Tener noticia de una
muerte siempre es algo triste, siquiera porque labora a la manera de
un memento mori tan
imprevisto
como
cotidiano.
Da
igual
que
sea
la
de
Gadafi
o
algún
miembro
de
nuestro
actual
gobierno
(Dios
no
lo
quiera),
la
noticia
siempre
nos
deja
con
esa
cara
de
circunstancias
previa
al
vaya-por-dios
acompasado
por
un
asentimiento compungido.
Pero
duele
especialmente
cuando
el
difunto
es
una
figura
que
nos
ha
aportado
algo,
poco
o
mucho.
Sí,
lo sé, es
puro
egoísmo.
Como
dice
un
amigo,
cada
vez
nos
confiamos
más
a
las
afinidades
electivas.
Y
la gran afinidad que pasó a la otra orilla ha sido ahora, Eugenio
Trías.
No
incurriremos en la notoria sandez y gilipollez supina de decir que
fue el último gran pensador (ya se dijo eso cuando palmó García
Calvo), pero no iríamos mal encaminados si dijéramos que que Trías
fue uno de los últimos filósofos de este país que albergó
suficiente ambición o fue lo bastante temerario como para elaborar
un sistema filosófico fronterizo sobre los cimientos calcinados por
los martillazos de fuego de Nietzsche y en el límite sin quitamiedos
del sentido y el absurdo, lo bello y lo siniestro, en la convicción
de que las grandes cuestiones que con empecinamiento se manifiestan a
través de los más variados enfoques filosóficos y que pertenecen
al ámbito de la metafísica, persisten e insisten a despecho de la
crítica radical a que se le sometiera desde los tiempos de Kant en
el ámbito de la epistemología, y en especial, durante el siglo XX,
en cuantos frentes fue posible (la ideología, el lenguaje y el
irracionalismo).
Los
que se niegan a contemplar a la Filosofía como un conocimiento de
segundo grado se amparan en la evidencia de cómo la reflexión
filosófica lleva aparejada casi de inmediato una serie de cuestiones
de difícil solución y, al tiempo, gozosas compañeras de viaje, que
sólo podremos purgar amparándonos en algún reduccionismo
metodológico présbita y ceñudo.
A los
que nos convencieron los argumentos de Marx, Nietzsche y Wittgenstein
y creemos que el filósofo no es más que un cazador de ratas
(tenemos un algo felino, taimados y rijosos, noctívagos y golfos) ,
leemos a los grandes metafísicos con admiración y sana envidia. Su
mundo era mejor, más hermoso.
Es
claro que la metafísica es lo que casi todo el mundo entiende como
intrínsecamente filosófico, tanto para sucumbir fascinado como
elevarse despreciativo, y es claro, también, que, como nos dijo
Kant, está en la naturaleza misma de la Razón, llevarnos más allá
de la experiencia hacia lo incondicionado. Sin embargo Trías se
negará a comulgar con el prejuicio occidental por excelencia que
concede preeminencia a la Razón sobre las demás facultades, y va a
traer a escena a la denostada Pasión (recordemos que ya los estoicos
aspiraban a la apatía) a la que asigna casi una condición
trascendental, ese “padecimiento” respecto a la realidad, esa
posición receptiva-pero no pasiva- es lo que funda el orden del
conocer.
Digamos
que el ámbito dilecto de su actividad filosófica fue la estética.
Se interesó especialmente por la música, escribió portentosas
reflexiones sobre Goethe, Schiller o Thomas Mann, y nos regaló a los
cinéfilos una joya de nombre mítico Lo bello y lo siniestro. Nos
enseñó que el pensamiento estético no es cosa de salones
dieciochescos, una meditación sombría sobre el juicio estético,
las categoría, su universalidad o el absurdo de tal cosa, sino un
diálogo con las obras y entre ellas, sobre las artes y su síntesis,
sin preterir al cine por su juventud, muy al contrario, en su
opinión, es el lenguaje con que Wagner soñara.
Pensó
la religión con una hondura y falta de prejuicios encomiables,
acercándonos a un fenómeno al que los límites de la Razón subyuga
y relega, pero que como seres pasionales, debemos tratar de
comprender, siquiera para, como Wittgenstein, acabar guardando
silencio, sumidos en el arrobo de místico.
Yo
llegué a su obra a través de su persona.
Corrían
los
años
en
los
que
cursaba
Filología
Hispánica
por el único motivo y sin otra razón de peso que aspirar a ser
el
James
Joyce
del
siglo
XXI,
esto
es,
un
provinciano
pedante
con
un
sentido
del
humor
un
tanto
chusco1,
y
naturalmente,
ello
exigía
un
grado
de
erudición
lingüística
difícilmente
alcanzable
por
otros
cauces.
Sin
embargo,
lo
que
ya
me
tiraba
era
la
Filosofía,
de
hecho
lejos
de
quemar
largas
jornadas
de
biblioteca
leyendo al
Arcipreste
de
Talavera
o
Diego
de
San
Pedro,
me
enredaba
y
peleaba
por entonces con
La Monadología,
Deleuze y
Foucault.
Luego
vino
el
desencanto
filológico,
a
cada
curso,
el
profesorado
era
más
y
más
mediocre,
recitadores
de
apuntes
capaz
de
arrumbar
la
vocación
del
más
pintado,
y
mi
añoranza
de
la
Filosofía
se
volvía
más
y
más
intensa,
así
como
la
dolorosa
certidumbre
de
estar
malgastando
mi
tiempo
estudiando
“la
pata
de
la
mosca”
(y
cito
literalmente
a
Isidoro
Reguera,
cuyas
clases,
cuando
iba,
eran auténticos oasis)
Y
en
estas,
en
una
entrega
de
Negro sobre blanco,
aparece
Eugenio
Trías, orondo y bigotudo,
invocando
la
doble
condición
de
filólogo
y
filósofo
de
Nietzsche,
destripando
etimologías
y
ensartando
citas
de
literatos,
tratando
de
hermanar
al
alemán
con
su
archienemigo
heleno,
Platón.
Y
hablando
sin
parar
del
Límite, la Filosofía del
Límite, la Lógica del Límite.
Supongo
que hizo que me viera a mí mismo un poco como Nietzsche, de
filólogo a anticristo, pariendo centauros.
No
tardé
en
encerrarme
con
un
libro
suyo
El artista y la
ciudad. Entre
otros
tesoros
Trías
me
regaló
la
exégesis
del
Mito
de
Eros,
y
me
invitó
a
un
banquete
glorioso
en
el
que
se
rendía
culto
a
la
belleza
y
se
tributaban
loas
al
deseo,
el
deseo
de
belleza
como
un
sacerdocio
en
cuya
orden
ansié
profesar,
que
además
tuvo
el
efecto
secundario
de
la
afirmación
orgullosa
de
un
voyeurismo militante
y
una
dipsomanía
irredenta,
aficiones hasta
entonces
algo
maricomplejiles.
Luego
llegaron otros. Me hizo inteligible a Hegel, comprender el sentido de
la tragedia y el drama, comenzar a atisbar a Schelling y aprender a
conceptualizar el torrente emocional que me desatan Bach, Schubert o
Mahler.
Además,
era un escritor como pocos. La elegancia de sus argumentos me
recuerda a Saavedra Fajardo, a Schopennhauer.
A
Trías se lo ha cargado el tabaco, dato que se apresuran a comunicar
los medios con cierto regocijo malévolo y tufillo a sermón, que es
lo mismo que decir que ha muerto por oxidación progresiva, una
multiplicación celular anómala o parada cardiorespiratoria, que los
empiristas descreemos de la causalidad.
No sé
si Eugenio Trías era el último gran pensador español, sólo sé
que era Eugenio Trías, y que nos ha quedado un poco huérfanos y un
poco tristes.
1
Tengo a Joyce por el mayor genio verbal del pasado siglo, opinión
que comparto con Borges y bien justificada desde que pacientemente
emprendí la lectura de Ulysses en
el
original
joyciano o joycense,
que
no
está
clara
la
nominación
de
la
lengua
del
dublinés,
por
cierto,
que
va
ya
para
dos
años,
y
lo
que
te
rondaré.
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