Y
la
peonza
sigue
girando.
Descubrimos
una
falla,
un
hiato,
una
grieta
entre
la
trama
de
grafitis que
surca
ese
sólido
muro
que
llamamos
realidad y
erigimos
para
contener
los
embates
del noúmeno agazapado
tras los volúmenes y las formas.
Buscamos
certezas
allende lo
percibido,
la
argamasa
que
mantenga
unidos
los
ladrillos
de
las
impresiones
veleidosas
que
oscilan
como
los
electrones
borrachos
de
incertidumbre
sin
una
farola
oportuna
a
la
que
asirse
en el regreso a
casa.
El
racionalismo
es
una
empresa
posterior
al
empirismo,
nada
intuitiva,
más
prudente,
infinitamente
menos
convincente.
Cuenta
con
la
ayuda
inestimable
del
lenguaje
y
su
industria
de
caballero
honorable
que
dice,
tuvo
intimidad
con
la
Verdad,
y
oculta
que
sólo
fue
un
tránsito
vergonzante por
la
calle
de
los burdeles.
Góngora
lo
supo
antes
que
Nietzsche:
toda
palabra
es
una
máscara.
La
genealogía
del
concepto
es
la
metáfora de la que se perdió
memoria. Todo
texto
es
una
episemántica que
compromete
el
caso, los hechos, el estado de cosas, y
tanto
da
decir
“lumbre”
que
“mariposa
en
cenizas
desatada”,
salvo
que
la
segunda
opción
es
con
mucho,
más
hermosa.
Por
eso
me
indignan
los
que
denuncian
el
estilo
barroco
como
medio
bastardo
para
velar
una
propuesta
vacua,
por
que
sí,
porque
se
lo
parece
a
ellos,
cautivos
del
prejuicio
representacionista que
presume el
lenguaje
refleja
la
realidad.
Lo
otro
son
oficio
de
tinieblas,
dicen ellos, un
ejercicio,
a
lo
más,
lúdico.
Wittgenstein
rectificó
su
propuesta
inicial
y
amonestó
a
analíticos
y
positivistas
con
su
habitual
arrogancia:
todo
es
un
juego muchachos.
Todo.
La verba de mozo de cuerda de los realistas-naturalistas tanto como
las greguerías
ramonianas. Sólo que éste último lo sabe, y juega con el
reglamento. Juega con ventaja. Al humorismo inicial, no obstante,
sobreviene un escalofrío que hiela la sonrisa. La asociación ha
sido caprichosa, pero ¿no lo son todas?
Al
humorismo subyace un escepticismo descorazonador; la puesta en forma
lingüística de la “realidad” es tan precaria como el orden
sub-atómico, tan inhóspita como el universo ilimitado (no
infinito), tan vertiginosa como la hipótesis abobinable de los
multiversos.
Y
el
lenguaje
es
performativo:
nada
hay
más
allá
del
orden
precario
que
ofrece
la
sintaxis,
garbanceros.
La esencia de una lengua es su sintaxis, la respuesta ofrecida por
una determinada cultura para ordenar el caos, crear un cosmos. Cada
hombre es una sintaxis, una forma peculiar de ordenar sus
percepciones en la lengua de los suyos, pasada por el tamiz de sus
experiencias.
El
estilo es el hombre.
La
peonza
oscila.
¿Se
detendrá?
Cómo
se
hubiera
reído
Calderón
de Descartes,
de
su
gnoseología
de
certezas
y
el aparato
metodológico
que
apareja.
Ingenuo.
Tanto esfuerzo para erigir un edificio de sombras.
Cómo
hubiera
disfrutado
Calderón con
Hume.
Y
viceversa.
Calderón
acertó
con
la
gran
imagen
barroca,
el
mundo
como
sueño
o
como
representación
(aquí
aventaja
a
Schopenahuer),
aunque
en
realidad, no sea más que una evolución de la Caverna del griego (el
hombre apenas ha sido capaz de crear unas pocas metáforas
radicales).
El
escepticismo
empirista
reformulado
por
obra
del
arte,
única vía
al
noúmeno.
De ahí el maridaje de la experiencia estética con la mística, su
origen común y mismo proceder: abolir el hiato entre el sujeto y el
predicado.
Libre
de
débitos
y
compromisos
con
la
supuesta
realidad,
la
verdad
del
arte
es
la
mentira
de
la
ciencia.
Lo que permanece, lo
fundan los poetas.
La
verdad del arte no requiere justificación, porque carece de un
método empírico para validarse, salvo el que ofrece la propia
crítica, claro.
La
peonza amaga pero recupera la verticalidad y persevera en su rotación
infinita.
Entonces
comprendemos que este extraño oficio de emparejar palabras, es la
única solución al enigma de la Quimera desolada.
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