domingo, 30 de octubre de 2011

REMAKES.

Herencia nefasta del Romanticismo fue la de incurrir en la soberbia de la originalidad, ahora, el artista creador plasmaba su singularidad en una obra que alumbraba por obra y gracia de la musa (por más que un romántico como Poe nos revelara los nada secretos designios compositivos de The Raven). Ello condujo a las más exquisitas extravagancias y a las más extravagantes idioteces. Hasta los albores del diecinueve, la única ambición del escritor había sido emular, que no imitar, a los clásicos, desde el respeto a la autoridad pero sin humillar la testa ante la tradición, actitud que si bien conducía a menudo al remedo escolar y la manufactura académica, fue la senda que transitaron con éxito Virgilio, Dante, Quevedo, Shakespeare, Cervantes o Racine.

Desde los 80s menudearon los remakes en un intento de revalidar fórmulas exitosas después de que Cimino se esnifara la política de autor, o como síntoma de un improbable desgaste creativo. Esta tendencia nos alcanza, y pese a que a menudo deja demasiado en evidencia el afán crematístico que los anima, no hay que desdeñar la tesis de que sea un prudente regreso al magisterio de los clásicos.
Y así llegamos a tres rehechuras de sendas piezas desiguales en sus resultados pero de notable alcance, Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977; Wes Craven), Zombi (Dawn of the Dead, 1978; George A. Romero) y La noche de Halloween (Halloween, 1978; John Carpenter)
“Víctimas” de sendos remakes meritorios ante los que tuve que superar mi consabida renuencia a todo lo nuevo para poder disfrutarlos, más cuando se trataba de nuevas versiones de piezas que me acompañan desde mi tierna infancia poblada de imágenes de carne torturada y rostros contorsionados de dolor.
El film de Romero narraba de forma épica la lucha frenética de la vida por escapar de las dentelladas de la muerte enredado en un estilo sucio y directo, un montaje cubista que desgarra imágenes con la misma alegría que los zombis arrancan jirones de carne con sus dentaduras podridas.
Snyder responde a la visceralidad del maestro de Pittsburg con la esperable asepsia mainstream, el modelo compositivo de Fincher coloreado por los Wachowski, y en las escenas de acción, cámara al hombro y objetivos estroboscópicos para rendir tributo al jefe de todo esto. Pero el caso es que funciona. Junto a la magistral secuencia inicial (ya todo un clásico) y la brillante secuencia de créditos pautada por la letra apocalíptica de The Man Comes Around ,el interés se centra en la consolidación de lazos solidarios entre los protagonistas superando un egoísmo de corto alcance que reeditaría el “dilema del prisionero”. Nada queda de la sátira de Romero ni de su misantropía desalentadora que le lleva a mirar con simpatía al zombi. La narración del film de Snyder es infinitamente más eficaz y fluida, el interés no decae gracias a un guión que no deja de depararnos sorpresas y momentos de peligro, hasta deslizarnos al vértigo de la huida final a ninguna parte.
El feísmo visual de Romero inquieta por la pegajosa sensación de desamparo existencial que traducen sus imágenes: en un mundo huérfano de belleza y por tanto de orden moral alguno, sólo cabe esperar seguir conservando la carne pegada el hueso durante un día más. La muerte lenta que estrangula a los protagonistas traduce un sentimiento de soledad y angustia creciente, un sinsentido asumido en el afán estéril de luchar hoy para lo mismo hacer mañana. Y cuando la historia se remansa y el tedio se hace con los personajes y el espectador, como si a Romero no se le ocurrieran nuevos incidentes, emerge por sorpresa el verdadero terror: todo se ha hecho para languidecer en la atonía, esperar y esperar entre el hedor y gruñidos ávidos a que una caterva de salteadores laboren de deus ex-machina.
En un primer montaje, Foree se volaba los sesos y Ross, en avanzado estado, dejaba que las aspas del helicóptero le cercenaran la cabeza. Pero Romero, como todo padre, quiere demasiado a su prole para verles morir.
La obra de Snyder se agota en su gozosa visión. La de Romero nos acompaña hasta los umbrales del sueño.

Poco o nada me interesó nunca el cine de Craven. Incluso sus mejores obras no pasa de ser la eficacia el único mérito atribuible. Las colinas tienen ojos (1977) rehace sin fuerza ni estilo La matanza de Texas (1974), con algún añadido de su mejor película La última casa a la izquierda (1972) -feto bastardo pero con gracia de El manantial de la doncella( 1959)-, pero, con todo, el planteamiento era bueno, sólo había que esperar a un cineasta más dotado para que se hiciera justicia a la familia de bárbaros montañeses. Aquí entrá Ajá. Como es habitual en los mejores artesanos del cine actual, su estilo no comunica emoción alguna, es brillante, de una brillantez estándar, sin vida. Encuadra bien, correcta utilización de los espacios, la iluminación, aséptica, el montaje, rutinario pero con sentido (felizmente alejado de la sincopa arbitraria de Bay o el último Tony Scott) y luce bien en las escenas de acción. Donde se destapa es como narrador, igual que Snyder, siempre bajo el magisterio de Spielberg.
El film es vibrante, apasionante por momentos. Allí donde Craven, por razones presupuestarias, no llegaba, Ajá nos deleita con un festín de sangre y cráneos astillados. A la barbarie se responde con barbarie, y así, la salvaje secuencia de la caravana (para mi sorpresa y regocijo, fiel a la original) tiene su eco en la venganza catárquica que se cobra el personaje del padre cuando, en el rescate de su bebé, se ventile a cuanto mutante salga a su encuentro, sin faltar a la verosimilitud, con la ironía goteando sangre de su vate: todo un demócrata que rehúsa llevar el arma que le ofrece su reaccionario suegro mientras echa lúbricas miradas a su jugosa cuñadita, se vuelve un Charles Bronson y se hermana, a la postre, con los verdugos. Descubre dolorosamente la pertinencia de la violencia.
Una objeción, el cuerpo me pedía que matara a la joven mutante que le entrega a la niña. No por nada, sólo por condescender con la lujuria del asesinato y una voluptuosidad predadora recién alumbrada, como hace Max Von Sydow en el film de Bergman cuando coge en vilo al pequeño y lo estampa contra su dolor de padre. Un crimen absurdo, coherente, fiel a nuestra naturaleza.
Llegamos a la tercera rehechura, la que más me costó afrontar, la de uno de mis films favoritos de siempre, Halloween. Del responsable de la profanación, Rob Zombie, conocía su obra anterior y me debatía entre la esperanza y el escepticismo. La primera parte, donde se aleja de Carpenter, es espléndida, Zombie es un magnífico creador de personajes y de situaciones poderosas (la relación de Loomis con Michael da una dimensión distinta a su posterior rivalidad, enriqueciéndola sustancialmente respecto a la de su precedente), pero hace aguas en la segunda. Simplemente no le interesa seguir la senda desbrozada por el maestro. El principal hallazgo del film es el nuevo Michael. A la abstracción de su modelo responde desde las vísceras, con ruido y furia, humanidad.
Imposible concebir un estilo tan majestuoso y elegante como el de Carpenter (habría que acudir a Tourneau o Fisher). Zombi, inopinadamente enarbola a Meireies e Iñárritu para defender una puesta en escena inquieta, violenta, desmañada, vibrante. Estamos ante un autor que tiene mucho que aportar al género y lo hará, como dice el amigo Aarón desde El séptimo sello, cuando empiece a creérselo.
Aún no he visto la segunda parte, pero por lo que me cuentan no defrauda.
Qué duda cabe que cuando se hace desde el talento y con el deseo aportar a historias pasadas un nuevo punto de vista, un remake es siempre una gran oportunidad de disfrutar de sendas obras, pues la nueva versión compromete fatalmente al modelo, lo enfrenta consigo mismo y estrecha el cerco a su círculo hermeneútico.





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