Hace unos años,
conversando entre copas con un hombre sabio, me dijo con la mala
leche afilada por el güisqui, que estaba harto del rollo
viejo-verde-que-no-se-me-levanta en que parecía haberse convertido
la narrativa de Philip Roth (claro, que en la misma
conversación, había despachado a McCarthy como “el telegrama
sangriento”). Previamente, yo, había provocado su inyección de
ponzoña, diciéndole que me parecía el mejor autor vivo (algo que
ahora no suscribiría, como tampoco refutaría al que lo plantease),
o, en cualquier caso, mejor que su elegido: Lobo Antunes.
Ciertamente el sexo ha
sido uno de los temas dilectos de Roth, junto con el judaísmo, al
menos desde El mal de Portnoy: Naturaleza y Cultura son las
fibras que urden el tejido de la identidad, individual y grupal. Los
cauces por los que ha transitado cómodamente su narrativa, una
minuciosa indagación acerca de en qué consiste ser hombre,
americano y judío.
Y al final, todo el arte,
trata de eso, de comprender quién coño soy, quiénes hostias somos.
De lo que queremos ser (esperanzados) o de lo que podríamos haber
sido (lloricas), si no fuera por esto o aquello (buscadores de
culpas). En lo que nunca debiéramos habernos convertido (entonando
el mea culpa).
De lo probable y de lo
imposible.
Una mal asumida vejez con
sus achaques vecinos, han hecho presa en las líneas argumentales de
su obra, elemento que testimonia la evolución de un autor que ha
ligado vida y literatura sin menoscabo de una notable capacidad para
fabular. Sin abusar de la introspección, el ensayismo que delata una
falta de imaginación preocupante y provoca el bostezo; denuncia a
menudo una impotencia, narrar mostrando las acciones de personajes
que hacen, dicen y gesticulan, dejan traslucir una psicología, un
carácter, un estado anímico a través de signos externos, y salvo
que uno sea James, Proust o Woolf, no se debe violar el sagrado
recinto interior de un ente de ficción: he aquí el arte del
novelista, poner ante el lector un pedazo de vida, lo demás son
javiermariadas.
Desde las reiteradas
apariciones de Zuckerman, su alter-ego, hasta La conjura
contra América, novela donde,
acaso porque se tomar la licencia de hacer historia-ficción, no se
molesta en ocultar el apellido de la familia protagonista, Roth, sus
narradores se hallan siempre próximos al autor y su circunstancia.
Sexo, residencia (o nacionalidad, tanto da), origen étnico.
En
su juventud, fustigó sin clemencia al hombre. El remanso de la
madurez le ha resuelto por condescender con las debilidades de ese
animal enfermo del alma, a ser condescendiente y amonestar con
cariño, a la piedad, y, aunque sospecho que era más honesto el
primer Roth, es superior el segundo, el Roth de la impostura que se
aferra a Dostoievski para salvar a sus creaturas,
para no verse en ellas tan miserable, tan mezquino, tan hombre.
Pero,
por fortuna, ni en sus mejores momentos puede reprimir su vena de
sátiro satírico y reducir la tragedia a pantomima, véase el cierre
de Pastoral americana.
Siempre
he admirado la capacidad de los norteamericanos para novelar su
realidad inmediata y la historia colectiva de una nación joven (aquí
se hacía en tiempos de Galdós, pero ¿quién se acuerda de D.
Benito?), hacer de lo consuetudinario algo interesante, y de su
pasado, mito.
Ya
sean la industria de los botones o la práctica de la filatelia, Roth
se demora en detalles triviales, ocios y negocios, que devienen
símbolos de la labor de Sísifo a que se reduce la vida.
En
este país, esa capacidad de observar, escrutar lo que nos rodea,
desentrañar su misterio rasgando el cuero de lo vulgar, escasea, y
cuando alguien lo intenta, acaba en el discurso progre,
se precipita por el cantil inane de la rancia novela social y
militante. Los posmodernos nos
perdemos en el pastiche, el remake lacónico
y el sartal de referencias
cómplices que denuncian una vida gastada entre imágenes y grafías,
inepta para mirar alrededor sin las anteojeras de alguna mediación
simbólica, para, como Zola, tomar notas.
Quizá,
hoy no me parezca el mejor autor vivo. Quizá, porque cada vez me
interesa menos leer a los autores vivos, y los muertos siempre
parecen mejores, pero, como dije antes, no llevaría la contraria al
que tal cosa afirmara.
Hoy.
Philp Roth ha ganado el Príncipe de Asturias. Ayer murió Ray
Bradbury. Mañana nuestro país podría ser “rescatado” por
Europa.
Ojalá
tuviera el talento suficiente, la determinación, para poder novelar,
con Roth y Bradbury como padrinos, la situación novelesca que
vivimos. A falta de eso, comenzaremos a leer La
humillación.
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