domingo, 8 de abril de 2012

SEXO, SECRETOS Y SATÉN NEGRO II










El cine ha sido, junto a la música, el gran creador de mitos del siglo XX, asumiendo, claro, la dificultad de la definición de mito, su significado multívoco, equívoco incluso, más allá de su sentido primigenio de relato fundacional y más acá de la idea de testimonio de acciones modélicas o ejemplares.

Si nos fascina el fantástico es quizá por ser el único género que puede servirse de la alegoría con eficacia sin resultar en exceso abstracto, como una convención gozosamente asumida por la audiencia en virtud de la concreción que le dispensa una cierta formulación visual y los consabidos meandros argumentales, al servicio, en última instancia, del espectáculo, para trazar un discurso oblicuo sobre “la realidad” del alma humana, su cara oculta y sus miedos, indagar el eterno rastro del deseo.
Siempre en lo oscuro, seductor por problemático, estimulante por su renuencia a la lógica.
Pensar es una perversa actividad nocturna, ya lo dijo Hegel con la metáfora de la lechuza.

Y si hay que algo nos da quebraderos de cabeza, es el sexo.

El ser humano sigue sin poder resolver el problema de la sexualidad. Por encima de épocas y culturas, morales restrictivas o laxas, el problema permanece.
Cuenta F. Raphael, que en un momento de la escritura del guión de Eyes Wide Shut, ante las dudas que le suscitaba la adaptación de un texto de los años 20, por lo anacrónico de su premisa, le espetó a Stanley:

 -¿Stanley, no crees que son cosas superadas por la pareja actual?
 -¿De veras lo crees?

Sabemos, con el maestro, que hay cosas que nunca superaremos, como hallarnos ante la impúdica realidad del deseo manifiesto del otro, y en ocasiones, hasta del propio. Pocas metáforas tan ilustrativas a este respecto, que la de la fiera desatada al condescender con su cumplimiento, convocada desde mismo el infierno que lo alienta.
El deseo propio figura ser un diablo con forma de felino que matará a su objeto.

Desconozco el origen del mito. Acaso sólo sea fruto de una genial intuición de DeWitt Bodeen, autor del libreto de La mujer pantera (Cat People, 1942; Jacques Tourneau), sobre el que Paul Schrader y su guionista, Alan Omsbyr, desarrollan todas sus posibles implicaciones, en el remake de 1982, lejos de las limitaciones que tuvo su ilustre predecesor.

Para Tourneau, el recurso a la metonimia era obligado, pero bendita limitación: pocas imágenes tan bellas como la de la noche de bodas de Irina, con Oliver excluido del recinto íntimo del dormitorio, mientras se escucha, a través de una estrofa de nieve, los rugidos lastimeros de la pantera. Inmejorable puesta en imágenes del conflicto.

Sin embargo, la mayor aportación del film de Schrader son los personajes masculinos, siendo Irina, en cierto sentido, víctima de ellos. Si en el film clásico, Irina se encontraba ante su limitación de satisfacer a Oliver, con una rival que podía ofrecerle lo que a ella le está vedado, concitando así unos celos que daban lugar a la amenaza de la pantera, ahora, al bascular el peso dramático hacia los hombres, la réplica de la célebre persecución de Alice, concesión genérica y tributo al clásico, resulta, además de carente de tensión, inmotivada.
La rivalidad sólo existe entre Paul y Oliver.
Paul (Malcom McDowell), el hermano de Irina (Nasstasia Kinski), es la mayor novedad con respecto al film original.
Él conoce la maldición de los hombres-gato y sabe que para evitar liberar el mal, tienen que cumplir su deseo en un igual, único modo de servir a la especie.
La violación de un precepto cultural, moral, en nombre de la ética. Mejor incesto que homicidio, ¿no? Delicioso.

Por otro lado, el personaje de Oliver (John Heard), es un misántropo que prefiere la compañía de los animales. Lo que le enamora de Irina es la pantera. Paul desea a la mujer que mantiene reclusa a la bestia; víctima de la maldición, su deseo es poner fin a la matanza, pero también es consciente de que la abstinencia nunca es una opción.

Oliver desea al felino, quiere que la mujer disuelva su feminidad en la furia indómita de la pantera. No le importan las consecuencias.
Alice, en efecto, no cumple papel alguno en el ficticio triángulo que informa junto a Oliver e Irina, es un residuo incómodo del guión original, perfectamente omitible.
Sendos varones se disputarán a Irina con el resultado esperable de la muerte de Paul que condena a la joven. Paul resulta ser un personaje trágico: esclavo del deseo y presa de los remordimientos, que tras toda una vida deseando unirse a su hermana, como sus padres se unieron, se encuentra con el estorbo de un zoófilo que puede ofrecerle a Irina lo que él no puede sin horrorizarla: su deseo. Notable inversión de la premisa del original.

En adelante el conflicto sólo podrá ser resuelto dando cumplimiento Oliver a su más intima fantasía: copular con la pantera.
El mito de la mujer pantera no ha sido favorecido por la industria cinematográfica con la frecuencia que lo ha hecho con el insulso licántropo que tan pocas obras memorables ha dispensado, incluso las mejores, están lejos del film de Tourneau. Quizá por ser un mito que se clava en el corazón del deseo y el deseo siempre es un tema espinoso, enojoso, problemático.

Y no sólo el del otro.



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