Cuando
Rickard (Tony Musante) y Claudie (Trish Van Devere) se reúnen en una
secuencia de
Fuga sin fin
(The Last
Run, 1971;
Richard Fleischer),
el
viejo
Harry
Garmes
(George
C.
Scott) les
cede
su
cuarto
y se
traslada
al
que
ocupaba
Claudie durante
la
espera.
En
el
lavabo
está
su
ropa
interior
en
remojo.
Mientras
Harry
escurre
las
prendas
con
una
torpeza
convocada
por
el
pudor
y
las
va
colgando
del
improvisado
tendedero
que
la
chica
ha
apañado,
bragas,
sostén,
pantys,
se
nos
muestra
a
la
pareja
en
la
cama
entre
una
nube
de
humo,
compartiendo
gozosa
un
cigarrillo
que
apenas
aguanta
la
ceniza
que
le
arrancan
las
profundas
caladas.
De
vuelta en
el
cuarto
de
arriba,
Fleischer
filma
ahora
a
Harry,
tumbado
en
su
cama
a
través
del
boscaje
de
prendas
íntimas,
con la mirada clavada más allá del techo, esperando
un
sueño
que
no
llega.
La
ropa
interior
es
una
obvia
metonimia
de
la
mujer,
agente del deseo y
vehículo
de
una
fantasía
desvelada que
inocula
el
germen
de
un
sentimiento
que
acompañará
y da sentido a los últimos
días del viejo driver,
si bien no será más
que
la ilusión del que
finge estar con una
mujer cuando sólo está
con una ramera, y
la
relación
improbable que se entable no
pasa
de
ser
una
mentira
tácitamente pactada,
alentada
por
el
interés
de
ella,
avivada
por
el
hábito
de
él
en
esto
de
jugar
a
creérselo.
El
fingimiento se convierte así en la actitud principal de sendos
personajes, el viejo y la niña, su modo de ser el uno ante el otro.
A la
mañana siguiente, ella le agradece que pusiera su ropa a secar:
-Habría
tenido que viajar con la ropa interior mojada.
-No lo quiero ni
pensar.
Hacía
nueve años que Harry no conducía para delincuentes. Se había
trasladado al Algarve aceptando ser una de esas personas
que no pertenece a parte alguna y
comprado una barca para jugar a ser un pescador que nunca va a
pescar. Espanta los demonios de la traición y el abandono en brazos
de una ramera, Monique (Colleen Dewhurst) a la que dice en su
despedida: No es una ramera la que duerme conmigo, contigo,
con él. Es una ramera la que tiene el corazón de ramera. Créeme,
sé de lo que hablo. (por
cierto, que bella palabra “ramera”, que no sé por qué tiene
para mí resonancias bíblicas y es improbable en un doblaje actual)
Y
un día, se decide volver al volante, hastiado del simulacro y lenta
espera en que se ha convertido su existencia, por ejercitarse, que
diría aquél. Pero antes, quizá porque tiene un mal pálpito, quizá
por costumbre ante semejantes trances, se confiesa. Cuando se dispone
a salir del recinto sagrado, el sacerdote sale a su encuentro y le
pregunta si desea el Sacramento: No gracias Padre, ya estoy
en paz.
A
partir de este momento, el coche se convierte en la extensión de
Harry, un viejo BMW del 57, una antigualla, como él mismo. Ahora, el
vehículo será metonimia del hombre, y cuando la policía quite la
llave de contacto del montón de chatarra en que se ha convertido
tras la torpe huida de Rickard, único momento en que Garmes le cede
el volante, y el motor se silencie, con un espasmo simultáneo Harry
dará el alma, quiero decir, se muere (lo siento, por estas fechas
vuelvo irremediablemente al Quijote)
Pero
antes de ser acribillado, antes de ceder el coche y entregarse, en un
cementerio, pero no en uno cualquiera, el cementerio en el que yacen
los restos de su hijito, Claudie se sincera con él:
¿Lo
dice para salvaguardar su orgullo o realmente vivió aquel simulacro
de romance con plena conciencia, velando por la impostura? Arriesga
su vida porque no hay vida más allá que languidecer al sol tibio de
la mañana y entre memorias tristes, acaso porque ama con el amor de
Spinoza, un amor que no espera ser amado. Puede que lo haga sólo por
él, no por el dinero, no por la mujer, sólo por demostrarse que,
como su viejo BMW del 57, sigue en forma.
El viejo muere y la
niña vive, me parece bien.
Hemos
comenzado hablando de objetos que definen personajes. ¿Qué hay de
Rickard? Se trata de un asesino profesional al que le preparan la
fuga los mismos que quieren liquidarlo. Para Rickard el mundo y lo
que contiene no es más que un objeto y él se arroga el derecho de
usufructo, especialmente en lo que concierne a Claudie.
Era
la novia de su hermano y ahora se la cede a Harry para asegurarse la
ayuda de éste. Su relación efímera con el coche, el modo en que lo
siniestra, la falta de gratitud absoluta que muestra ante la agonía
de Harry, de compasión ante el tipo al que debe la vida, ilustra que
estamos ante un hijo de puta integral.
El
mundo sería la gran metonimia de Rickard.
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