…quien habla solo espera hablar a Dios un día…
MACHADO
La polifonía de voces que resuenan en las películas de Malick traducen este anhelo fundamental del ser humano de hallar un interlocutor que le ofrezca algunas respuestas tranquilizadoras, aunque sepamos que toda interrogación esencial es siempre intransitiva, reflexiva, vecina de la oración o de la blasfemia. Interpelar a la nada revela ese modo de ser y de estar en el mundo que delata un deseo, saltar por los aires los muros del ego que nos recluye y allegarnos a lo radicalmente otro, acercamiento que, sospechamos, es una liberación. Mudar la dualidad sujeto-objeto en un monismo conciliador. Trascender, en definitiva.
Siempre he pensado que interpelar a la divinidad, el Absoluto, al otro que va conmigo o llámalo X, es más humano que comerse una hamburguesa, pongamos por caso.
Malick ha actualizado a Emerson y Thoreau, los pilares más sólidos de la traición filosófica norteamericana, en un momento en el que la cultura occidental, como elocuentemente nos decía Woody Allen en el último plano de Celebrity (1998), necesita ser rescatada. Y sólo a la luz de esta crisis cultural puede entenderse el estupor unánime que su propuesta cinematográfica ha despertado, por cierto, como ya señalara hace años Carlos Losilla (nuestro mejor crítico) tributaria de King Vidor, enraizada por tanto en la tradición “clásica”, y que no obstante desconcierta, pese a tratar temas universales, humanos, demasiado humanos, y expresarse a través de personajes y situaciones arquetípicas, reconocibles. Y sin embargo, desconcierta... Preocupa.
El árbol de la vida no aporta nada nuevo a sus dos trabajos anteriores salvo la afirmación de un estilo y unas líneas narrativas y estilísticas ya plenamente definidas en La delgada línea roja (1998). En lo temático sigue trazando círculos concéntricos alrededor de la ya lejana Malas tierras (1974) y el motivo fundacional de la pareja primigenia. En este sentido, Malick ensaya variaciones sobre los temas esenciales del Génesis: el estupor del hombre ante un mundo párvulo y el nacimiento del mal, mera ruptura transitoria de un equilibrio que al cabo será reestablecido. El mal como privación o momento negativo, necesario en el devenir dialéctico. Se ha juzgado a Malick de roussoniano demasiado a la ligera.
Ricoeur domicilió la falibilidad humana, el origen de su caída, en la finitud que ofusca la capacidad de comprender, ver las cosas con perspectiva de eternidad, atributo, para Spinoza, privativo de la Divinidad. Los estoicos sabían que para ser feliz había que armonizar los deseos con los de la ley (logos) que rige el mundo, lo que presupone el conocimiento de la misma. Acaso esta propuesta se antoje en exceso conservadora, como lo resultara otrora el discurso de Renoir en El río (1950), film en el que no puedo dejar de pensar últimamente. Acaso, se objetará con Horkheimer y Adorno, que estemos justificando ideológicamente un orden injusto según la ecuación parmenideo-hegeliana, realidad racional. Sólo al final puede comprenderse el principio, sólo en el todo radica la verdad , aceptar, “consentir”, como nos dice Melanie en el film de Renoir.
“Ahora lo sé.” Eran las últimas palabras del personaje que interpretara Stacy Keach en Los nuevos centuriones (1972) Quizá sea porque al final ya nada importa demasiado y consentir es más fácil, total, la rebelión no es posible a un cadáver. Quizá Platón tenía razón. Quizá nunca dejó de tenerla y filosofar es prepararse para la muerte. El caso es que sólo al final comprendemos.
El discurso cinematográfico de Malick destruye una realidad objetiva porque destruye un espacio que vacila en unos encuadres oscilantes, inquietos, que se corrigen de continuo, atentos a los movimientos imprevistos de los actores, por lo general, dejados a su albedrío, en la danza de un montaje imprevisible que responde a un ritmo emocional, musical, dictado por una lógica asociativa o metonímica, caprichosa, atenta al latido de la vida. Se da una jugosa paradoja entre el preciosismo visual de su iluminación (siempre el sol bajo, nunca luz artificial) y la falta de planificación, el desmaño premeditado, la cercanía ocasional al maestro Cassavettes y al caudal de emociones que se precipita inesperadamente a cada accidente del argumento. Malick narra con pinceladas sueltas, nunca o casi nunca, dramatiza una situación. Visualiza acciones irrelevantes con las que pretende trascender la materialidad de las mismas en el mismo sentido pero con medios diversos con los que, según el acertado estudio de Schrader, trataban hacerlo Ozu, Dreyer y Bresson, a través de un rigorismo formal alejado de los modos de representación realistas.
Malick abstrae de la realidad todos aquellos elementos para él degradantes, el sexo, la fealdad, lo grotesco, el humor, aquello con lo que Lynch edifica su poética omniabarcante que pretende agotar el orden de lo real, consumar aquello que Vargas-Llosa llamó con fortuna “deicidio”, para destilar (Malick) una poética juanramoniana, pura y conciliadora. Donde Lynch chorrea antítesis, paradojas, oxímorons (como un místico o un barroco), Malick es aséptico y sus arguementos se ofrecen depurados de lo anecdótico en pos siempre de lo esencial.
Lynch, y los barrocos, encuentran en la espiral, en el centro descentrado, la figuración del infinito, que como una escalera de Escher no acaba de llegar a ninguna parte, sus personajes viven condenados a repetir y recorrer el mismo tramo, el laberinto sin centro, la carretera perdida que orilla el barranco Mullholand. He aquí lo demoníaco, el mal como substancialidad, el reino del simulacro. Malick, devoto de una metafísica optimista, busca, y el que busca, encuentra, porque sabemos desde los escolásticos que buscar a Dios es ya creer en él. Por eso el barroco siempre es pesimista, porque presiente que tras el arabesco se agazapa la nada y la búsqueda conduce sólo al otro lado del espejo.
La trama de El árbol de la vida se resume en la pérdida de un hijo que provoca el clamor de una madre. Por respuesta obtenemos la crónica de un nacimiento, del mundo, de la vida, de un niño que deja de serlo cuando conoce la envidia y la lujuria, cuando es Caín y es Edipo; cuando conoce el odio a un padre autoritario pero amante, arbitrario y furibundo, como el dios de los hebreos, pero con el que acaba firmando una nueva alianza. Antes, claro, dios-padre tendrá que caer de su pedestal de vanidad, fracasar para ver donde tuvo éxito; ser desterrado para volver al hogar. Perderse un poco para encontrarse.
Allí donde los personajes de Lynch se pierden, los de Malick se encuentran. No es caprichosa la asociación de cineastas tan diversos. En algo coinciden, la radicalidad de sus respectivas propuestas. Sólo comparable a la de Von Trier (por cierto, Anticristo es un film que puede verse en paralelo a éste, su negativo; juntas son las mejores piezas del último lustro)
Sentimos la necesidad de glosar a Malick o a Von Trier, la soberbia de explicarlos y explicárnoslos (escribir siempre es un acto de suprema soberbia, una concesión a la vanidad) No podemos glosar a Tarantino, su obra es necesaria, autosuficiente, se agota en su visión gozosa, no podría dejar de existir. Los otros son contingentes, como la vida o el universo, por eso nos intrigan y nos fascinan y necesitamos comprenderlos, y a través de ellos, comprendernos.
Siento que el mundo es mejor gracias a los dos.
Siento que el mundo es mejor gracias a los dos.
Después de haber visto "Melancolía" y "El árbol de la vida", me quedo con la metafísica optimista de Mallick.Desde la psicología se busca el bienestar del ser humano, y un ser que cree , que ha encontrado significado y sentido a su existencia , es una persona sin miedo y aunque se equivoque que sería imprudente afirmarlo con rotundidad,hasta el momento de la verdad podrá vivir su vida con unos principios y unas creencias que le darán fuerza y le reducirán la incertidumbre,en otras palabras,un cerebro sin estrés.Creer es bueno para la salud y hoy en día la moda es no creer
ResponderEliminarOcurre, sin embargo, que creer es dificilísimo. No es tanto una moda como una imposibilidad, impotencia. Por otro lado, desde un punto de vista artístico, el nihilismo resulta más convincente (acaso porque lo suscribimos, no fue elegido, abrimos la puerta y ya estaba ahí, y me temo, que vino para quedarse)El final conciliador de Malick, no sé por qué, me resulta más falso que el fin de Von Trier. Quizá porque funciona mejor dramáticamente o porque, como dice Justine, estamos solos, lo sabemos, y resulta catárquico ver a otros sucumbir a la deseperanza. ¿Cómo reaccionarías tú?
ResponderEliminarAdoro a Malick, pero me quedo con el danés chiflado y su metafísica pesimista.