miércoles, 13 de febrero de 2013

EUGENIO TRÍAS: EL ABISMO SUBE





Tener noticia de una muerte siempre es algo triste, siquiera porque labora a la manera de un memento mori tan imprevisto como cotidiano. Da igual que sea la de Gadafi o algún miembro de nuestro actual gobierno (Dios no lo quiera), la noticia siempre nos deja con esa cara de circunstancias previa al vaya-por-dios acompasado por un asentimiento compungido. Pero duele especialmente cuando el difunto es una figura que nos ha aportado algo, poco o mucho. Sí, lo sé, es puro egoísmo. Como dice un amigo, cada vez nos confiamos más a las afinidades electivas. Y la gran afinidad que pasó a la otra orilla ha sido ahora, Eugenio Trías.
No incurriremos en la notoria sandez y gilipollez supina de decir que fue el último gran pensador (ya se dijo eso cuando palmó García Calvo), pero no iríamos mal encaminados si dijéramos que que Trías fue uno de los últimos filósofos de este país que albergó suficiente ambición o fue lo bastante temerario como para elaborar un sistema filosófico fronterizo sobre los cimientos calcinados por los martillazos de fuego de Nietzsche y en el límite sin quitamiedos del sentido y el absurdo, lo bello y lo siniestro, en la convicción de que las grandes cuestiones que con empecinamiento se manifiestan a través de los más variados enfoques filosóficos y que pertenecen al ámbito de la metafísica, persisten e insisten a despecho de la crítica radical a que se le sometiera desde los tiempos de Kant en el ámbito de la epistemología, y en especial, durante el siglo XX, en cuantos frentes fue posible (la ideología, el lenguaje y el irracionalismo).
Los que se niegan a contemplar a la Filosofía como un conocimiento de segundo grado se amparan en la evidencia de cómo la reflexión filosófica lleva aparejada casi de inmediato una serie de cuestiones de difícil solución y, al tiempo, gozosas compañeras de viaje, que sólo podremos purgar amparándonos en algún reduccionismo metodológico présbita y ceñudo.
A los que nos convencieron los argumentos de Marx, Nietzsche y Wittgenstein y creemos que el filósofo no es más que un cazador de ratas (tenemos un algo felino, taimados y rijosos, noctívagos y golfos) , leemos a los grandes metafísicos con admiración y sana envidia. Su mundo era mejor, más hermoso.
Es claro que la metafísica es lo que casi todo el mundo entiende como intrínsecamente filosófico, tanto para sucumbir fascinado como elevarse despreciativo, y es claro, también, que, como nos dijo Kant, está en la naturaleza misma de la Razón, llevarnos más allá de la experiencia hacia lo incondicionado. Sin embargo Trías se negará a comulgar con el prejuicio occidental por excelencia que concede preeminencia a la Razón sobre las demás facultades, y va a traer a escena a la denostada Pasión (recordemos que ya los estoicos aspiraban a la apatía) a la que asigna casi una condición trascendental, ese “padecimiento” respecto a la realidad, esa posición receptiva-pero no pasiva- es lo que funda el orden del conocer.
Digamos que el ámbito dilecto de su actividad filosófica fue la estética. Se interesó especialmente por la música, escribió portentosas reflexiones sobre Goethe, Schiller o Thomas Mann, y nos regaló a los cinéfilos una joya de nombre mítico Lo bello y lo siniestro. Nos enseñó que el pensamiento estético no es cosa de salones dieciochescos, una meditación sombría sobre el juicio estético, las categoría, su universalidad o el absurdo de tal cosa, sino un diálogo con las obras y entre ellas, sobre las artes y su síntesis, sin preterir al cine por su juventud, muy al contrario, en su opinión, es el lenguaje con que Wagner soñara.
Pensó la religión con una hondura y falta de prejuicios encomiables, acercándonos a un fenómeno al que los límites de la Razón subyuga y relega, pero que como seres pasionales, debemos tratar de comprender, siquiera para, como Wittgenstein, acabar guardando silencio, sumidos en el arrobo de místico.

Yo llegué a su obra a través de su persona.
Corrían los años en los que cursaba Filología Hispánica por el único motivo y sin otra razón de peso que aspirar a ser el James Joyce del siglo XXI, esto es, un provinciano pedante con un sentido del humor un tanto chusco1, y naturalmente, ello exigía un grado de erudición lingüística difícilmente alcanzable por otros cauces. Sin embargo, lo que ya me tiraba era la Filosofía, de hecho lejos de quemar largas jornadas de biblioteca leyendo al Arcipreste de Talavera o Diego de San Pedro, me enredaba y peleaba por entonces con La Monadología, Deleuze y Foucault. Luego vino el desencanto filológico, a cada curso, el profesorado era más y más mediocre, recitadores de apuntes capaz de arrumbar la vocación del más pintado, y mi añoranza de la Filosofía se volvía más y más intensa, así como la dolorosa certidumbre de estar malgastando mi tiempo estudiando “la pata de la mosca” (y cito literalmente a Isidoro Reguera, cuyas clases, cuando iba, eran auténticos oasis)
Y en estas, en una entrega de Negro sobre blanco, aparece Eugenio Trías, orondo y bigotudo, invocando la doble condición de filólogo y filósofo de Nietzsche, destripando etimologías y ensartando citas de literatos, tratando de hermanar al alemán con su archienemigo heleno, Platón.
Y hablando sin parar del Límite, la Filosofía del Límite, la Lógica del Límite.
Supongo que hizo que me viera a mí mismo un poco como Nietzsche, de filólogo a anticristo, pariendo centauros.
No tardé en encerrarme con un libro suyo El artista y la ciudad. Entre otros tesoros Trías me regaló la exégesis del Mito de Eros, y me invitó a un banquete glorioso en el que se rendía culto a la belleza y se tributaban loas al deseo, el deseo de belleza como un sacerdocio en cuya orden ansié profesar, que además tuvo el efecto secundario de la afirmación orgullosa de un voyeurismo militante y una dipsomanía irredenta, aficiones hasta entonces algo maricomplejiles.
Luego llegaron otros. Me hizo inteligible a Hegel, comprender el sentido de la tragedia y el drama, comenzar a atisbar a Schelling y aprender a conceptualizar el torrente emocional que me desatan Bach, Schubert o Mahler.
Además, era un escritor como pocos. La elegancia de sus argumentos me recuerda a Saavedra Fajardo, a Schopennhauer.

A Trías se lo ha cargado el tabaco, dato que se apresuran a comunicar los medios con cierto regocijo malévolo y tufillo a sermón, que es lo mismo que decir que ha muerto por oxidación progresiva, una multiplicación celular anómala o parada cardiorespiratoria, que los empiristas descreemos de la causalidad.

No sé si Eugenio Trías era el último gran pensador español, sólo sé que era Eugenio Trías, y que nos ha quedado un poco huérfanos y un poco tristes.




1 Tengo a Joyce por el mayor genio verbal del pasado siglo, opinión que comparto con Borges y bien justificada desde que pacientemente emprendí la lectura de Ulysses en el original joyciano o joycense, que no está clara la nominación de la lengua del dublinés, por cierto, que va ya para dos años, y lo que te rondaré.

No hay comentarios:

Publicar un comentario