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jueves, 14 de noviembre de 2019

El impostor regresa al Paranaso




El Poeta, hijo de Apolo, hace su entrada con el abrigo sobre los hombros y las sienes beatíficas, multitudinario y quedo, como una muchedumbre que camina en secreto, desplazando el aire sin esfuerzo. Noli me tangere, aire. Tú lo ignoras, pero esta materia deslizante es palabra, verbo divino, música de las esferas celestes. Porque el aire es aire y no lo sabe, pero el Poeta pasea con un ángel.

A falta del fiel Lomas, cumplido cronista de las hazañas del Poeta, el Director del centro y la Directora del Departamento de Lengua, suplen como buenamente pueden tan llorada ausencia para que un auditorio de estudiantes ajenos a la gloria de aquel conquistador de parnasos, comience a saber lo que intuye desde que lo vieron entrar, ese hombre ha visto el otro lado de las cosas, este hombre ha tenido intimidad con las musas, el Poeta está en posesión de un arcano que pronto les revelará, a saber, la poesía se hace con palabras.
   
El impostor llega tarde, como un mal verso, a destiempo y rompiendo la cadencia, como la sinalefa torpe del epígono que no domina el arte. Corre a ocultarse tras la columna, lejos de la mirada del poeta, dentro del alcance de la voz que ha osado romper. Pero el venero de la voz es inextinguible, invocación que nombra y encomienda venir a las cosas, y el Poeta retoma el recital, y lee: ‹‹mientras el tiempo pasa…›› y la compañera sentada a la derecha del impostor, asiente. En efecto, el tiempo pasa y para ratificarlo se mira el reloj.

El Poeta lee: ‹‹De noche solo hay oscuridad››, y la compañera que en pie asiste a la lectura, se lleva la mano emocionada a la boca y rinde la cabeza sobre la revelación, y le tributa una lágrima que enjuga discreta, antes de recobrarse, devolver la mirada a la fuente de la voz, que, como quedó apuntado, el impostor no ve, pero no puede no escuchar en un ligero murmullo, una armonía como de astros bailando al son de este Francisco de Salinas redivivo, y se lo figura con un cervatillo tascando dulce a su lado y dos golondrinas descendiendo sobre su cabeza con una corona de flores.

Pero en mitad de este océano de beatitud, anida un quebranto, el Poeta se siente, ¡ay!, abandonado por las estrellas. 

El lenguaje del Poeta es, además de precioso, preciso. Así, cuando el término «cosa» se clava en un verso, no es con vocación erudita, ni para satisfacer cierto prurito pedante de exactitud con recurso a un tecnicismo, sino en aras de la precisión semántica que el verso requiere, porque tenía que ser ese término, porque no podía ser otro. El Poeta nos cuenta ufano que ha tenido intimidad con lo sagrado que habita en las cosas, y el impostor, de imaginación grosera, evoca una «cosa», y su cosa divina plegada sobre un pudor carnoso, ensartada por la pluma del poeta que moja en su cálamo húmedo y cálido para sumergirnos de nuevo en el silencio tan caro, por más que la cosa no pueda evitar un suspiro de gozo u homenaje a la virtud perdida.

En fin, que el Poeta se conmueve con la cosa, y la nombra con gratitud: COSA.

El Poeta prosigue infatigable peinando con la voz el campo de sus versos, y lee que el viento del oeste deja sobre su cuaderno semillas de cilantro y filamentos de hinojo, pero su inalterable beatitud y santa paciencia no sufren menoscabo por semejante tropelía, y en vez de nombrarle al viento sus muertos, sacude desdeñoso las molestas ramas del escritorio que le estorban el oficio, y sigue cantando la gloria universal, iluminando una parte del mundo con dos cerezas…rojas…

En efecto, su maestría adjetivando no tiene parangón.

El Poeta acumula hojas, fragmentos de cerámica, caracolas marinas y raíces, y el impostor piensa si no padecerá de síndrome de Diógenes, porque después añade que busca la pila de una fuente, y una piedra, y el impostor saca una cáscara de mandarina del bolsillo, pensando si sería un atrevimiento ofrecérsela.

Después de varias preguntas formuladas por los chicos que el Poeta responde con generosidad, por aclamación de los miembros del Departamento, lee el último poema, aquel que contiene el verso que titula el libro: «He plantado un pino sobre la tumba de los reyes», se comprende que el Poeta es republicano.

A continuación, dos alumnas le hacen entrega de un cuadro y se abre un silencio expectante, angustioso, atento, un silencio que tensa la atmósfera del salón en dilatada espera del juicio del Poeta, que al fin exclama, Si parece un Modigliani, mi favorito. Entonces, el aplauso, palma contra palma, felicidad contra agradecimiento por la luz con que los ha gratificado.

 Ven que te lo presento, escucha decir a una compañera, es muy amigo mío. Y el impostor envidia a aquella mujercilla de grandes ojos y nervio vivo que no habla con él, y se acerca a ella con una petición, una súplica, pero de inmediato se arrepiente, acepta que ya no le queda nada por hacer allí. Apesadumbrado, se siente indigno de la palabra tributada, del silencio aturdido, silencio que «es un océano en calma», y mientras enfila el pasillo, solo, camino de la siguiente clase, se pregunta con estupor, devoción, asombro, ¿de dónde sacará esas imágenes?

Pero el silencio, ¡ay!, deja a cada uno llegar a ser quien es, ¡impostor!




viernes, 11 de diciembre de 2015

Impostores en el Parnaso



A mis amigos, que saben.


El alumbrado navideño, con su cendal multicolor aposentado sobre las calles, prestaba a la noche un ambiente de vísperas, cercanías de natividad. La comitiva se allegaba de oriente y occidente, norte y sur, con su dádiva de gratitud envuelta en papel regalo. En las inmediaciones del paraninfo, resonaban ecos de liras, quejidos de zampoñas, llantos de guitarra (que rompen apliques en la antesala). Disturbios de Heno de Pravia amasaban la atmósfera endurecida por la calefacción, demasiado alta, a despecho de que esa noche el frío de los cuerpos iba a ser mitigado por el fuego de las almas avivado por mor del candil lírico; la llama viva de la poesía que tiernamente hiere y dulcemente inflama; las pavesas de la ilocutio y las ascuas de la retórica: ¡mariposa en metáforas desatada!
En pocos minutos, el Poeta presentaba su última obra. Se podía ver la expectación de la concurrencia en los visajes, la cercanía de los éxtasis del Parnaso, en el brillo turbio de los ojillos aguanosos. Todo estaba dispuesto, los ejemplares se alineaban impecables, cerrados sobre una secreta promesa, celosos de la ambrosía verbal que había destilado el ministro dilecto de las Musas, al que sin duda, habían dispensado sus más íntimos favores. Nunca antes, aquella humilde sala de apenas cien butacones, había albergado en su seno, semejante acontecimiento y, en consecuencia, nunca antes, tantos y tan mullidos butacones habían sido ocupados por tantas y tan mullidas posaderas (con perdón).
Los organizadores retrasaron cortésmente, apelando a la paciencia del Poeta, el evento para que nadie se quedara fuera. Un lema comenzó a extenderse como la pólvora, que pronto adquirió forma de “hastag” y categoría de “trending topic”: #Niunofuera. No permitamos que el tráfico impida a ningún lector del Poeta, con independencia de sexo, condición, religión, situación laboral, estado civil, ranking en el Fifa 2015, filiación sindical o simpatías futboleras, dejar de asistir a un solo minuto de la intervención (ellos no lo harían, Él no lo querría). Así, butaca tras butaca, fila tras fila, el paraninfo se fue llenando hasta dejar tan solo algún hueco vergonzante, la desdichada butaca solitaria que debía arrostrar la chanza y el vituperio, la sorna y la mofa de sus afortunadas compañeras.
Los infiltrados, alertas de su intrusión, temerosos de que el estigma de la impostura la proclamara, se refugiaron, emboscados, en la última bancada, armados con munición de libreta y esgrima de bic azul, para tomar notas. Pues aquello, quién lo duda, sería para ellos una clase magistral, la sesión intensiva de un taller de escritura improbable: el testimonio de la transubstanciación de la palabra humana en verbo divino.
Al fin, para solaz y regocijo de la asistencia, el acto comenzó. Luego de las enojosas  presentaciones (¡eran necesarias!) que pusieron a prueba la paciencia soberana de la congregación, comenzó a hablar el Poeta. Esa palabra serena, ese verbo forjado con metales nobles, ese chascar de la lengua, ese tascar en el pasto rancio de la verba clasicista, la sintaxis decimonónica, el término oxidado que cobra nueva vida en el alambique divino de este alquimista del idioma.
Uno alcanzaba a ver a través del bosque de iphones que había brotado apenas el Poeta tomó la palabra (¿he dicho “tomó”?, meció, arrulló, sedujo la palabra), las cabezas solidarias vueltas hacia su destino, el sol que ponía luz a sus fatigas, quitaba lastre a sus miserias, compartía brillo con la atonía gris de los suscritos a la prosa anodina de los que no nacimos bajo el signo de Apolo.   
El Poeta había tenido a bien regalarnos con una recreación lírica de sus memorias, esas que se reparte en paseos con el padre al calor de un amor firme y viril, las caricias de la madre, el volar de las cigüeñas, estrellas en las cornisas, paz bajo los pórticos, esperanzas al socaire de los dinteles, vocaciones crecidas en la intimidad de los soportales. Todo lo que aguardaba a ser vivificado por la palabra “en el extremo septentrional de la memoria”. El álbum familiar, el jardín recoleto de Cándido adonde el Poeta se retira, bucólico, del mundanal ruido. Ese jardín amenazado de continuo por el avance pertinaz de las malas hierbas intrigantes que ponen desvelos en la madurez del jardinero lírico y enturbian la serenidad casi inquebrantable de su ánimo calmo, de su sabia molicie, de la infinita benevolencia que exudan sus palabras.
Y todo sería beatitud, todo solaz campesino, beatus ille!, belleza jardinera y oficio de labriego, si no fuera por esa nota fúnebre, ¡ay!, la presencia imprevista de la cruel igualadora de condiciones, ingrata saqueadora de dicha, dura enemiga de todo lo vivo. Y te llevaste al perrillo, el perrillo faldero que cogía con la boca la pelota que el poeta le tiraba con la misma mano que escribe estas prosas líricas. ¡Ay! al perrillo que olisqueaba en el arriate con la nariz, escarbaba con la patita, lamía esa mano benévola con su lengua húmeda y rugosa, oteaba el horizonte con sus ojillos, meaba la araucaria con ese penecillo peludo y emboscado, el jodío.
Pero para que su memoria no se perdiera en el piélago del tiempo, el Poeta apesadumbrado, dejó bajo el limonero, donde el animalillo se protegía de la solana y que ahora aloja en su tierra ubérrima ese cuerpecillo menudo y sin vida, la correa volandera con su nombre inscrito en una plaquita plateada: “Cuco” .
El aplauso restalló, hizo saltar los quicios, descoyuntó puertas y caderas, apagó las luces y estremeció la sala entera. La lectura había llegado a su fin. Llegados a este punto, los ojos se fundían en lágrimas, las manos se trenzaban en oración, los feligreses se rendían a la lectura sagrada con entrega devota. Los que aún no se habían hecho con el libro (hombres de poca fe) corrieron a proveerse de los escasos ejemplares que se hallaban disponibles. Los impostores intercambiaban miradas de incredulidad, sentían el rejonazo de la envidia al tiempo que el bálsamo del agradecimiento sellaba su herida. Ninguno se atrevió a allegarse al Poeta, ninguno osó a pedir una dedicatoria, tan indignos se sentían.
A la salida, el Poeta, benévolo, luego de cumplir pacientemente con el centenar de devotos fieles, los encontró en un rincón, los cuatro, ateridos bajo el fino ropaje de la mediocridad que apenas conforta, esquinados contra su propio abandono, insignificantes en el palacio señorial de las Musas. El Poeta los miró y dijo, con infinita condescendencia: “ En verdad os digo que aquí hay mucho infiltrado, mucho fariseo, mucho sepulcro blanqueado”.
Los impostores no pudieron menos que rendir la mirada arrasada de vergüenza, inclinar al unísono las cabezas apesadumbradas, uncidas bajo el yugo de los elegidos para servir en el Parnaso. Y solicitar el perdón por no haber llevados sus ejemplares (que nunca adquirieron, los muy gualtrapas) para que fueran rubricados por aquella mano santa.
¡Ay!, ¡ ay! y tres veces ¡ay!


miércoles, 17 de diciembre de 2014

El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo



Te convoco formulando un enigma: pronuncio tu nombre Artemisa



dame la palabra, me pediste
tómala y déjame, pero no me dejes














no eres el seno que mis manos perfilan
no eres la luz que mis ojos te prestan
no eres el tiempo anclado en mi memoria
no eres el fin que mi deseo proclama
no eres el mal que mi temor presume
no eres el viento que agita la noche
ni el temblor que sentí bajo mi cuerpo
ni el rumor que el corazón añora








No eres mi amor mi odio mi olvido













no espero menos de ti,
una lágrima muda, el viento breve azul del mediodía,
la locura, la niña muerta,
un tal vez, un quizá, un hasta nunca





"tu solo cuerpo posible:
tu dulce cuerpo pensado." 
Salinas







hoy me prestas tu alma rota
pronta a la servidumbre del placer
servil a la inminencia del dolor
y ese gesto de quimera desolada
tan tuyo Proserpina




la soledad exacta,
la concreta geometría del miedo
y un rumor de lamento en las veletas










eres sombra

espacio en vilo abierto entre una duda y la mañana
eres la ausencia que dejaste en los armarios
eres el ocaso de la luna de noviembre
eres la novia muerta que se asoma a la ventana
eres la ruina del paisaje en enero
eres la herida sin sutura que se abre entre tus piernas





Buscas la respuesta en los cielos de lo que está escrito sobre tu piel







víspera de tu cuerpo
mis manos guardan la memoria de tus muslos,
un óxido de tristeza demorado en la piel
y no supe qué decir
ante ese afán de caricias condenadas
moriré en la drama que escribiste
y caeré por el desfiladero de tus pechos al calvero mudo que se anima en sombra








veo al niño que atesoras
la vida lenta que ofende y desdice tu virtud asesina
veo al niño demorado en el mecanismo minucioso de la vida
veo al guiñapo oscuro que te mora creciendo en el vértice del odio
íntimo de vida
y después el latido
y después
solo el guiñapo la sábana manchada la memoria sucia
después solo tú como ahora como ayer 








de ti escapé en ti encontré la vida
a ti volví es por ti que he vuelto
no te hablaré de amor no más mentiras
solo tus dientes la verdad sin beso
devórame desgárrame hazme jirones
bebe mi sangre impía siente el latido último
quiero volver a ser tu nada              
quimera de odio que habita el olvido  





dame tu odio tu violencia tu miedo
dame los jirones de tu cuerpo
dame el dolor hecho carne
dame tu hijo muerto
 tu hiel tu soledad primera
dame tu locura tu rabia y tu miseria
dame el abandono dame un mar de dudas
la melancolía que prolongan tus éxtasis o estertores
dame el sexo palpitante
dame tu fuente fermentada de furia
dame un por qué dame un destino
dame el don de la palabra muda




Dame las lágrimas de tu cuerpo






Dame su extraño color
el extraño color de las lágrimas de tu cuerpo












miércoles, 30 de enero de 2013

MATER SUSPIRIA


Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo”.
(Lc. XVI, 26)







Tiene un regusto a cenizas este agua…

Habito los rincones vacíos de la memoria,
Un vacío que ninguna palabra podrá llenar.
Siento fluir de mí el espeso licor que nubla la tarde,
Y nada me queda por hacer,
Solo esperar.
El júbilo ahogado de los niños ya pasó,
            Era un coágulo menstrual demorado en cada ventana de la casa.

Mido eternidades sobre el marco,
Crecen tan deprisa,
Apenas cicatrices que sangran a la noche desde esta madera antigua,


Un silencio tiñe la niebla,
Y ya no lo oigo,
El chapoteo de sus miembros,
Ya no las oigo,
Palabras que olvidé,
Solo un vestigio inarticulado,
como un guiñapo súbito,
como una huella desvaída,
Clamor mudo desde el abismo.

Aún no es ahora.
El pasado nunca fue,
La memoria lo creó.
Y olvidé.

Si pudiera,
Si pudiera esperar,
Si pudiera esperar su regreso.
Si pudiera esperar su regreso le contaría,
Le hablaría de este tiempo de cenizas,
Sería mi testigo,
Sería otro mártir.
Pero en mi hogar sólo quedan rumores amargos,
y el estanqué está íntimo de luna.

Tuve tres hijos.
                            Mi memoria los creó.






jueves, 17 de enero de 2013

MATER LACRIMARUM






Más allá de las venas y la risas,
el pan sacramental y el vino lúbrico.
Más allá de los signos de una incierta astrología que teje con su urdimbre figuras de dolor.
Más allá de la memoria cautiva en el andamiaje sutil de una mentira.
Más allá del ahora, de la estación en que maduran las bayas y se deroga el verde.
Más allá del después.
Entre un sin fin de luces que buscan tus oídos,
luz profunda de aurora degollada.
Entre un vergel sembrado de fetos muertos o lamentos enterrados o
vísceras que humean entre tus piernas sangrantes abiertas en ávido compás.
Y calzó de locura tu alma.
Y olvidaste ya el número de las bellotas lloradas sobre lo yermo.
Olvidaste un llanto vesperal clavado en el madero que pulsa silencios en un Edén vacío.
Sobre el filo de la noche gemebunda,
semillas como lágrimas, lágrimas como piedras,
percutiendo sobre la cúpula vacía,
sin eco ni memoria, ni compás, ni espera,
bajo un cielo malvado,
entre el resquicio de tus labios sin besos,
contra pechos ya secos rematados en cuchillos,
ante un vientre saqueado, templo de soledad,.
en una bulba convulsa, dentada y glotona.
Y oigo el lamento del roble, su voz astillada y humeante.
Las manos cautivas alzadas a la noche.
Si pudiera llenar de moho las catedrales,
verter planetas en un diván herrumbroso,
fiscalizar el dolor de un reloj parado sobre el andén vacío,
o vestir de luto las lágrimas sangrantes de los arrabales.
Pero viniste hasta mí, Lillith, mendigando una muerte,
en los pliegues del dolor.
Y quise abrazarte sin brazos, hablar con palabras mudas, crispar tu soledad en la alameda.
Quise que comprendieras,
pero sólo quería y nada sabía del dolor y la sangre,
El semen marchitó tus caderas y una ira me arrastró hacia el molino.
Y sin embargo, supe y perdí y maté.

Viniste a mí mendigando una muerte y yo fui tu asesino.