El cine ha sido, junto a la música, el
gran creador de mitos del siglo XX, asumiendo, claro, la dificultad
de la definición de mito,
su
significado
multívoco,
equívoco
incluso,
más
allá
de
su
sentido
primigenio
de
relato
fundacional
y
más
acá
de
la
idea
de
testimonio
de
acciones
modélicas
o
ejemplares.
Si
nos
fascina
el
fantástico
es
quizá
por
ser
el
único
género
que
puede
servirse
de
la
alegoría
con
eficacia
sin
resultar
en
exceso
abstracto,
como
una convención
gozosamente
asumida
por
la
audiencia
en
virtud
de
la
concreción
que
le
dispensa
una
cierta
formulación
visual
y
los
consabidos
meandros
argumentales,
al servicio, en última instancia, del espectáculo, para
trazar
un
discurso
oblicuo
sobre
“la
realidad”
del
alma
humana,
su
cara
oculta
y
sus
miedos,
indagar
el
eterno
rastro
del
deseo.
Siempre
en lo
oscuro,
seductor
por
problemático,
estimulante
por
su
renuencia
a
la
lógica.
Pensar
es
una
perversa
actividad
nocturna,
ya
lo
dijo
Hegel
con
la
metáfora
de
la
lechuza.
Y
si
hay que algo
nos
da
quebraderos
de
cabeza,
es
el
sexo.
El
ser
humano
sigue
sin
poder
resolver
el
problema
de
la
sexualidad.
Por
encima
de
épocas
y
culturas,
morales
restrictivas
o
laxas,
el
problema
permanece.
Cuenta
F.
Raphael,
que
en
un
momento
de
la
escritura
del
guión
de
Eyes Wide Shut,
ante
las
dudas
que
le
suscitaba
la
adaptación
de
un
texto
de
los
años
20,
por
lo
anacrónico
de
su
premisa,
le
espetó
a
Stanley:
-¿Stanley, no crees que son cosas superadas por la pareja actual?
-¿Stanley, no crees que son cosas superadas por la pareja actual?
-¿De
veras
lo
crees?
Sabemos,
con
el
maestro,
que
hay
cosas
que
nunca
superaremos,
como
hallarnos
ante
la
impúdica
realidad
del
deseo
manifiesto
del
otro,
y
en
ocasiones,
hasta
del
propio.
Pocas
metáforas
tan
ilustrativas
a
este
respecto,
que
la
de
la
fiera
desatada
al
condescender
con
su
cumplimiento,
convocada
desde
mismo
el
infierno
que
lo
alienta.
El
deseo
propio
figura
ser
un
diablo
con
forma
de
felino
que
matará
a
su
objeto.
Desconozco
el
origen
del
mito.
Acaso
sólo
sea
fruto
de
una
genial
intuición
de
DeWitt
Bodeen,
autor
del
libreto
de
La
mujer
pantera
(Cat
People,
1942;
Jacques
Tourneau),
sobre
el que Paul
Schrader
y su guionista, Alan Omsbyr, desarrollan todas sus posibles implicaciones, en
el remake
de
1982,
lejos
de
las
limitaciones
que
tuvo
su
ilustre
predecesor.
Para
Tourneau,
el
recurso
a
la
metonimia
era
obligado,
pero
bendita
limitación:
pocas
imágenes
tan
bellas
como
la
de
la
noche
de
bodas
de
Irina,
con
Oliver
excluido del recinto íntimo del
dormitorio,
mientras
se
escucha,
a
través
de
una
estrofa
de
nieve,
los
rugidos
lastimeros
de
la
pantera.
Inmejorable
puesta
en
imágenes
del
conflicto.
Sin
embargo,
la
mayor
aportación
del
film
de
Schrader
son
los
personajes
masculinos,
siendo
Irina,
en
cierto
sentido,
víctima
de
ellos.
Si
en
el
film
clásico,
Irina
se
encontraba
ante
su
limitación
de
satisfacer
a
Oliver,
con
una
rival
que
podía
ofrecerle
lo
que
a
ella
le
está
vedado,
concitando
así
unos
celos
que
daban
lugar
a
la
amenaza
de
la
pantera,
ahora,
al
bascular
el
peso
dramático
hacia
los
hombres,
la
réplica
de
la
célebre
persecución
de
Alice,
concesión
genérica
y
tributo
al
clásico,
resulta,
además
de
carente
de
tensión,
inmotivada.
La
rivalidad
sólo
existe
entre
Paul
y
Oliver.
Paul
(Malcom
McDowell),
el
hermano
de
Irina (Nasstasia Kinski),
es
la
mayor
novedad
con
respecto
al
film
original.
Él
conoce
la
maldición
de los hombres-gato y
sabe
que
para
evitar
liberar
el
mal,
tienen
que
cumplir
su
deseo
en
un
igual,
único
modo
de
servir
a
la
especie.
La
violación de un precepto cultural, moral, en
nombre
de
la
ética.
Mejor
incesto
que
homicidio,
¿no?
Delicioso.
Por
otro
lado,
el
personaje
de
Oliver
(John
Heard),
es
un
misántropo
que
prefiere
la
compañía
de
los
animales.
Lo
que
le
enamora
de
Irina
es
la
pantera.
Paul
desea
a
la
mujer
que
mantiene
reclusa
a
la
bestia;
víctima
de
la
maldición,
su
deseo
es
poner
fin
a
la
matanza,
pero
también
es
consciente
de
que
la
abstinencia
nunca
es
una
opción.
Oliver desea al felino, quiere que la mujer disuelva su feminidad en
la furia indómita de la pantera. No le importan las consecuencias.
Alice, en efecto, no cumple papel alguno en el ficticio triángulo
que informa junto a Oliver e Irina, es un residuo incómodo del guión
original, perfectamente omitible.
Sendos varones se disputarán a Irina con el resultado esperable de
la muerte de Paul que condena a la joven. Paul resulta ser un
personaje trágico: esclavo del deseo y presa de los remordimientos,
que tras toda una vida deseando unirse a su hermana, como sus padres
se unieron, se encuentra con el estorbo de un zoófilo que puede
ofrecerle a Irina lo que él no puede sin horrorizarla: su deseo.
Notable inversión de la premisa del original.
En
adelante
el
conflicto
sólo
podrá
ser
resuelto
dando
cumplimiento
Oliver
a
su
más
intima
fantasía:
copular
con
la
pantera.
El mito de la mujer
pantera no ha sido favorecido por la industria cinematográfica con
la frecuencia que lo ha hecho con el insulso licántropo que tan
pocas obras memorables ha dispensado, incluso las mejores, están
lejos del film de Tourneau. Quizá por ser un mito que se clava en el
corazón del deseo y el deseo siempre es un tema espinoso, enojoso,
problemático.
Y no
sólo el del otro.
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