UN MÉTODO PELIGROSO.
David Cronemberg ha sido
uno de los autores con de forma más certera ha cifrado la segunda
tópica freudiana, eludiendo con habilidad el manido simbolismo que
nos legaran los surrealistas; su cine es demasiado concreto, físico
y carnal para condescender con semejantes abstracciones y
desplazamientos de un sentido al que nunca quiso desalojar de su
habitación primera, en lo que habría sido una recreación bastarda,
aunque de incuestionable valor estético, de las elaboraciones del
inconsciente.
Otra mentira para
hacérnoslo llevadero, para fecundar la neurosis.
La carne
nos vuelve locos, llega a
decir uno de los personajes de La mosca (The
Fly, 1986) y
de
inmediato,
el
creador
del
tele-transportador
comienza
la
improbable
labor
de
enseñar
a
una
máquina
a
enloquecer
por
la
carne.
La sensibilidad que la
capacita para el placer no la insensibiliza ante el dolor, sendos
complementarios se implican, como Sade y Sacher-Masoch; sus fronteras
no están claras; sin la proximidad del contrario, no existirían, su
identidad vacila y cae ante los arrebatos del otro: el deseo se clava
en el alma; el placer o el dolor, su extensión sensible, se inscribe
en el cuerpo con el cincel diestro del goce o la herida: “Mi
herida
existía
antes
que
yo,
yo
nací
para
encarnarla”, nos
dirá
Blanchot,
en
una
fabulosa
inversión
de
la
relación
causal
que
delata
el
apremio
del
deseo y su destino.
En última instancia, la perspectiva dualista del psiquismo, consagra
el conflicto y hace de la neurosis un mal unánime.
La
herida
es
la
escritura
cultural,
la
labor
criminal
del
grupo
que
aherroja
las
energía
pulsional
del
sujeto
al
tiro
del
arado.
En
Crash (Ídem, 1996) la
cópula
brutal entre
naturaleza
y
cultura
que
se
consuma
con
el
accidente
de
tráfico,
libera
las
pulsiones que no podrán ser
ligadas para procurar una descarga inocua; se
impone
la
enésima
desviación
fetechista (en
la
perversión
se
afirma
la
especifidad
de
lo
humano); y
Eros será incapaz de vencer a su poderoso oponente. Al fin lo
orgánico tendrá su anhelado regreso a lo inerte, lejos del alcance
de estímulos exteriores. Regresión propiciada irónicamente por esa
cultura coercitiva y preservadora, dispensadora del “malestar”
consiguiente.
Cronemberg renuncia a la narración para abocarnos a la contemplación de formas semovientes que se funden sucesivamente, con monótona devoción, sin pesar ni atisbo de emoción alguna. Elegía apocalíptica de la disolución de la identidad, como individuos y como especie; relato del nacimiento de la nueva carne (feliz hallazgo de la primera obra maestra de Cronembeg, Videodrome (Ídem, 1982) Las gélidas imágenes del film (el más hermoso del canadiense; el más hermético, dicen algunos, aunque a mí me parece el más explícito y directo) manifiestan con clarividente plasticidad la anómica voluntad que vive a los cuerpos (das Es), cuerpos que caminan, apenas se comunican, nunca comen, y coyundan sin descanso, ávidos de liberar esas tensiones insoportables que los posee, lanzados a la búsqueda del choque final que diluya su individualidad en la máquina, más allá del principio de todo.
Cronemberg renuncia a la narración para abocarnos a la contemplación de formas semovientes que se funden sucesivamente, con monótona devoción, sin pesar ni atisbo de emoción alguna. Elegía apocalíptica de la disolución de la identidad, como individuos y como especie; relato del nacimiento de la nueva carne (feliz hallazgo de la primera obra maestra de Cronembeg, Videodrome (Ídem, 1982) Las gélidas imágenes del film (el más hermoso del canadiense; el más hermético, dicen algunos, aunque a mí me parece el más explícito y directo) manifiestan con clarividente plasticidad la anómica voluntad que vive a los cuerpos (das Es), cuerpos que caminan, apenas se comunican, nunca comen, y coyundan sin descanso, ávidos de liberar esas tensiones insoportables que los posee, lanzados a la búsqueda del choque final que diluya su individualidad en la máquina, más allá del principio de todo.
Alguno
incluso
se
profana
la
piel
con
la
caligrafía
fatal
de
la
herida
anhelada,
esa
cuyo
destino
fue
encarnar.
Pero
Cronemberg
se
hace
mayor,
y
comienza
a
escarbar
bajo
la
carne
con un sentido genealógico, no
para
escapar
de
su
grosera
materialidad
y
una
fragilidad
manifiesta,
menesterosa,
al
socaire
descarnado
de
las
cavernas
gélidas
del
alma,
no,
lo
hace
para mostrar la dificultad para asumir el conflicto que se dirime en
el núcleo del psiquismo y que remite a ella: la carne sigue siendo
el Problema.
Un
método peligroso
(A Dangerous
Method, 2011),
muestra dolorosamente
la premisa básica del sistema de
Freud (encarnado por un
convincente Viggo Mortensen) y
refleja
la
renuencia
de
una
sociedad
a
la
que
el
psicoanálisis
golpeó
con
virulencia,
arrumbando
prejuicios
seculares; llevándoles la
peste.
Se
ha
llegado
ha
decir
que
fue
la
tercera
gran
humillación
infringida
a
la
especie
humana
(las
anteriores
fueron
propinadas
por
Copérnico
y
Darwin)
Pero
el
pacato
Jung (Michael Fassbender)
se
niega
a
aceptar
que
en
el
corazón
del
deseo
se
clave
una
voluntad
que
sólo
aspira
al
goce
sensual
y
trata
de
sublimar
ese
horror,
trascender la materialidad grosera de la teoría sexual y dar
una
esperanza
al
enfermo,
mostrarle
un
camino
luminoso
que
le
conduzca
al
Santo
Grial (motivo que obsesionó
toda su vida al suizo; y a Himmler),
a
la
curación
por
la
realización
y
no
a un
sombrío
y resignado asentimiento.
Todo
el
discurso
del
film
parece
articularse
ironizando
sobre
un
fragmento
de
La psicología de la
transferencia en
la
que
Jung
afirma:
“Pero
hay
otras
formas
de
concupiscencia
instintiva
que
dimanan
de
la
instintiva
negación
de
los
deseos,
con
lo
que
la
vida
aparece
anclada
en
la
angustia
o
la
autoaniquilación.”
La
pieza
de
Christopher
Hampton
en
que
se
basa,
sigue
casi
al
pie
de
la
letra
el
capítulo
de
la
autobiografía
de
Jung
Recuerdos, sueños y
pensamientos consagrado
a
Freud,
salvo
por
un
detalle,
la omisión de
un
personaje
crucial: Sabina Spielrein
(Keira Knightley), inspiradora de la
existencia de una pulsión agresiva independiente (idea también
defendida por Adler) En virtud de la transferencia mutua,
Jung consigue sanar a la joven
Sabina, consciente del peligro
que supone recoger el sufrimiento del enfermo y compartirlo. (Freud
trataba con cautela de minimizar tal fenómeno, razón de que el
médico se sitúe tras el enfermo, fuera de su campo visual)
De
forma paralela asistimos a sus primeros encuentros con Freud,
dilatados en largas charlas, en las que el vienés se llegó a
convencer de haber encontrado al heredero de la corona, un “hijo”.
A Jung le incomoda que le haga prometer que no abandone nunca la
teoría sexual. Ve en ella un dogma y la constatación del
endiosamiento del maestro. El hecho de que Freud de continuo enarbole
su condición de judío para justificar el rechazo que la teoría
psicoanalítica provoca, se le antoja de un victimismo sibilino que
busca eludir la crítica recurriendo a la falacia ad
hominem: todo aquel que ose a
contradecirle es tachado de inmediato de antisemita.
Freud
llega a afirmar, en un intento de vencer la resistencia de su colega:
queremos entender y aceptar y
le reprochará, más tarde, querer sustituir un delirio por otro. De
igual modo, cuando la ruptura va camino de consumarse, instará a
Sabina a abandonar su ilusión de una unión mística con un “rubio
Sigfrido”, enarbolando el consabido argumento de que ambos son
judíos.
El
film acaba siendo la crónica de una doble “traición”.
A
la teoría sexual por un lado: Jung se niega a “aceptar”, quiere
ofrecer con el análisis la posibilidad de reinventarse,
convertirse en lo que siempre se ha querido ser. De
ahí su recurso al mito como nueva encarnación del Espíritu
hegeliano; no otra cosa acaba siendo su teoría del arquetipo
colectivo: encarnación de un sujeto supra-individual (pero no
supra-nacional) que manifiesta en los sueños y las artes.
Ser
fiel
al
propio
deseo,
nos dice Freud, no
equivale
a
su
realización,
sino
a
reconocerlo
y
asumirlo,
aún
cuando
no
sea
probable
su
cumplimiento.
Jung traiciona a su deseo.
La
segunda traición de Jung será a la ayudante Spielrein. Jung parece
negarse a aceptar su deseo, sentirse dominado por él, quizá porque
vulnera su moral pequeñoburguesa, quizá, porque en su fuero
interno, sabe que transigiendo con él, le da la razón a Freud.
Cuando le refiere a Sabina sus reticencias hacia el pansexualismo
freudiano, ella observa que, en su caso, habría tenido razón,
evidencia ante la cual Jung asiente con un silencio rencoroso. Pero
ya antes de que comenzaran su relación, tras el relato de uno de sus
sueños, Freud le responde que, si se tratara de un paciente, le
diría que tras la elaboración onírica, se agazapaba un
irreprimible deseo sexual. Naturalmente, no se equivocaba.
En
ambos casos, el orgullo de Jung recibe un duro golpe. Pero se niega a
aceptar, niega la naturaleza de su deseo (aunque a corto plazo les dé
salida durante su infidelidad con Sabina) y opta, a la postre, por
evadirse hacia un chamanismo místico.
Para
aquilatar debidamente el valor de los rótulos que cierran el film
hay que saber que Jung aceptó dirigir la Sociedad Alemana de
Psicoterapia bajo control nazi y que llegó a distinguir entre un
inconsciente ario y otro judío; a proponer una “psicología de las
naciones”. Pese a todo, se convirtió en el más destacado
representante del movimiento (no se pondera su aportación específica
a la escuela, tan sólo la consideración social de que gozó en su
momento).
Murió en paz...
Freud,
en cambio, pasó su agonía en el exilio. Sabine, fue fusilada frente
a una sinagoga.
Como
siempre, Cronemberg evita la identificación del espectador con sus
personajes, de modo que Freud por momentos, se nos aparece como un
petulante y soberbio profeta de una nueva religión, receloso de la
posición económica de que goza Jung y de su condición de ario,
ridículamente acosado por los presuntos deseos parricidas de aquél.
Jung, por otro lado, es un mojigato y autocomplaciente hipócrita que
traiciona a su mujer y a su amante, en ambos casos por cobardía. Que
convierte la negación de sus deseos en la afirmación de otro orden
con el que aspira a dispensar una curación que al tiempo realice
todas las potencias del individuo. Sin embargo, no puede sustraerse a
los zurriagazos del deseo rencoroso, de los reproches de la carne
ávida.
Y
acaba postrado contra su melancolía: una peligrosa disociación en
el seno del Yo ante la imposibilidad de ligar el deseo con su objeto.
Como
bien nos muestra Otto Gross (Vincent Cassel) lo mejor que se puede
hacer con el deseo es cumplirlo. ¿Por qué diablos nos resultará
tan difícil?
Excelente reseña ,Marcus.El contexto sociocultural y la vida de los personajes influyen en sus respectivas teorías.Ya que somos sujetos , somos subjetivos;si fuéramos objetos seríamos objetivos.Esto se da con mas virulencia en el psicoanálisis tan señalado por los cientificistas.Jung , como bien dices ,presenta el complejo de Sísifo, rebelándose continuamente contra la absurda esclavitud del deseo carnal.
ResponderEliminarComo dice el antiguo testamento : "Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja de Yahveh su corazón" Jr 17, 5
Los prejuicios cientifistas y fisicalistas que enarbolaron algunos como Carnap desde la filosofía de la ciencia, o Skinner desde la psicología, contra el psicoanálisis están obsoletos. Hay un filósofo del lenguaje, Hilary Putnam, defensor de una tesis (el Internalismo) que sostiene que nuestra descripción del mundo se hace siempre desde una teoría (la famosa carga teórica), de modo que la "verdad" en ciencia, no es más que la coherencia de nuestras creencias (la teoría) con nuestras experiencias (las que a su vez no se sustraen de nuestro sistema de creencias; solo puedo experimentar lo que me parece posible (es decir, creíble), y no su supuesta correspondencia con los hechos independientes de la mente: ¿existe algo independiente de la mente? (el Noúmeno kantiano) Lo único que puedo decir de lo que hay fuera de mí, como sujeto, es afirmar ciertas regularidades (Hume)
ResponderEliminarLeí por vez primera a Freud en COU, "El malestar en la cultura", por tanto es uno de los pilares más firmes de mi formación; nunca lo ha abandonado ni me he sentido defraudado por él. Lo mismo podría decir de Jung, por cierto, pese a todas las sombras que le acompañan (como a todos), la crítica literaria, por ejemplo, le debe mucho...y mi querido Jorodowsky. Me apasionan los mitos, y su teoría del arquetipo colectivo me parece la más certera descripción de la comunidad de los grandes escritores que componen nuestro canon literario.