(El
viejo siente nostalgia porque necesita creer que hubo un tiempo en
que fue feliz. Dulce ficción la realidad pretérita.)
La
nube negra vigila el paseo de la niña y el viejo.
El
viejo y la niña caminan por, sobre, entre los pliegues de la tarde
fría y domingo de este enero difunto (el mundo, después de todo, se
acabó).
Pasan
por el parque. Di adiós, hija, di adiós a este parque en el que
has pasado tantas tardes felices.
La
niña apenas desvía la mirada de sea lo que fuera aquello que
reclamaba su atención. ¿No te despides?
NO.
La
niña no siente nostalgia. El viejo acaba de recibir una lección.
¿No
te da pena dejar el barrio en el que has pasado tus primeros cuatro
años de vida?
La
niña responde con su silencio. El silencio se me desploma en el
pecho. El niño tiene la mirada fija en el porvenir, no tiene pasado,
no precisa de memoria ni condesciende con sus mentiras halagüeñas.
No conoce el rencor ni precisa el perdón.
Ya
lo dijo Zaratrusta, el superhombre.
Los
parroquianos, en la puerta de los bares, apuran colillas ateridas
antes que empiece la segunda parte, mordiendo mecagüentós o
celebrando aquella jugada del portugués, hay uno que llama la
atención del colega sobre la polluda que pasa con su bolsa de
chuches. A esa le daba yo gominolas.
Olor
a fritura y cerveza. Otra de rejos y un litro.
Los
bares del barrio.
Que
el Madrid marca, jolgorio general, el estrépito jubilosos de la masa
que mata así el tedio dominical. Alegrías pasajeras que pintan una
sonrisa, que merecen otro trago. Coches estacionados en doble y
triple fila. El chino en la puerta del bazar a lo suyo, ajeno al
tiempo y diversiones tan españistaníes.
Y la
gorda del bajo, paseando al perrito. Ya estamos todos.
Y la
nostalgia otra vez enseñando el liguero.
La
niña camina delante con paso ligero, pisando crepúsculos, comiendo
doritos.
Diez
años hubiera hecho en septiembre. Las cifras redondas concitan
nuestra fe en el Logos estoico, la danza de la realidad, el destino
sutil que guiña un ojo a los hermeneutas peregrinos que más que
vivir la vida, la leemos, interpretamos señales, buscamos una
estructura, un móvil, coherencia argumental, algún motivo temático
que preste valor a los sucesos más nimios, a la presencia de esos
objetos vulgares que devienen símbolos y cifran un sentido, el de mi
vida, el del mundo…
Demasiadas
novelas, Marco.
Nostalgia,
esa puta que nos fía siempre, la puta más fea del garito, fea como
un pecado, pero cómo fía, pues eso.
Hubo
un tiempo en que follábamos con Esperanza, ¿te acuerdas?
Espe
se sentaba en mis rodillas nada más verme, y pedía un gintonic con
Bombay Saphire. Espe susurraba en mi oído canciones de su tierra,
canciones tristes de otro hemisferio que me la ponían como el
hormigón armado, pero la muy puta subió la tarifa, y tal y como
están las cosas, tenemos que conformarnos con Nostalgia, la tuerta,
que te la tiene que agarrar con las dos manos al llevársela a la
boca.Y
que nos mira con esa sonrisa servil mientras la tomamos por la popa.
Siempre volviendo la vista atrás, como un ángel de Klee, para
encontrarse con una mueca de tedio inalterada, sin encontrar mi
mirada perdida en las grietas de la pared clamando por Olvido, otra
que escapa a nuestro bolsillo. (Y Nostalgia se nos enfada, y dice, la
próxima vez te follas a Melancolía, que tiene rabo y es manca, te
la sacude con la izquierda. Y pienso sin enfado, hay e ser de
izquierdas hasta para las pajas.)
La
niña persigue la sombra que dibujan las farolas sobre el adoquinado. Y
pienso que cuando dejamos de tratar de pisarnos la sombra, nos volvemos
sombra. El pasado es sombra, las anécdotas que nos contamos los
amigos cuando nada tenemos ya que contarnos, sombra; las cenas de
aniversario en que nos contamos lo felices que fuimos, cenizas (por
la pasión) y sombra.
Pero
uno se detiene para echar un último vistazo al barrio y en su cabeza
suenan violines como de Bach. Se ve hermoso, con esta luz
marchitándose en su piedra antigua. La cuesta arriba tantas veces
superada, balconadas con faroles y el cimborrio de la Iglesia de
Santiago, clavado en la última luz del último día que mi hija y yo
viviremos en la casa que la vio crecer.
Cerramos
la puerta. Dejo la llave bajo el felpudo. No me apetece volver a ver
a la casera.
33
de Francisco de Sande. Nunca me picó la curiosidad por averiguar
quién era el fulano.
-Di
adiós mi niña.
-Adiós
papá.
-A
mí no, a la casa.
Domingo,
13 de enero de 2013.
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