Los recuerdos son sólo
fragmentos de un presente que no comprendimos.
A.
Jorodowsky.
Los recuerdos de su mujer
(Jorja Fox) acuchillan las noches blancas de Leonard (Guy Pearce) en
Memento (Ídem,
2000).
La
instantánea
de
aquella
mañana,
su
escorzo
recortado
contra
la
ventana
mientras
se
cepilla
el
cabello
en la
cama
entre
sábanas
tibias
y
olor
a
café.
Gesto
fútil
y cotidiano que
vale
por
toda
una
vida.
La
duración
del
inserto no
alcanza
los
tres
segundos,
el contraluz vela
su
figura
intrusa,
el
encuadre
hace
oscilar
los
márgenes
imprecisos
que
sugieren
la
obra
del
tiempo
que
todo
destruye.
Se
trata
de
una
pincelada
suelta,
el
apunte
impresionista
de
una
memoria
desprendida,
dislocada
de
la
articulada
trama
del
álbum
de
los
recuerdos
que
asalta
dolorosamente
el
muro
de
amnesia
que
envuelve
a
Leonard:
No me acuerdo de
olvidarte.
La
paradoja
de
un
personaje
que
no
puede
construir
nuevos
recuerdos
se
cifra
en
la
imposibilidad
de
cortar
amarras
con
el pasado.
Pero
hasta
esas
memorias
han
sido
alteradas,
fugaces
huellas
especiosas
del
paso
del
acontecimiento que
Leonard
no
ha
sabido
afrontar
y
escora,
tomando el
sendero
tortuoso del
delirio.
La
única verdad
de
su
dolencia
es
que
se
trata
de
un
mal
degenerativo
nunca
prestigiado
por
un
acto
violento
que
dispense
sentido
en
forma
de
empresa
vengadora.
La
realidad
es
sólo
la
incomprensible
y
minuciosa
labor
de
una
enfermedad,
la
rebelión
suicida del
cuerpo
contra
sí
mismo
rosiga los
archivos
de
su
identidad
y
un
mundo
que,
en
ausencia
del
anclaje
de
regularidades
que
dispensa
la
memoria,
se
reduce
a
un
racimo
de
impresiones
a
la
deriva.
A
la exigencia
de
un
acto
de
fe,
que
diría
mi
amado
Hume:
Si cierro los ojos,
debo seguir creyendo que
el mundo sigue ahí
fuera.
Pero
esas
memorias
salteadoras
son
vehículo
de
la
culpa
que
ha
conseguido
surcar
el
océano
negro
del
olvido
para
hacer
recordar
a
Leonard
la
verdad
que
funda
y alienta su
ficción.
Él
mató
a
su
mujer,
y
algo
en
su
interior
no
permitirá
que
lo
olvide.
Algo
más
fuerte
que
esa enfermedad
que
le
devora
el
tejido
cerebral,
emerge
desde
la
indistinta
tiniebla
en
forma
de
luz
para
desvelar
que
cada
instantánea
tiene
su
negativo,
su
doble
bastardo
que
opone
al
pellizco
inerme
y
cariñoso,
un pinchazo
fatal
de
insulina.
Su
mujer
se
negaba
a
aceptar
la
enfermedad
de
Leonard,
se le antojaba inverosímil que en su presencia pudiera ser olvidada,
sentir la soledad en compañía (supongo que para su vanidad era
insufrible), y
decidió
poner
prueba
a
su
rival.
Para
despistar la culpa, Leonard urde con los elementos de su drama a un
doble, Sammy Jankins agente de la negligencia, que le ayuda a no
olvidar. Se tatúa su nombre para tener presente lo que ocurrió,
aunque fuera a “otro”al que le pasara, si bien, de forma
implícita, es muy consciente de su responsabilidad, y como
expiación, se encomienda la onerosa tarea de no olvidar.
Un
acto
de
intransigencia
total
y
sin
remedio
fue
el
suicido
asistido
de
la
esposa
de
Leonard,
como
lo
será
el
de
Sarah
(Rebecca
Hall),
incapaz
de
aceptar
que
haya
días
en
los
que
Alfred
(Christian
Bale)
no
la
ame;
días
en
los
que
consigue
hacerla
sentir
forastera
de
sí
misma,
presa
de
la
peor
forma
de
soledad.
Días en los que él es
otro hombre.
La
razón
de
ese
amor
inconstante,
el
espectador
de
El truco final
(The Prestige,
2006),
la
conoce
bien,
pero
las
mujeres
de
Nolan,
como
la
Gertrud
de
Dreyer,
se
enamoran
de
una
idea,
se
enamoran
del
amor,
(amor
omnia
como
epitafio)
y
demandan
a
su
compañero
una
entrega
incondicional
y
plena,
condenada desde el momento en que deciden amar a un hombre y no a un
dios.
Sendas
mujeres buscan su amor en la mirada del otro que las vé, al otro que
no reconocen como tal
porque las vea, porque siempre se buscaron a sí mismas, y sólo
hallan desconcierto, cuando no una infinita e hiriente
condescendencia, nunca el ansiado reconocimiento.
Quien
sólo se busca a sí mismo en la mirada del otro, acaba reo de una
cárcel de espejos, destino de aquellos que anhelaron el ideal, el
destino que sufrimos los huérfanos de Platón.
Por
eso la ética, como la exigen Levinas o Buber, se antoja imposible.
Sara
consagra la vida al amor y en ausencia de éste, se le vuelve una
sucesión de instantes vacíos de sentido que reclaman un final
contando pasos hasta la soga: Hoy no es uno de esos días.
Alfred
es culpable de haber preterido a Sarah en aras de una ambición que
se cobrará otra víctima aún.
El
suicidio no es el final del dolor sino el comienzo de un legado de
culpa, un fardo imposible de aligerar, que revela la verdadera
naturaleza de la memoria, su fin y su sentido. Dios nos concedió
esta facultad para atormentarnos por nuestros delitos y faltas. Sin
memoria del pecado no existiría la necesidad acuciante de redención.
Sin
recuerdos el hombre podría ser feliz.
Bienaventurados los
olvidadizos, dirá Nietzsche,
pues se olvidarán de sus propios errores. Condición
suficiente para desear el eterno retorno de cada instante de nuestra
vida, reeditada en cada nimio detalle vergonzoso, revalidar cada
error con la alegría desgreñada del primer día sin transigir con
el arrepentimiento ni pactar con el perdón.
Pero,
por paradójico que parezca, el hombre se aferra a las memorias
tristes,
quizá para dar forma al mundo proteico e inhóspito en que declina.
El recuerdo es condición necesaria de la identidad, por eso nos
afanamos en ese gesto patético que es fotografiar cada momento
vivido, en la creencia de que su registro en digital nos ayuda a
capturar la provincia de vida que volverá cuando su visión nos
devuelva el recuerdo vívido (valga la contradicción).
Cobb
(Leonardo DiCaprio) recreará para su inconsciente aquel cuarto de
hotel donde se citara con su esposa para celebrar un aniversario
que
termina en obituario. Ahora hablamos de El origen
(Inception, 2010).
Para Mal (Marion Cotillard), la vigilia se había convertido en una
forma degradada de realidad, sometida por la entropía a la labor de
zapa del tiempo que todo destruye, y buscará el asfalto diez pisos
más abajo para despertar, librarse de su imperio.
El
dolor de Cobb se niega a dejarla marchar y opta por recluirla para
siempre en esa habitación anónima que domicilió un fragmento de su
historia conyugal, la más dolorosa, la última. Lo de menos es que
las autoridades lo crean culpable, él sabe que lo es. Culpable de
haber querido vivir un sueño con la mujer de sus sueños, consciente
del riesgo que entraña vivir un sueño demasiado tiempo: los sueños
siempre acaban mal, el insecto despierta.
El
regreso es puesto en forma a través de planos fugaces como el arriba
descrito, intrusos que quiebran la continuidad metonímica del
montaje, vulneran la lógica narrativa externa e introducen la
subjetividad del personaje en el orden de lo objetivo.
Siembran
una inquietud en la audiencia. Ellas nunca llegaron a saber el
alcance del amor que suscitaron ensimismadas, como estaban, en la
respuesta al mismo.
Un
desmemoriado que no se acuerda de olvidar, dos hombres que se
presentan como uno y un explorador de sueños inducidos para el que
la realidad no es suficiente, comparten el dolor por la pérdida del
ser amado, la culpa unánime de haber sido agentes provocadores.
Nos
quedamos en el tintero el Bruce Wayne/Batman (Ch. Bale) de El
caballero oscuro (The Dark Knight, 2009),
víctima de un conflicto similar, pero ya era demasiado para una
entrada bloguera y en plenas ferias de San Fernando (y me
despierto doliéndome en el paladar/ será la espina que me dejó...).
La
exploración dialéctica entre el recuerdo, el olvido y la culpa,
anudados en torno al motivo de la pérdida, parece ser uno de los
temas recurrentes de este hábil creador de piezas de ingeniería
narrativa, y que malogra El origen por
un cierto empeño a contrapelo de hacer una cinta épica cuando el
mundo del inconsciente demanda intimismo y quiebra de la lógica
argumental, el principio de identidad y de no contradicción, pero no
pidamos a Nolan que sea Lynch.
Nolan
está bien siendo Nolan (y mucho).
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