1.
Tras el visionado de Django, desencadenado
(2012) dejé la sala en compañía de un cierto
malestar, un retortijón mental o una duda cuyo origen no situaba con
nitidez y que compartió el primer cigarrillo que dediqué al último
film de Tarantino.
El malestar me acompañó
días y semanas, oculto bajo un remozo de conformidad cuando cruzaba
comentarios con otros espectadores, clavándome uñas ante el
entusiasmo ajeno que no compartía pero me negaba a manifestar al
menos hasta que no comprendiera su causa.
El caso es que tenía
claro que el último tercio de la película me resultaba con mucho el
más insatisfactorio. Primero por antojárseme la mascarada para
comprar a Bloomhilda (Kerry Washington) un tanto forzada,
innecesaria. De todos modos, aceptable como premisa o astucia para
urdir una atmósfera de sospechas y crear expectación, que acaba por
interesar, gracias a que Samuel L. Jackson y DiCaprio, están, como
siempre, enormes. Luego vienen los fuegos de artificio y vaivenes
narrativos y más pirotecnia y un caballo haciendo monerías como
coronación del feliz desenlace que le deja a uno esa cara de tensa
espera antes de coger su botellín de agua vacío y salir a la noche.
Eso que esperábamos era
la bombilla que nos iluminara el sentido de tanto balbuceo en un
guionista experimentado. Y nos pusimos a buscar el cable pelado.
2.
No esperábamos demasiadas referencias al
spaguetti-western la verdad, precisamente porque era lo
esperable y por que ya sabemos como se las gasta Tarantino a la hora
de frustrar expectativas. Nadie piensa más como espectador que
Quentin, y ninguno hay tan resabiado como él. Nada de coreografías
barrocas, ni miradas sostenidas, ni duelos dilatados en el oleaje de
las trompetas. Y sí, en cambio, reconocemos elementos del western
de los 50. Desde el evocador diseño de los títulos (relega el
amarillo en favor del rojo), típico de cualquier film de Sturges, De
Toth o Boitticher, hasta la sobriedad compositiva de los encuadres.
Es significativa la naturalidad de la luz, impropia de las teatrales
disposiciones lumínicas de Richardson, que llega a evitar el
preciosismo fotográfico en el, por otro lado inevitable plano
general de los protagonistas cabalgando contra el crepúsculo.
Esta puesta en escena
clásica la dinamita en los tiroteos, donde se aleja de sendos
modelos, el mimético clásico y el manierista italiano, para hacer
una parodia granguiñolesca propia de Miike o su “hermano”
Rodríguez, de hecho, nadie desde el primer y grandioso Raimi1,
había tenido los bemoles de pintar una habitación con hemoglobina.
Los enloquecidos
intercambios de plomo se alejan de igual modo de Peckinpah. A medida
que los cadáveres se amontonan y la pantalla se tiñe de rojo, queda
claro que hay una intención, un discurso muy consciente y muy
pensado.
En Tarantino no puede
haber épica ni tragedia, es demasiado posmo y Godard para
creer en la sublimación de la violencia, en la redención por la
violencia, en la dignidad de la violencia (Peckinpah). La
representación de la violencia es, sólo puede ser, lúdica,
divertida, grotesca, descacharrante. Siempre lo fue, sólo que antes
había adoptado criterios formales más convencionales que revestían
la cosa de una gravedad que no estaba en los motivos. La mejor forma
de desdramatizar es la reducción al absurdo, pero a él siempre le
acompañará esa fama de violento, que pongamos por caso, Spielberg,
a mi juicio, mucho más cruento por cuanto carece de humor, no tiene.
Muy otra es la puesta en
forma de la violencia que se ejerce contra los esclavos, aquí no ha
chanza ni Nicottero, sólo carne doliente y severa condena. Aquí no
hay regocijo perverso en la audiencia, aquí la audiencia se remueve
en su butaca con un nudo en el estómago. Aquí Tarantino mira a los
ojos al mejor Fleischer y su Mandingo, junto con La
esclava libre, la obra maestra del southern.
Más clásico que
manierista no pretende ofrecer una lectura mítica o desmitificadora,
revisionista o deconstruccionista de los motivos argumentales,
temáticos o visuales del género. De hecho, ni los explota
debidamente con fines dramáticos.
Estoy por creer que este
género no le interesa lo más mínimo, pero faltaba una del oeste en
su filmografía y ya tocaba.
Repasando sus films
favoritos, me encuentro con El rostro
impenetrable, un western soberbio
pero atípico a más no poder, como única representante
norteamericana. La cosa se aclara.
Ahora vayamos con
ese último tercio problemático.
Pese a que la liebre de
los mandingas era apresada por los lebreles de la sospecha, la cosa
acaba bien y Broomhilda es comprada por Schultz (Christoph Waltz).
Solución anticlimática pero aceptable. Naturalmente, siendo una
película de Tarantino y que contiene una mención explícita a Die
Nibelungen, debe tener un desenlace propio de la épica
germánica, y así, acaba por dinamitar la lógica argumental de
forma un tanto caprichosa, the show must go on.
En Malditos bastardos
la trama basculaba en torno a tres enclaves relativamente
autónomos y con idéntica estructura: la secuencia inicial en la
granja, el reencuentro entre Landa y Shoshana en presencia de Göebles
y la secuencia del sótano que a punto está de arruinar la Operación
Kino, que desmentían la cacareada filiación del film con Doce
del patíbulo, y lo acercaba más a piezas de Lang o Hitchcock
contemporáneas al conflicto bélico. En sendos actos, Tarantino pone
en liza su talento de prestidigitador y modela un suspense
disponiendo la cercanía de un peligro que al cabo, se eludía
aliviado o explotaba en una ráfaga vertiginosa de violencia. Pero
siempre con consecuencias en el devenir de futuros acontecimientos.
El juego de ahora es
similar pero funciona sólo a medias. La secuencia de la cena en
Candyland es una fastuosa celebración del talento dramático de
Tarantino, con en esos parlamentos hueros, silencios en los que los
personajes tratan de descifrar las intenciones del interlocutor
escrutando su rostro y esas sonrisas que enmascaran las propias, las
sospechas del viejo Stephen, etc., ahí el suspense comparece y logra
un clímax furibundo que le costó a DiCaprio varios puntos en la
mano. Sin embargo, el conflicto se resuelve. Se acabó, finito.
El problema que el
guionista debe afrontar es cómo romper de nuevo la calma para
vivificar la acción. La indignación del Doctor Schultz ante la
injusticia de esa sociedad bárbara que se pretende refinada y
europea, opera como deus ex machina. Y aunque sabemos que las
contradicciones de una economía esclavista no pueden resolverse en
un simple apretón de manos, que la injusticia de que es objeto una
raza por una elite paleta con ínfulas, no puede conciliarse con un
mero apretón de manos, el espectáculo siguiente no creo que sea la
respuesta al nudo gordiano ético, y menos al narrativo.
Mi reparo no se debe
tanto a que psicológicamente sea poco creíble (se erige de forma
megalómana en vengador de la raza negra sin considerar el peligro
mortal a que se expone), o a que dramáticamente no esté motivado
(ya tienen lo que querían, Bloomhilda), como a lo vacilante de la
escritura de la escena, que resta eficacia a la furia que se
desencadena tras el asesinato de Candie.
El espectador asiste a
los tiroteos entre complacido e indiferente. Ni su ejecución visual
es brillante ni revisten mayor dramatismo. Tarantino desaprovecha
vilmente las posibilidades de un género que se ha pasado un siglo
preparando el gran duelo final. Hay más de western en
el.clímax de Kill Bill que aquí, donde para empezar, Django
(Jaime Foxx) no dispone de un antagonista a la altura. No puede haber
emoción o intensidad en la ejecución sumaria de los empleados de la
plantación ni en su culminación con el tiroteo de la cúpula de
Candyland tras el funeral del patrón.
¿Qué grandeza hay en
agujerear las rótulas del viejo Stephen? Repito, no sigo un criterio
ético, simplemente creo que a Tarantino le falta un personaje, el
“casi” tan rápido como Django para ofrecernos una gran escena
final, espectáculo, emoción, la emoción que nos anudaba la
garganta de Kill Bill.
3. Para terminar con buen sabor, un apunte positivo, que no
se diga. Tarantino podría haber caído en un maniqueísmo ingenuo en
el retrato de los esclavos negros, la falacia ecológica que lleva a
beatificar de sólito a las víctimas por el hecho de ser víctimas,
presumir una bondad intrínseca nacida del dolor, pero entonces no
hubiera sido Tarantino, sería Spielberg. Muy al contrario. La
víctima se envilece, al ser privado de libertad y menoscabada su
dignidad, el hombre pierde los rasgos que le humanizan. Vemos a
negros negreros, negros que despedazan a otros negros, negros que
procuran y se complacen el castigo de sus iguales, sin piedad, sin
misericordia ni conmiseración. En el retrato de los latifundistas
podría haber optado por cargar las tintos sobre el elemento racista,
ofreciendo el retrato de protervos y decadentes déspotas, sin
embargo vemos a los grandes propietarios blancos cautivados por la
carne oscura de las hembrazas negras. Big Daddy (Don Johnson) se
rodea de un nutrido harén, y Candie va en compañía de una
hermosísima joven de color, además, sabemos que quien mueve
realmente los hilos en la plantación es el viejo Stephen, cabeza
pensante y el brazo ejecutor, además de una especie de padre
cascarrabias de Hal. Candie no es más que un pobre idiota que no
sabe francés (cómo malogra Quentin las posibilidades de esa
ignorancia para que Schultz hubiera zaherido la soberbia del sureño)
Es
decir, Tarantino deja claro que el racismo es un revestimiento
ideológico para justificar una relación de dominación antes que
una convicción personal.
Esperaba
la obra maestra del western posmo y me encontré posiblemente
con el largo menos satisfactorio de Tarantino.
Sí señores, Dead
Man sigue imbatida.
1La
alusión a Sam Raimi me sirve para evocar una actitud ante el género
radicalmente opuesta a la de Tarantino, en Rápida y
mortal procedía con una parodia de los tics
visuales de Leone, que era ya una parodia de Ford y Mann, resultando
un film grotesco que se perdía en los interminables
travellings-zooms que mediaban entre los duelistas,
desaprovechando un buen reparto y una historia con posibilidades.
Crítica de "Los odiosos ocho": http://cinedivergente.com/criticas/largometrajes/los-odiosos-ocho
Crítica de "Los odiosos ocho": http://cinedivergente.com/criticas/largometrajes/los-odiosos-ocho
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