Un día decidió ir a la biblioteca. Todos los días se acostaba, desde hacía semanas, aún con el eco del atronador sonido de los cañones de Strelnikov retumbando en las simas de su miedo, para enfrentar el día en el que la esperanza venciera al temor y le resolviera a viajar a Yuriatin, idea premeditada no concebida por la mente, no por el deseo, sino por el mero tedio de la espera y que sería llevada a efecto con el puro quieto placer de un hombre que ansiaba la liberación de testimoniar una ausencia, debida a la marcha oportuna, a un desvanecimiento no violento que llevaría lejos el recuerdo, la esperanza; se negaba a pensar en otra posibilidad.
Ensilló el caballo, aseguró las bridas con vigor: era la primera vez que montaba desde que llegaron a Varýkino. Descubrió enseguida que aquella primera mañana verdaderamente primaveral servía a sus propósitos, ninguna nube abrumaba el alto cielo de un intenso azul, el viento le allegaba rumores de balalaikas como en su infancia pasada en los campos circundantes, pero eso sólo contribuyó a que refrenara los ímpetus de su corazón ante la expectativa imposible difiriendo el placer que se enredaba entre los cascos del caballo en su trotar liviano, expedito del yugo que lo uncía a las labores agrícolas, tras la estela de un deseo furtivo y distraído en la contemplación del verde nuevo, reconstruyendo en la memoria los soñolientos límites entre las amanecidas opacas de los meses de invierno interminables, desentrañando una por una la urdimbre quieta de la espera(áspera como un tasajo e inmóvil como hielo) cuando se le ocurrió de pronto que podía avivar el paso del animal, reducir a un tránsito breve el hueco temporal y asoleado en el que se había desvanecido los días individuales desde que la viera marchar acodado en la planta más alta del caserón que ofició de improvisado hospital de campaña y apretó las rodillas sobre los flancos del animal y dejó de recorrer con la mirada las ubérrimas campiñas para dirigir la vista hacia el frente, sólo hacia el frente, sabedor de que al final del camino que serpenteaba más allá del bosque que ya se le ofrecía a la vista, se encontraría, no con un pueblo en ruinas, no con una biblioteca que puede ni existiera y en cuyos volúmenes polvorientos, si no habían sido reducido a cenizas, distraería como mucho el tedio. Entonces lo supo, siempre lo había sabido en el apenas formulado deseo que se agazapaba en el talud de su conciencia y clavó con ímpetu las rodillas en los ijares del animal ya en un rapto de impaciencia, devorado por una pasión sorda que zumbaba en sus oídos y el mundo a su alrededor se oscureció con el galope, permaneciendo únicamente el fanal que lo orientaba hacia ella, esa única luz que había brillado en sus días desde aquél ya lejano que la viera partir, no por distante ahora, sofocada a lo largo de su exilio de frío y estepa durante el cual nunca dejó señalarle el camino de vuelta. Ahora lo sabía, los cañones de la revolución y el odio no podrían apagar la luz, porque esa luz en pétalos desatada vivía más allá de todo y de todos, de las convulsiones de la Historia y sus veleidades criminales, de sus deberes y vocaciones, de sus miedos. En su deseo, porque ese afán de luz que anega sombras vivía en él y con él. Por él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario