sábado, 21 de abril de 2012

DREAMERS...Todos fuimos soñadores, viendo las chicas pasar, pero el sueño terminó y el insecto ha despertado.


Qué la vida iba en serio,
uno lo empieza a comprender más tarde...





Todos fuimos soñadores, viendo declinar el día acodados en el alféizar mellado, con Janes Joplin atronando el cuarto de invitados, los ceniceros demasiado llenos y las botellas siempre vacías. Tratando de adivinar si la realidad que se filtraba entre el cortinaje de lágrimas era también un sueño o la gran broma final.
Pero Marcuse se nos iba cayendo de las manos y apenas nos dábamos cuenta.

Hay un fulgor en el cielo, triste por ser el último fulgor del día, triste, como lo es toda despedida.
Hay también un rojo pálido en el interior, triste por ser una mentira apenas, una excusa.
Ningún amarillo, el color que sólo la música puede hacer sonar.

Asomados a la ventana, vemos las chicas pasar, con sus faldas ajustadas de negro vinilo, ninguna con sostén. Todos esos libros bajo el brazo, de ida o de vuelta (como nos creíamos entonces), y todas exhibían ese lustre en su piel que es la materia de que se hacen los sueños.
Pero Cirlot se nos caía de las manos. Y apenas nos dábamos cuenta.

Todos fuimos soñadores durante un amanecer cualquiera, distrayendo la espera entre los versos de “Pandémica y Celeste”, suspendidos en la cresta de una pregunta: Won´t you, come see me, Queen Jane?
Antes de saber que las reinas nos estaban prohibidas a los chicos pobres del barrio, cuando creímos que el placer era algo sencillo, que bastaba una razón para demoler el prejuicio, la costumbre, una moral que se rendiría sin más a los violadores de la Ley del Padre.
Pero la Razón es una puta que se presta a todos los fines.
Y lo supimos demasiado tarde.

Mientras, los hombres se afanaban en la descarga de grises camiones que aparcan en petaca y los niños componíamos enardecidos versos herrumbrosos sobre las bondades del trabajo.
Pero hacía una eternidad que habíamos silenciado a Horkheimer.

Todos fuimos soñadores bajo las sábanas prestadas de un albergue extranjero, cuando quisimos conquistar París con When you`re strange resonando como un clamor, una súplica, contra una diminuta lápida de Peré-Lachaise.
Y fatigamos Montparnasse con Darío y Verlaine en la mochila, la absenta ardiendo en las venas, las imágenes de Becker surcando heridas en el alma (y cómo escocían)
Y buscamos en vano el casco de oro de Simone Signoret en cada extraña que nos salía al paso o un pasaje al fin del mundo en L`Atalante en compañía de Jean Seberg.









Todos fuimos soñadores al volante con Pierrot (Je Mapelle Ferdinand), el brazo sobre el hombro de Lula, escuchando a Chris Isaak por carreteras perdidas, bajo la noche oscura, ante la realidad que nos abrían las luces, camino a la improbable la isla Utopía, creyendo que la revolución la harían por nosotros, creyendo que la belleza era habitable, hospitalaria, inexpugnable, una huida posible a cualquier parte, al fondo de todos los corazones.


Pero Foucault ya era cenizas y la revolución requería quemar más libros, caminar sobre sus pavesas.
Y los amamos tanto.
Cabrones.

Todos fuimos soñadores abrazados al cuello de una botella, creyendo que sería una mujer o (peor aún), al cuello de una mujer creyendo que sentiríamos la embriaguez que nos ofrecía esa botella ausente, para acabar lamentando, corrigiendo a Alberti, dame tú, vodka, a cambio de mis penas,/ todo lo que perdí para tenerte.
Pero Los versos del Capitán abrían un hueco sin remedio en nuestra biblioteca.
Y en ninguna mujer encontramos a Eva Green. Ninguna fue Lilith.




Todos fuimos soñadores cuando pensamos (ilusos) que este sería el mejor de los mundos posibles para siempre (¡barra libre, chicos!), y añoramos la épica de Street fighting, man, enredados en el tul azul del canuto, antes de que la realidad nos cogiera a traición, con la musculatura laxa, entumecida, sin las botas puestas, incapaces de salir a defender lo que otros más dignos, pelearon y ganaron para nosotros.
Y lamentamos por redes y fronteras, y colgamos “mordaces” consignas que ocultan una desidia, la cobardía acomodaticia y burguesa, a la espera resignada, consentida y cómplice de la consabida declaración de victoria mil veces rediviva: Cautivo y desarmado...

Todos fuimos soñadores en el bar de la esquina, volcando la rabia ante la cerveza tibia y el mechero sin piedra, contra el contenedor inocente que nos encontraba a la salida: era un conato de subversión, un acto de rebeldía total que pondría el sistema patas arriba, tan sólo una sandez trasnochada e inútil, rubricada con la torpe ejecución de un grafiti o la cita trastabillada de Brecht, cuando ya ni en las ideas creíamos: Toda filosofía es también una filosofía, toda opinión, un escondite. Toda palabra, una máscara.

Y aquí estamos, veinticatorce años después, insomnes, añorando ese sueño especioso de tener intimidad con la Razón, pero igual que el Bruno de Houllebecq, ya descubrimos que la principal meta de la vida es el sexo, y es una meta inalcanzable por su exigencia de perpetua renovación, una apetecer ciego que de hecho es ajeno a la idea de una meta final, tan sólo paradas provisionales encontramos en sus desoladas provincias.
Descubrimos que el animal vive al hombre y que ante su hedionda presencia sólo queda otorgar, en silencio, de hinojos, humillados ante el imperativo del deseo, que es nuestra condena.
Entre tanto, matamos el tiempo emborronando cuartillas y quemando el reproductor de DVD, apurando martinis mal agitados y mirando a las chicas pasar, a la espera de que el tiempo dé sepultura a nuestro cadáver viviente estragado de nihilismo, poblado de signos e imágenes, canciones tristes.
Pero, de momento, nada de adiós muchachos.
Tenemos aún a Dylan, los Rolling y Platón, Nietzsche, Faulkner y Proust. Kubrick, Truffaut...
 Algunos buenos amigos cómplices, bastantes cigarrillos y Absolut suficiente.
Huevos de sobra para envidar con un farol al órdago de la Dama de Blanco, quién sabe si para intentar seducirla, deslizar las manos intrusas bajo su gélida túnica de tul...




Como dijo Ian Flemming en su agonía: Muchachos, todo es una juerga.

...envejecer y morir
es el único argumento de la obra.

Jaime Gil de Biedma.


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