Because something is happenimg
here
But you don´t know what it is...
............................
BOB DYLAN
Y
supe de él una vez más.
Fue
en el lugar menos literario del mundo: durante un acto social de
ANAGRAMA. Sergio Pitol, en el decurso de una conversación que giraba
en torno a la decadencia del ejercicio de la papiroflexia entre
escritores, antaño tan prolífico y deseable -¿Qué destino más
noble podían hallar manuscritos poblados de balbuceos en pos de la
belleza y tachonados con furia? Hubo quién cultivó un jardín en su
escritorio; otros preferían urdir unicornios o lepidópteros de
celulosa), y ahora declinante, lamentaba nostálgico: “Lo
digital ha llevado al olvido del papel, con la honrosa excepción de
Mr. Jones, claro está”.
Esas
dos palabras me sacudieron la modorra en que me sume de sólito el
acento lánguido del Cervantes (cualidad somnífera solidaria con su
prosa) Pero entonces alguien dijo algo y el relato tomó fatalmente
un nuevo rumbo. Y Mr. Jones se escurrió entre los dedos de mi
curiosidad.
Por
un albur, coincidí con Pitol semanas después en Praga. Las
circunstancias, parecidas, pero esta vez, tras la adulación y el
papeo, pude arrastrarlo a una taberna; lejos de la lluvia. Primero
serví a la cortesía. No falté a la cita con el otro ejercicio
dilecto del escritor: el lameculismo epigonal.
Luego,
saltó al ruedo Mr Jones.
Atrochando por entre las galerías laberínticas que urdió en su relato (un tanto embrollado por la cerveza), el encuentro que mostró al mexicano la pervivencia del noble arte de reciclar el papel con fines artísticos, fue como sigue: Pitol caminaba bajo el frío de San Petesburgo cuando reparó en un mendigo que ofrecía al transeúnte flores de papel, conmovido por el hallazgo que apelaba a su afición, se acercó y, hete aquí, que, los harapos guarecían del bajo cero al escurridizo Mr. Jones (inconfundible su tabique nasal cuarteado; el plomo de sus ojos)
Tras rechazar desairado el ofrecimiento samaritano de Pitol (al que, humillado, fingió no reconocer), aceptó una suma desorbitada por el “jarrón de crótalos” con estalactitas.
Ya en la habitación del hotel y aún con el que-pequeño-es-el-mundo tensándole la sonrisa, examinó como perito la torpe industria con que habían sido elaboradas las flores.
En el trance, se percató de que el papel estaba garabateado.
Atrochando por entre las galerías laberínticas que urdió en su relato (un tanto embrollado por la cerveza), el encuentro que mostró al mexicano la pervivencia del noble arte de reciclar el papel con fines artísticos, fue como sigue: Pitol caminaba bajo el frío de San Petesburgo cuando reparó en un mendigo que ofrecía al transeúnte flores de papel, conmovido por el hallazgo que apelaba a su afición, se acercó y, hete aquí, que, los harapos guarecían del bajo cero al escurridizo Mr. Jones (inconfundible su tabique nasal cuarteado; el plomo de sus ojos)
Tras rechazar desairado el ofrecimiento samaritano de Pitol (al que, humillado, fingió no reconocer), aceptó una suma desorbitada por el “jarrón de crótalos” con estalactitas.
Ya en la habitación del hotel y aún con el que-pequeño-es-el-mundo tensándole la sonrisa, examinó como perito la torpe industria con que habían sido elaboradas las flores.
En el trance, se percató de que el papel estaba garabateado.
Deshizo sin demasiado pesar cada
flor y encontró un texto disperso en cada tallo, pétalo y
peristilo. Ordenó las siete cuartillas. Apenas las leyó (no
soportaba su estilo anquilosado, su prosa académica, la interminable
sucesión de subordinaciones que enredaban el curso de unas acciones
mínimas, el tufillo pedante de sus “relatos filosóficos” que
abrumaban al lector con plúmbeas digresiones), pero lo conservó
(desmintiendo su aversión) como un raro trofeo. Y me lo ofreció. Lo
acepté con temor y temblor. Me apresté a publicarlo. Faltan
palabras, tal vez párrafos. El estilo no se acuerda de los éxtasis
de su periodo tardo-modernista. Sin apenas anécdota, el mundo se
reduce a mera especulación.
La situación esbozada puede ser
trivial o terrible.
Si al lector le resulta valioso o
no, ya no me incumbe. Ahora es suyo.
Ahí va.
Ahí va.
Aún cimbraba
en la oscuridad el último timbre del teléfono pero más allá
de la puerta, desde el otro lado de su verde pálido, se aproximaron
unos pasos disparejos, arrastrados penosamente por la fatiga que un
quinto impone. Luego la luz del trazó el contorno del
marco, brillante entre los quicios: como un portal al otro lado. Por
alguna razón el hombre (porque tenía que ser un hombre) no
anunciaba su presencia; por algún motivo peregrino o avieso, evitaba
hacer presión sobre el el icono desvaído (me había fijado, durante
el par de segundos de duda antes de pulsar yo mismo), desdibujado por
una legión de dactilares impacientes (supongo), bañados en sudor
(presumo). Solidarios en la culpa (de eso, no hay duda).
Se dejaba escuchar un resuello grueso
y tabacoso contra la madera e imaginé al fulano llevándose la mano
a un costado. Contuve
la
respiración
tratando
desmentir
con
el
silencio
mi presencia, tan pertinaz como la del gordo invisible que aguardaba
la llegada del aliento apenas a un metro, oculto tras los estertores
y el verde incoloro.
Y
el segundo aviso llegó
en forma de un
ding sordo
que apenas
se
elevó para
caer
enredado
en
el
calor grávido
de
zumbidos:
las
moscas
aún removían
el
aire
perezoso
con
sus
minúsculas
alas.
El
parqué
crujió
bajo
los
pies
o
mi
peso
hizo
crujir
el
parqué,
que
no
está
claro
el
orden
causal
(si
lo
hubiera);
seguía
descalzo
y
desde
las
me
llegaban
noticias
de
un
calor,
una
rugosidad,
ninguna
esperanza
de
comprender;
indescriptible
sensación
de
soledad,
desamparo,
abandono
(¿por
qué?):
pensé
en
los
calcetines
(quiero
decir
que
evoqué
la
imagen
que
me
presentó
la
memoria),
mansos, en
la quietud de algún
lugar
del
dormitorio;
calcetines
sin
pies
cabe
la
ropa
esparcida
(denuncia
de
una urgencia,
ahora
lejana,
irreal),
sobre,
entre
y
por
el
mobiliario
(escaso
mobiliario)
del
dormitorio
(la
cama,
quizá
un
par
de
sillas,
nada
de
cortinas
que
velen
la
intimidad);
pensé
en
su
fosco,
secreto
hedor
engendrado
durante
el
deambular
de
la
víspera.
¿Puede
pensarse
el
olor?
Puedo
pensarme
pensando
el
olor.
Recordé
(signos,
grafías)
la
etimología
de
“persistente”,
derivado de sistere: “colocar”;
recordé que “existir” sólo es “salir” o “aparecer” y a
diferencia de Dasein, la
concreción espacio-temporal del Ser, advenimiento al mundo sin tener
Ser (esencia: la existencia precede a la esencia; idea sólo
concebible por el hablante de una lengua romance; definitivamente la
palabra es una máscara).
Sólo
un estar arrojado o exiliado del Ser; una nada cantante y danzante,
como estos insectos voladores alrededor de mí: ridículo sería
decir que son. Y, con
todo, algo son, son
moscas, son en un
sentido vicario, analógico, como nosotros respecto al Dios del
Aquinate.
Ser u oler son dos
apariciones, dos cualidades que no radican en la Sustancia. Son dos
rocas flotantes, proteicas y sin Ser; o al menos, más allá de lo la
noticia que tengo de ellos.
conmocionó
los goznes sin clemencia, obra de los nudillos sin duda
descomunales del intruso, cuya existencia (en sentido etimológico)
iba cobrando cuerpo (o eso empezaba a parecerme; ser o parecer,
that´s the question)
en el repertorio de manifestaciones sensibles que afirmaban su
identidad.
Entonces, pertinaz,
desde algún lugar profundo, lejano pero al alcance, se me insinuó
vaporosa, tenue primero, como el gusto ferruginoso que persistía en
el paladar, luego, semejante a un estremecimiento de la madera, era
apenas unos trazos, como una tela de Pollock, figurando un perfil,
insinuando una forma que rehuye informarse, una luz que se acerca
peligrosamente y veloz por el túnel: la llegada de una idea en tren
expreso y con retraso; exhortativa, imperativa: la idea siempre
obliga, a diferencia de ese racimo de impresiones que ordenadas,
llamamos “realidad”.
Y antes de
resolverme a poner en marcha su dictado, antes de fallar en su favor
(si es que alguna vez me dejó opción) me dirigí hacia el verde
ausente. El manillar giró enigmáticamente entre mis dedos (aunque
ya ajenos, como el mismo manillar), los goznes crujieron, una
corriente de aire, seguida de luz, alivió la pesantez ambiental del
cuarto.
Y una mujer. Una
mujer que me miraba con los ojos asomados a sus cavidades; una mujer
con la ojiva de las cejas escalando por la frente. Una mujer, y
parecía tener prisa por decir algo (sin embargo, no la conocía);
expulsar lo que ardía en su garganta e hinchaba la (aunque no
era gorda). Pero retrocedía; la boca medio abierta, en lo que
parecía un esforzado intento por encontrar algunas palabras, desatar
un grito, expeler una blasfemia, pero seguía retrocediendo y en
silencio(Ostia puta, aire fresco), le tendí una mano y ella,
aferrada con las suyas a la barandilla, comenzó a bajar, sin
volverse, sin dejar de clavar sus dos brasas en mí, con aparente
prisa pero sin premura en el cauto y seguro descenso.
Cinco pisos (dejé
de verla apenas llegó al rellano, pero conté los pasos: 60
escalones).
Luego, un portazo.
La corriente de aire salvador. El aire es luz.
Vuelvo a entrar,
pese al olor, pese a las moscas, pese a la tiniebla. Por si llaman y
esta vez es Él.
….........................................................................................................................................................
Soy el último
hombre vivo. Soy el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo.
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