El
género
de
terror
(como
variante
del
fantástico)
demanda
para su éxito, cierto histrionismo,
un
punto
(o
mucho)
de
locura,
algo de desenfado, mal
gusto,
peor
mala
leche,
misantropía
por
un
tubo,
fascinación
por
el
lado
oscuro
del
hombre
(y
cercanía
al
propio),
ingentes dosis de humor negro o una total falta de sentido del humor,
fidelidad
a
un
código
no
escrito
pero
que
obliga,
incluso
cuando
se
viola,
y
eso
sí,
una
infinita
modestia
manifiesta
en el propósito esencial
que lo anima: dar miedo.
Hasta
Kubrick
fue
humilde en
El
resplandor
(The
Shining,
1980).
Bazin
amonestó
a
aquellos
cineastas
que,
tras
la
Segunda
Guerra
Mundial,
abordaron
el
western
a
partir
de
un
cierto
complejo
de inferioridad
y
se
arrogaron
la
tarea
de
dignificarlo a base de trascender
sus
premisas, demasiado simples al aparecer, con la sal del
símbolo
y
la
pimienta de alegoría,
dar
a
la
cosa
algo
de
profundidad
para
que
se
vea
al
artista.
Pero
Wellman,
Mann,
Tourneau,
Davis,
de
Toth
o
Boitticher
habían
logrado
ya
desplegar
todas
las
lecturas
implícitas sin faltar a lo esencial,
el espectáculo.
En
el cine de terror ocurre algo similar, género popular por
antonomasia, rara vez ha concitado el interés de los grandes
nombres, pero cuando lo ha hecho, ha sido para ponerlo a servicio de
sus pretensiones autorales,
legítimas,
faltaría más. No queremos decir que la nómina de talentos que
ofreceremos, haya tratado de trascender ciertos elementos, lo que
conlleva un desprecio implícito por su propósito elemental y
comprometería el éxito de la empresa, pero es innegable que el
resultado no es el de obras convencionales, y sí insatisfactorias,
en cierto modo.
Obras
mayores como Nosferatu
(ídem, 1924; F. W. Murnau), La bruja vampiro (Vampyr,
1932; C. Th.
Dreyer), ¡Suspense! (The Inocents, 1960; Jack Clayton) o
La hora del lobo(Vargtimmen, 1968; Ingmar Bergman),
son casos que sobrepujan los dictados genéricos y no dejan de ser
excepcionales o rarezas.
El terror de autor nace de la experiencia o testimonio de un delirio,
de la quiebra de la razón, la vecindad de la muerte, domiciliando,
en todo caso, su causa en la naturaleza humana en detrimento de
agentes foráneos.
Salvo el film de Murnau, en todos los demás, la ambigüedad es un
elemento primordial, la irrupción de lo sobrenatural tan sólo es la
manifestación de una imaginación sobreexcitada, la labor del sueño,
la paranoia o la psicosis.
La tortuosa realidad multívoca es siempre reflejo de una patología.
El terror de autor es esencialmente racional y tiende a domiciliar la
raíz del mal en la humana condición, la fragilidad de la razón,
las frustraciones personales, sexuales, familiares o sociales.
El terror de autor opera de forma oblicua para hablar de su gran
tema: el ser humano. La sólida formación intelectual de todos estos
artistas les priva de la ingenuidad precisa para creer en vampiros,
demonios o fantasmas. La gravedad de sus cabezas suprime la inocencia
precisa para dejarse llevar por la fantasía.
Por
eso, un film como El
exorcista (The Exorcist, 1973; William Friedkin) supone
una rara excepción. No, no me olvido de La
semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968; Roman Polanski), ¿cómo
podría?, pero para ilustrar nuestra tesis, se aviene mejor el
trabajo de Friedkin.
Aunque
ya nada podamos esperar de Friedkin, salvo un frío e impersonal
ejercicio artesanal, por aquellas fechas era uno de los puntales del
Nuevo Cine Americano, había ganado el óscar por The
French Connection (Ídem, 1971), y
es lícito presumir, que sus expectativas ante semejante proyecto
distaba mucho de ser las de un Roger Corman, pongamos por caso.
El presupuesto de la Warner y un reparto, sin estrellas rutilantes,
pero francamente soberbio, garantizaban la solvencia técnica e
interpretativa (fue todo un hallazgo ver pasar a Max Von Sydow del
silencio de Dios a los alaridos del Demonio)
Y no obstante, en ningún momento Friedkin cae en la tentación de
jugar al despiste con el fenómeno, arrumbar el mito por obra de la
razón (Karras en la novela, sumido en una crisis de fe y apoyado en
su formación psiquiátrica, no puede creer, no quiere creer, y se
empecina en dar una explicación racional a todos los sucesos que
escapan a la lógica), o tratar de “dignificar” la trama
priorizando aspectos presentes en el libreto, como las citadas dudas
de Karras que urden su fracaso en la lucha espiritual con el Demonio,
frente al espectáculo, en ocasiones grotesco, pero necesario a que
se ve abocada la película en su último tramo.
Sin el torrente de vómitos o las cabezas giratorias, el film tendría
menos fuerza, que duda cabe.
En
la conjunción de las motivaciones psicológicas de Karras (el
aspecto respetable, bergmaniano,
digamos),
con la presencia agobiante pero velada del Maligno (que se reparte en
figuras neutras semantizadas:
un herrero tuerto, una vieja enlutada que irrumpe en carro a la
vuelta de una esquina, el mendigo que solicita una limosna en el
metro o el rugido de los perros salvajes que se confunde con el
viento del suroeste), y el aparato de maquillaje y efectos sonoros
varios, se encuentran los mimbres que hacen de El
exorcista la
obra magna del género: posee lo mejor de sendas tendencias, la
popular y la autoral.
Tensión, a partir de la construcción minuciosa de la atmósfera, y
gran guiñol, en la utilización indiscriminada de efectismos.
Y nunca, nunca se condesciende con las seducciones de la razón.
El acercamiento de Stanley Kubrick merece una introducción.
Tras
la decepción que le produjo el fracaso de Barry
Lyndon (Ídem, 1975), y
sin esperanzas de comenzar Napoleón,
debió
pensar que una incursión en el fantástico le daría dinero y la
posibilidad de tratar de cumplir su ambición de realizar una obra
maestra en un género que aún no había abordado. Quién sabe si
arrepentido por haber rechazado el ofrecimiento de la Warner de
adaptar la novela de William Peter Blatty (otros dicen que el autor
no estaba dispuesto a que Kubrick reescribiera su guión y se hiciera
cargo de la producción). El caso es que Kubrick, pese a seguir la
senda de Bergman en La
hora del lobo,
mantiene una mayor fidelidad a las convenciones genéricas
(apariciones fantasmales, torrentes de sangre, susto final), y con el
apoyo musical de una poderosa banda sonora en la que destaca
Penderecky, presente ya en la obra de Friedkin, urde una poderosa
metáfora de la psicosis que no escora vergonzante, el elemento
sobrenatural (¿quién abre la puerta de la cámara a Jack?), aún
siendo considerablemente ambigua.
Claro
que introduce elementos “ennoblecedores”, la estructura del
cuento popular, la alusión al lobo y los tres cabritillos, el mito
faústico (“Vendería
mi alma por un trago”),
el laberinto y las argucias de Ariadna, etc. Motivos nada espurios
que contribuyen a la solidez y complejidad de la película.
Ojo, el cine de terror no tiene que ser “simple”, expedito de
elementos culturales, de un discurso social o político, ahí tenemos
a Romero, Carpenter y el Cronemberg de los ochenta.
Friedkin y Kubrick abordan el género sin complejos intelectuales,
sin pretender “trascenderlo”, sin renunciar al espesor dramático
en el dibujo de los personajes pero tampoco ahorrando en efectismos,
sustos, sangre y gritos.
Buscan la excelencia siguiendo la senda marcada, siendo
convencionales, como Quevedo en la escritura de un soneto
pretrarquista.
Recuerdo un monográfico que consagró hace años una prestigiosa
publicación al fantástico, y que concluía con la inevitable lista
de lo mejor del género, confeccionada entre los miembros de la
redacción.
Destacaba, como es lógico, la presencia de las obras de Clayton y
Murnau, algún crítico en un arrebato de originalidad incluyó
Arrebato (1979; Iván Zulueta) y Terciopelo azul (Blue
Velvet, 1985; David Lynch), lo que manifiesta, que duda cabe, un
profundo desafecto a las propuestas más genuinas del género.
Este texto iba a ser una introducción a la reseña de Session 9(Ídem, 2003; Brad Anderson) y Paranormal Activity (Ídem,
2009; Oren Peli), y ha acabado siendo otra cosa.
Ya llegarán las citadas reseñas.
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