he
leído
pero
que
caerá en breve; menudean
incluso manuales
de
supervivencia que colapsan la
red, universidades
suecas
costean
estudios
serios acerca
de
las
opciones
de
la
humanidad
en
caso
de
plaga,
y
los
más
precavidos,
ya
disponen
de
refugios
en
sus
casas.
Así
que
yo,
entre
sorprendido
e
impaciente
con
la
promesa
cierta
de
un
Apocalipsis
que
nos
permita
ir
saltando
sesos
por
el
vecindario,
cuelgo
en
esta
mañana
del
Lunes
Santo
un
interrogante
(con
acento
luso):
¿Por
qué?,
¿por
qué?
¿Por
qué
ahora?
Con
la
cercanía
del
cambio
de
milenio,
las
fantasías
apocalípticas
se
dispararon
bajo
los
más
diversos
ropajes:
desde
la
clásica
amenaza
sideral
de
alienígenas
de
aviesas
intenciones
y
peores
modos,
a
la
más
probable,
en
forma
de
asteroides
desbocados
que
surcaban
el
espacio
con
destino
a
la
Tierra.
La ficción se
utilizó
en ocasiones para
aplicar
severo
correctivo
a
las
posibles
negligencias
de
la
ciencia
o
avisar
acerca de
como la
mala
gestión
del
medio
ambiente
puede
desencadenar
el
fin,
en
ambos
casos
la
mayor
novedad
es
que
se
domicilia
en
la
humanidad
la
responsabilidad
de
su
propio
eclipse.
Conclusión lúcida.
Bien
es
cierto
que
lejos
de
desazonar
(dudo
si
alguna
vez
tuvieron
esa
intención),
tales ficciones, provocan
de sólito un
inmenso
regocijo
al
ver
que
el
final
es
unánime,
que
el
garito
chapa
para
todos.
Parece
ser
que
la
conciencia
del
fin
forma
parte
de
nuestro
zeitgeist, quizá
porque
occidente
está
harto
de
sí
mismo,
convertido
en
una
cultura
de
postrimerías,
de
pastiche
y
crisis
endémica;
una cultura cansada
de
ipods, ipads y
tablets que
apenas
alcanzan
a
mitigar
el
tedio,
la
depresión,
vecina,
cuando
no
instalada ya en el dormitorio,
el
anhelo
de
un
respiro
liberador
de
tensiones,
malestar
y
mala
sangre,
se
formula
por
doquier
entre
el
temor
y
el
temblor:
Dies Irae!
Esperamos
a
los
bárbaros,
que
bien
podrían
ser
muertos
vivientes
que
nos
castiguen
por
no
saber
que
hacer
con
el
tiempo
que
nos
queda, con el Ser.
Desde
Antonioni
a
Foster
Wallace,
el
aburrimiento
es
síntoma
del
mundo
“desarrollado”.
Desde
San Juan, esperamos, esperamos...
¿Por
qué
zombis?
Porque
el
zombi
es
el
reflejo
bastardo
de
todos
y cada uno de nosotros,
la
humanidad
reducida
a
un
fin
más
primordial,
una
regresión
a
la
voluntad
indiferenciada
de
la
especie,
la
disolución
del
yo
en
el
apetecer
ciego:
la
evolución
abolida.
Porque
al
ser
el
zombi
habitación
de
una
voracidad
que
no
sirve
a
necesidad
fisiológica
alguna,
cifra
la
paradoja
del
consumista
actual
y
su
industria
ciega,
intransitiva,
del
hombre
alienado
en
los
objetos
que
almacena
y
le
encarcelan,
sobre
los
que
proyecta
su
identidad,
donde
su
identidad
declina.
Catequista
del
desencanto,
el
zombi
celebra
el
potlach
último
de
una
cultura
caníbal
que
sólo
espera
vaciar
las
tripas
sobre
la
otomana
para
seguir
engullendo.
En
el
vampiro
pervive
un
reducto
de
metafísica,
el
licántropo
tiene
sabor
a
maldición
y
folclore;
el
zombi
es
el
monstruo
post-moderno,
surgido
del
materialismo
y
la
Guerra
Fría,
las
grandes
superficies
y
los
gadgets
tecnológicos.
Es
la
casa
deshabitada,
un ser desalmado
e infinito.
No
es
posible
redimir
al
zombi,
no
es
posible
amarlo,
ni
tan
siquiera
odiarlo.
No
es
un
monstruo
trágico
fruto
de
la
Caída,
la
labilidad
humana,
la
hybris.
Es una rebelión de la naturaleza, una violación onanista de sus
leyes, la solución final contra la humanidad.
Sólo
a
la
física
rinde
cuenta
la corporeidad
obstinada
y hedionda del
muerto
viviente:
sucumbe
a
la
oxidación,
el
fuego
y
el
metal.
No
pongas en práctica ritos de exorcismo, el zombi es ateo. Se comerá
el hisopo, la estola y el rosario del Padre Merrin, antes de
comérselo a él.
Su conducta no es razonable, de su boca no afloran más que gruñidos,
sus ojos no reconocen al ojo que los mira, al otro que suplica y
ruega por su vida.
Pero fueron hombres y mujeres y niños. Aunque lo olvidaron y parece
que invitan al vivo a que haga lo propio.
La masa informe de muertos testimonia además el fin de la
individualidad, el triunfo de la masa, la disolución de lo que
singulariza a cada sujeto en un vasto propósito común: el sueño
cumplido de la sociedad de consumo, de multinacionales y publicistas,
de Telecinco e Interconomía.
En la Última Cena, Cristo condena a la humanidad ofreciendo su carne
y su sangre. Sabemos desde entonces que el pan y el vino eran un
cebo, no bastarían para saciar el hambre.
¿A
qué
tememos
en
realidad?
Tras
el
ostracismo
del
espíritu
y
el
hiato
abierto
en
el
seno
del
hombre
en
el
siglo
XIX,
triunfo del Positivismo, culmen
de
la
traición
a
la
trascendencia
por
cortesía
de
la
prevaricación
de
las
ciencias
empíricas,
se
busca
una
unidad
vicaria
a
la
natural
que
haga
soportable
la
situación,
armonice
los
egoísmos
particulares,
que
embride
el
desorden
aún
al
costo
nada desdeñable de
la justicia.
Escila y Caribdis: entre ambas se debate el Estado desde entonces.
Escila y Caribdis: entre ambas se debate el Estado desde entonces.
El
Estado
es
una
organización
surgida
del
instinto
de
supervivencia,
solución a la voracidad caníbal de los lobos condenados a
coexistir, más o menos, pacíficamente. Mientras las leyes
coercitivas que aseguran el orden, rijan. Después, cuídate del vivo
como del muerto.
Ya
lo dijo el maestro Romero, padre de la criatura y uno de los más
lúcidos ensayistas de la Post-modernidad: Lo
verdaderamente aterrador es la desaparición del orden.
El
zombi es anarquista, sabe que el mayor enemigo del vivo es la
ausencia de ley, que los muertos heredarán la Tierra, porque ellos
son los mansos: nunca agreden al prójimo, de hecho, ni buscan al
vivo.
Conmueve
la secuencia inicial de La
tierra de los muertos vivientes (The Land of the Dead, 2005; George
A. Romero): un grupo de
zombis, deambula por un parque, hay una banda que ejecuta con torpeza
pero determinación, incluso una novia disfrutando por una eternidad de su día...
-Pero
eso no da miedo Marco.
-Espera, que llegan los vivos.
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