lunes, 11 de junio de 2012

MEDITACIONES, DIVAGACIONES, NADERÍAS...







Y la peonza sigue girando.

Descubrimos una falla, un hiato, una grieta entre la trama de grafitis que surca ese sólido muro que llamamos realidad y erigimos para contener los embates del noúmeno agazapado tras los volúmenes y las formas.
Buscamos certezas allende lo percibido, la argamasa que mantenga unidos los ladrillos de las impresiones veleidosas que oscilan como los electrones borrachos de incertidumbre sin una farola oportuna a la que asirse en el regreso a casa.

El racionalismo es una empresa posterior al empirismo, nada intuitiva, más prudente, infinitamente menos convincente. Cuenta con la ayuda inestimable del lenguaje y su industria de caballero honorable que dice, tuvo intimidad con la Verdad, y oculta que sólo fue un tránsito vergonzante por la calle de los burdeles.

Góngora lo supo antes que Nietzsche: toda palabra es una máscara. La genealogía del concepto es la metáfora de la que se perdió memoria. Todo texto es una episemántica que compromete el caso, los hechos, el estado de cosas, y tanto da decir “lumbre” que “mariposa en cenizas desatada”, salvo que la segunda opción es con mucho, más hermosa.
Por eso me indignan los que denuncian el estilo barroco como medio bastardo para velar una propuesta vacua, por que sí, porque se lo parece a ellos, cautivos del prejuicio representacionista que presume el lenguaje refleja la realidad. Lo otro son oficio de tinieblas, dicen ellos, un ejercicio, a lo más, lúdico.

Wittgenstein rectificó su propuesta inicial y amonestó a analíticos y positivistas con su habitual arrogancia: todo es un juego muchachos. Todo. La verba de mozo de cuerda de los realistas-naturalistas tanto como las greguerías ramonianas. Sólo que éste último lo sabe, y juega con el reglamento. Juega con ventaja. Al humorismo inicial, no obstante, sobreviene un escalofrío que hiela la sonrisa. La asociación ha sido caprichosa, pero ¿no lo son todas?

Al humorismo subyace un escepticismo descorazonador; la puesta en forma lingüística de la “realidad” es tan precaria como el orden sub-atómico, tan inhóspita como el universo ilimitado (no infinito), tan vertiginosa como la hipótesis abobinable de los multiversos.

Y el lenguaje es performativo: nada hay más allá del orden precario que ofrece la sintaxis, garbanceros. La esencia de una lengua es su sintaxis, la respuesta ofrecida por una determinada cultura para ordenar el caos, crear un cosmos. Cada hombre es una sintaxis, una forma peculiar de ordenar sus percepciones en la lengua de los suyos, pasada por el tamiz de sus experiencias.
El estilo es el hombre.

La peonza oscila. ¿Se detendrá?
Cómo se hubiera reído Calderón de Descartes, de su gnoseología de certezas y el aparato metodológico que apareja. Ingenuo. Tanto esfuerzo para erigir un edificio de sombras.

Cómo hubiera disfrutado Calderón con Hume. Y viceversa.
Calderón acertó con la gran imagen barroca, el mundo como sueño o como representación (aquí aventaja a Schopenahuer), aunque en realidad, no sea más que una evolución de la Caverna del griego (el hombre apenas ha sido capaz de crear unas pocas metáforas radicales).
El escepticismo empirista reformulado por obra del arte, única vía al noúmeno. De ahí el maridaje de la experiencia estética con la mística, su origen común y mismo proceder: abolir el hiato entre el sujeto y el predicado.

Libre de débitos y compromisos con la supuesta realidad, la verdad del arte es la mentira de la ciencia. Lo que permanece, lo fundan los poetas.
La verdad del arte no requiere justificación, porque carece de un método empírico para validarse, salvo el que ofrece la propia crítica, claro.

La peonza amaga pero recupera la verticalidad y persevera en su rotación infinita.
Entonces comprendemos que este extraño oficio de emparejar palabras, es la única solución al enigma de la Quimera desolada. 

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