sábado, 2 de junio de 2012

NO PODRÁS OLVIDAR LA MUJER DE TUS SUEÑOS.



Los recuerdos son sólo fragmentos de un presente que no comprendimos.
A. Jorodowsky.





Los recuerdos de su mujer (Jorja Fox) acuchillan las noches blancas de Leonard (Guy Pearce) en Memento (Ídem, 2000).

La instantánea de aquella mañana, su escorzo recortado contra la ventana mientras se cepilla el cabello en la cama entre sábanas tibias y olor a café.
Gesto fútil y cotidiano que vale por toda una vida.
La duración del inserto no alcanza los tres segundos, el contraluz vela su figura intrusa, el encuadre hace oscilar los márgenes imprecisos que sugieren la obra del tiempo que todo destruye. Se trata de una pincelada suelta, el apunte impresionista de una memoria desprendida, dislocada de la articulada trama del álbum de los recuerdos que asalta dolorosamente el muro de amnesia que envuelve a Leonard: No me acuerdo de olvidarte.

La paradoja de un personaje que no puede construir nuevos recuerdos se cifra en la imposibilidad de cortar amarras con el pasado. Pero hasta esas memorias han sido alteradas, fugaces huellas especiosas del paso del acontecimiento que Leonard no ha sabido afrontar y escora, tomando el sendero tortuoso del delirio.
La única verdad de su dolencia es que se trata de un mal degenerativo nunca prestigiado por un acto violento que dispense sentido en forma de empresa vengadora.
La realidad es sólo la incomprensible y minuciosa labor de una enfermedad, la rebelión suicida del cuerpo contra sí mismo rosiga los archivos de su identidad y un mundo que, en ausencia del anclaje de regularidades que dispensa la memoria, se reduce a un racimo de impresiones a la deriva.
A la exigencia de un acto de fe, que diría mi amado Hume: Si cierro los ojos, debo seguir creyendo que el mundo sigue ahí fuera.

Pero esas memorias salteadoras son vehículo de la culpa que ha conseguido surcar el océano negro del olvido para hacer recordar a Leonard la verdad que funda y alienta su ficción. Él mató a su mujer, y algo en su interior no permitirá que lo olvide. Algo más fuerte que esa enfermedad que le devora el tejido cerebral, emerge desde la indistinta tiniebla en forma de luz para desvelar que cada instantánea tiene su negativo, su doble bastardo que opone al pellizco inerme y cariñoso, un pinchazo fatal de insulina.
Su mujer se negaba a aceptar la enfermedad de Leonard, se le antojaba inverosímil que en su presencia pudiera ser olvidada, sentir la soledad en compañía (supongo que para su vanidad era insufrible), y decidió poner prueba a su rival.
Para despistar la culpa, Leonard urde con los elementos de su drama a un doble, Sammy Jankins agente de la negligencia, que le ayuda a no olvidar. Se tatúa su nombre para tener presente lo que ocurrió, aunque fuera a “otro”al que le pasara, si bien, de forma implícita, es muy consciente de su responsabilidad, y como expiación, se encomienda la onerosa tarea de no olvidar.







Un acto de intransigencia total y sin remedio fue el suicido asistido de la esposa de Leonard, como lo será el de Sarah (Rebecca Hall), incapaz de aceptar que haya días en los que Alfred (Christian Bale) no la ame; días en los que consigue hacerla sentir forastera de sí misma, presa de la peor forma de soledad. Días en los que él es otro hombre.
La razón de ese amor inconstante, el espectador de El truco final (The Prestige, 2006), la conoce bien, pero las mujeres de Nolan, como la Gertrud de Dreyer, se enamoran de una idea, se enamoran del amor, (amor omnia como epitafio) y demandan a su compañero una entrega incondicional y plena, condenada desde el momento en que deciden amar a un hombre y no a un dios.
Sendas mujeres buscan su amor en la mirada del otro que las vé, al otro que no reconocen como tal porque las vea, porque siempre se buscaron a sí mismas, y sólo hallan desconcierto, cuando no una infinita e hiriente condescendencia, nunca el ansiado reconocimiento.
Quien sólo se busca a sí mismo en la mirada del otro, acaba reo de una cárcel de espejos, destino de aquellos que anhelaron el ideal, el destino que sufrimos los huérfanos de Platón.
Por eso la ética, como la exigen Levinas o Buber, se antoja imposible.
Sara consagra la vida al amor y en ausencia de éste, se le vuelve una sucesión de instantes vacíos de sentido que reclaman un final contando pasos hasta la soga: Hoy no es uno de esos días.
Alfred es culpable de haber preterido a Sarah en aras de una ambición que se cobrará otra víctima aún.

El suicidio no es el final del dolor sino el comienzo de un legado de culpa, un fardo imposible de aligerar, que revela la verdadera naturaleza de la memoria, su fin y su sentido. Dios nos concedió esta facultad para atormentarnos por nuestros delitos y faltas. Sin memoria del pecado no existiría la necesidad acuciante de redención.

Sin recuerdos el hombre podría ser feliz.





Bienaventurados los olvidadizos, dirá Nietzsche, pues se olvidarán de sus propios errores. Condición suficiente para desear el eterno retorno de cada instante de nuestra vida, reeditada en cada nimio detalle vergonzoso, revalidar cada error con la alegría desgreñada del primer día sin transigir con el arrepentimiento ni pactar con el perdón.

Pero, por paradójico que parezca, el hombre se aferra a las memorias tristes, quizá para dar forma al mundo proteico e inhóspito en que declina. El recuerdo es condición necesaria de la identidad, por eso nos afanamos en ese gesto patético que es fotografiar cada momento vivido, en la creencia de que su registro en digital nos ayuda a capturar la provincia de vida que volverá cuando su visión nos devuelva el recuerdo vívido (valga la contradicción).
Cobb (Leonardo DiCaprio) recreará para su inconsciente aquel cuarto de hotel donde se citara con su esposa para celebrar un aniversario que termina en obituario. Ahora hablamos de El origen (Inception, 2010).
Para Mal (Marion Cotillard), la vigilia se había convertido en una forma degradada de realidad, sometida por la entropía a la labor de zapa del tiempo que todo destruye, y buscará el asfalto diez pisos más abajo para despertar, librarse de su imperio.
El dolor de Cobb se niega a dejarla marchar y opta por recluirla para siempre en esa habitación anónima que domicilió un fragmento de su historia conyugal, la más dolorosa, la última. Lo de menos es que las autoridades lo crean culpable, él sabe que lo es. Culpable de haber querido vivir un sueño con la mujer de sus sueños, consciente del riesgo que entraña vivir un sueño demasiado tiempo: los sueños siempre acaban mal, el insecto despierta.

El regreso es puesto en forma a través de planos fugaces como el arriba descrito, intrusos que quiebran la continuidad metonímica del montaje, vulneran la lógica narrativa externa e introducen la subjetividad del personaje en el orden de lo objetivo.
Siembran una inquietud en la audiencia. Ellas nunca llegaron a saber el alcance del amor que suscitaron ensimismadas, como estaban, en la respuesta al mismo.
Un desmemoriado que no se acuerda de olvidar, dos hombres que se presentan como uno y un explorador de sueños inducidos para el que la realidad no es suficiente, comparten el dolor por la pérdida del ser amado, la culpa unánime de haber sido agentes provocadores.
Nos quedamos en el tintero el Bruce Wayne/Batman (Ch. Bale) de El caballero oscuro (The Dark Knight, 2009), víctima de un conflicto similar, pero ya era demasiado para una entrada bloguera y en plenas ferias de San Fernando (y me despierto doliéndome en el paladar/ será la espina que me dejó...).

La exploración dialéctica entre el recuerdo, el olvido y la culpa, anudados en torno al motivo de la pérdida, parece ser uno de los temas recurrentes de este hábil creador de piezas de ingeniería narrativa, y que malogra El origen por un cierto empeño a contrapelo de hacer una cinta épica cuando el mundo del inconsciente demanda intimismo y quiebra de la lógica argumental, el principio de identidad y de no contradicción, pero no pidamos a Nolan que sea Lynch.

Nolan está bien siendo Nolan (y mucho).

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