Uno de los personajes de
La carta del
Kremlin (The
Kremlin Letter,
1970; John
Huston) afirma
que
se
dedica
a
negociar
con
la
debilidad
humana.
Se
trata
de
The Whore (Nigel Green) un
espía retirado que ejerce de proxeneta
en México y que pelea a sus chicas antes de ofrecerlas al turista de
turno. No
otra
cosa
hace
el
misterioso
Sturdeban
(Richard
Boone),
legendario
espía
al
que
se da
por
muerto
y
que
urde
una
expedición
a
la
URSS
bajo
la identidad de
Ward,
con el fin de rescatar
el documento del
título,
de
contenido
supuestamente comprometedor
para
la
“seguridad
nacional”,
si bien más
tarde
sabremos
que
no
ha
sido
con
otro
fin
de
que
el
de
consumar
una
sádica venganza
que
lleva
años
madurando.
Ya
se
sabe,
debe
servirse
fría.
La
carta
es
un
McGuffin
para
los
personajes,
como
acostumbraba
a
proponer
Hitchcock,
para
todos
menos
para
el
citado
Sturdeban.
Él
mueve
los
hilos
de
las
debilidades
que
los
hacen
danzar,
comenzando por la avaricia que despiertan los muchos ceros que ofrece
a los participantes.
El
propio
Huston
se
reserva
un
papel
harto
significativo.
Un
cameo,
en
realidad.
Se
trata
de
un
Almirante
innominado
que
enarbola
de
forma
romántica
la
bandera:
Hubo
un
tiempo
en
el
incluso
se
moría
por
ella.
Ahí
termina
el
patriotismo
y
los
valores
nobles.
En
adelante
será
la
avaricia
y
la
lujuria
el
móvil
y
osamenta
que
alienta
y
sostiene
la
empresa
del
espionaje
en
manos
de
mercenarios
y
funcionarios
(según
de
qué
bloque
hablemos).
Nunca
devotos
de
la
patria,
cruzados en pos del triunfo de la democracia o la revolución
proletaria, sólo
tipos
que
sólo
ansían
el
lucro
o
el
gozo
(sexo
y/o
drogas).
Como
toda
guerra,
la
Guerra
Fría
fue
un
formidable
negocio
y una suculenta sangría.
El
vicio
de
Charles
(Patrick
O´Neal),
su
debilidad,
será
la
vanidad.
A
ella
apela
Ward/Sturdeban
para
implicarlo
en
la
operación.
Lo
describe
como
un
perfecto
equilibrio
entre
poderío
mental
y
físico.
Su
extraordinaria
memoria
será
un
elemento
crucial,
toda
vez
que
no
podrán
registrar
por
escrito
la
información
que
recopilen.
Su
escultural
físico
(para
los
cánones
de
la
época)
le
permitirá
ejercer
de
gigoló
y
seducir
a
la
esposa
del
objetivo.
Pero
a
Sturdeban
no
se
le
escapa
que
precisa
de
otro
cebo para
garantizarse
la
cooperación
hasta
el
final
de
su
“sobrino”.
Aquí
aparece
la
lujuria,
o
el
amor,
llámalo
X.
La
relación
que
casi
se
ve
obligado
a
entablar
con
B.
A.
(Barbara
Parkins),
virgen
en
un
doble
sentido,
pues
sustituye
a
su
padre
cuando
éste
ya
se
ve
incapaz
para
estas
faenas.
A
ella
recurrirá
Sturdeban
para
obligar
a
Charles
a
cortar
cabos
sueltos.
Ya
volveremos
a
esto.
El
domicilio
moscovita
lo
proporcionará
Potkim
(Ronald
Radd)
muy
a
su
pesar;
la
debilidad
de
su
hija
mayor,
su
predilecta,
será
el
señuelo
que
propicia
el acercamiento de una
agente
norteamericana
a
la
familia.
Cuando
estén
en
poder
del
enemigo,
su
progenitor
tendrá
que
ceder
la
vivienda
y
el
silencio.
Un
personaje
crucial
desde
el
punto
de
vista
argumental,
aunque
no
dramático,
será
Poliakov.
Homosexual,
drogadicto
y
desposado
con
una
prostituta
alemana,
Erika
(Bibi
Anderson),
él
es
quien
traficó
con
la
carta
de
marras
antes
de
caer
en
manos
del
despiadado
Kosnov
(Max
Von
Sydow)
Para
acercarse
al
sórdido
entorno de
la
criatura,
Charles
recluta
a
Warlock
(George
Sanders),
travestí en sus ratos libres, distrae el tiempo haciendo calcetas
mientras relata el informe.
Y
así
llegamos
a
Kosnov,
el
objetivo
secreto
de
Sturdeban.
Ambos
lucharon
contra
los
nazis
y
cuando
el
mapa
político
cambia,
siguen
colaborando,
subordinando
los
intereses
de
los
bloques
a
que
representan
al
interés
personal.
Hasta
que
Kosnov
decide
que
romper
unilateralmente
el
trato
podría serle ventajoso.
Prioriza
las
ambiciones
personales
a
la
lealtad
a
su
amigo.
Ningún
atisbo
de
patriotismo
empaña
una
maniobra
orientada
sólo
por
la
avaricia,
una
sed
de
poder
que
termina
por
encumbrarle
al
ansiado
cargo
de
Jefe
de
Seguridad
del
KGB.
Pero,
el
frío
Kosnov
tiene
un
punto
débil
como
todo
hombre
en
el
glande.
El
deseo
por
la
viuda
de
Poliakov,
Erika,
urde
su
perdición
(¿y
quién
puede
reprochárselo?)
Habrá
otro
personaje
tangencial
a
la
trama
que
desempeña
un
papel
importante
en
la
caída
de
Kosnov,
Bresnavitch
(Orson
Welles),
destacado
miembro
de
la
nomenklatura
que
siente
un
odio
especial
por
aquél.
Además,
atesora
una
suculenta
colección
de
pinturas,
obtenidas
en
circunstancias
nada
claras,
a
las
que
no
vendrían
mal
algunos
certificados
que
acrediten
su
legitima
propiedad.
Con
lo
que
tenemos
ya el
móvil
de
tan
singular
personaje.
Servirá
en
bandeja
la
cabeza
de
Kosnov
y
su
puesto,
a
Sturdeban,
a
cambio
de
los
deseados
certificados.
Siempre
por
un
precio.
Y
Erika.
Sabemos
que
era
una
reputada
meretriz
en
el
Berlín
de
la
postguerra,
una
superviviente
nata
a
la
que
Poliakov
saca
de
su
miseria,
y
ella
le
amaba
por
eso.
Conociendo
las
tendencias
homosexuales
del
soviético,
es
fácil
adivinar
que
había
entre
ellos
una
relación
fraternal.
Pero
es
una
superviviente
y
se
acuesta
ahora
con
el
hombre
que
torturó
y
mató
a
su
marido
por
apego
a
la
vida,
aunque
se
desprecie
por
ello.
Tampoco
es
difícil
aventurar
el
carácter
libidinoso
de
Kosnov
ni
su
inmediata
atracción
por
una
mujer
así,
con
la
sensualidad
a
flor
de
piel.
Es
significativa
una
secuencia
en
la
que
Charles,
ejerciendo
de
gigoló,
le
ofrece
sus
servicios.
Ella
acaba
de
conocer
en
una
cena
(Kosnov
la
exhibe
como
un
trofeo)
las
terribles
circunstancias
en
las
que
murió
su
marido
y
huye
a
refugiarse
en
el
paraíso
del
cannabis
(en
la
Rusia
comunista
no
faltaban
los
vicios
marcadamente
capitalistas).
Tras
intentar
socavar
su
autoestima
haciendo
comentarios
sobre
su
dudoso
atractivo,
en
realidad
tratando
de
enfurecerlo,
pide
que
la
golpee:
Ayúdame
a
destruirme
y
te
amaré
por
ello.
Charles
se
servirá
luego
de
la
intimidad
cultivada
en
ese
primer
encuentro,
del
desvalimiento
y
la
soledad
de
una
mujer
extranjera
que
camina
entre
lobos,
y
sin
pretenderlo,
se
la
entrega
a
Sturdeban,
quien,
sabedor
del
amor
que
le
tiene
Kosnov
(mejor,
del
deseo
que
despierta
en
el
gélido
agente
del
KGB),
se
ensaña
con
la
bella
alemana,
golpeando
el
cuerpo,
destruyendo
la
habitación
de
la
lujuria,
con
una
brutalidad
que
apuñala
la
mirada,
en
la
secuencia,
con
mucho,
más
violenta
del
film.
Cuidado
con
lo
que
se
desea,
Erika.
Más
arriba,
anotamos
que
la
familia
de
Potkim
había
sido
secuestrada
para
lograr
la
colaboración
del
diplomático.
Una
vez
que
Sturdeban
consume
su
venganza
matando
a
Kosnov,
son
el
cabo
suelto
que
Charles
deberá
cortar.
Para
ello,
el
frío
espía,
ahora
sustituto
de
Kosnov
por
obra
de
Bresnavitch,
se
guarda
una
baza,
B.A:
Como
en
Topaz
(Ídem,
1969;
Alfred
Hitchcock)
tanto
dolor
y
muerte
resultan
en
vano.
Sabíamos
que
la
Historia
tritura
huesos,
desgarra
tendones
y
pica
carne
con
monótona
rutina,
el
precio
del
progreso,
supongo,
en
aras
de
la
síntesis
final
(bautizada
por otros como “solución
final”),
pero
la
lúcida
revelación
de
ambos
maestros
es
la
de
que
la
Historia
está
en
manos
de
individuos
y
sus
móviles
interesados.
Vamos,
que
sobra
la
mayúscula,
que
es
un
intento
de
domiciliar
la
responsabilidad
en
una
supuesta
estructura
autónoma
(como
tratan
de
hacer
los
que
hablan
ahora
de
Mercados),
desvinculada
de
las
voluntades
singulares,
cultivando
la
resignación
y
el
asentimiento
de
la
mayoría
ante
una
realidad
impersonal
que
se
desgrana
en
las
consabidas
fórmulas:
“las
cosas
siempre
han
sido
así”,
“siempre
hubo
ricos
y
pobres”
“siempre
habrá
clases”
y
demás
aforismos
del
manual
del
perfecto
cabrón
apaleado
que
tanto
escuchamos
estos
días.
La
resolución del film puede tacharse de cínica, siempre que seamos lo
suficientemente ingenuos para presumir que las cosas suceden de
sólito de modo distinto, que una suerte de justicia poética
universal distribuye penas y premios.
Alguien
dijo que el universo es justo porque es arbitrario.
La
misión fracasa, hasta aquí algo propio de Huston, pero el Sturdeban
se sale con la suya, lo que supone un fracaso de mayor alcance, el
fracaso de un país, de una época, de una condición. El film está
libre de la retórica política de la época o de los tópicos
propios del cine de espías.
Huston se muestra más atento a los personajes (predominio absoluto
de lo verbal sobre lo visual) que al desarrollo de una trama que,
naturalmente carece de interés, siendo, como es, una maniobra de
distracción, sí, sí, como esas con las que Sturdeban (el finado
Sturdeban al que Satanás tenga en su caldero), solía comenzar una
misión...
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