“Si
alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a
sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso su propia vida,
no puede ser mi discípulo”.
(Lc.
XVI, 26)
Tiene
un regusto a cenizas este agua…
Habito
los rincones vacíos de la memoria,
Un
vacío que ninguna palabra podrá llenar.
Siento
fluir de mí el espeso licor que nubla la tarde,
Y
nada me queda por hacer,
Solo
esperar.
El
júbilo ahogado de los niños ya pasó,
Era un
coágulo menstrual demorado en cada ventana de la casa.
Mido
eternidades sobre el marco,
Crecen
tan deprisa,
Apenas
cicatrices que sangran a la noche desde esta madera antigua,
Un
silencio tiñe la niebla,
Y ya
no lo oigo,
El
chapoteo de sus miembros,
Ya
no las oigo,
Palabras
que olvidé,
Solo
un vestigio inarticulado,
como
un guiñapo súbito,
como
una huella desvaída,
Clamor
mudo desde el abismo.
Aún
no es ahora.
El
pasado nunca fue,
La
memoria lo creó.
Y
olvidé.
Si
pudiera,
Si
pudiera esperar,
Si
pudiera esperar su regreso.
Si
pudiera esperar su regreso le contaría,
Le
hablaría de este tiempo de cenizas,
Sería
mi testigo,
Sería
otro mártir.
Pero
en mi hogar sólo quedan rumores amargos,
y el
estanqué está íntimo de luna.
Tuve
tres hijos.
Mi memoria
los creó.
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