sábado, 28 de julio de 2012

CUADERNO DE BITÁCORA DEL DÉMETER: El cámara debe morir.







Ver o no ver.

Cuando se estrenó El proyecto de la bruja de Blair, los más condescendientes, apuntaron la gracia del invento y le auguraron escaso porvenir a la fórmula.
La principal objeción era que en el espectáculo es esencial al lenguaje cinematográfico, especialmente cuando recorre la senda genérica, y una propuesta que se sostiene sobre la ausencia del contraplano, que escamotea la visión del horror, vulnera la esencia del arte figurativo que procede a través de la puesta en escena y se construye sobre la mirada.

Sin embargo, la abstracción a que se ve abocada esta propuesta minimalista, resulta profundamente evocadora a la hora de sugestionar a una audiencia resabiada pero siempre dispuesta a dejarse asustar. Resulta asombroso de qué forma tan burda, si lo comparamos con la elaboración formal de la meditada maniera hitchcockiana, se logra crear expectación, suspense, construir una atmósfera y alcanzar el clímax, ahorrando avaro en recursos lingüísticos, siendo al cabo, en esencia la receta del maestro, depurada, adelgazada.

El Proyecto de la bruja de Blair disponía con habilidad un tramo informativo que debía activarse en la segunda parte, cuando la amenaza invisible comience a actuar y deba ser identificada, aquilatada debidamente su influencia y las consecuencias venideras, anticipadas, y así, éramos llevado a través de ese bosque tortuoso al que el viento arranca lamentos, hasta el antológico plano final de Josh contra el muro, justo antes de que la cámara caiga y se nos eche de la acción con igual brusquedad que se nos había invitado a ella.
La cámara cae como el telón sobre la escena.





La cámara: la mirada/el ojo.

La cámara delimita el ámbito inteligible de lo real. Más allá se extiende un contexto que nada sabe del emisor, se produce un hiato en el proceso comunicativo cuya sutura deberá ser justificada hasta el punto que, en ocasiones, la cámara se erige en agente provocador, sujeto causal y no mera registradora de los efectos. Por eso Micky y Mallorie matan a Wayne en Asesinos natos, ellos siempre dejaban un testigo con vida, pero, en esta feliz ocasión, ahí estaba la cámara para dar testimonio. Wayne será traicionado por el instrumento con que saqueaba el dolor ajeno y al que debe la gloria.

Como norma, la cámara es el gran ausente del cine de ficción, es el ojo que ve sin ser visto, condición de posibilidad de la visión, como la conciencia lo es del conocimiento del mundo, elemento intencional y transitivo que configura su objeto y se muestra refractaria a la reflexividad. Se proscribe su presencia, se denuncian sombras y reflejos vergonzantes obra del descuido, mirar al objetivo es una provocación sólo permitida en la pornografía, donde el aspecto conativo de la comunicación, apelar a la audiencia para hacerla partícipe del gozo, es requisito indispensable para el éxito de su mensaje.





Ahora, en el subgénero que inician Myrick/Sánchez, la cámara se vuelve protagonista, las alusiones a ella serán continuas, a la oportunidad de su presencia, toda vez que el personaje que la porta ha de dar razón de su empecinamiento por registrar lo que sucede. En los límites del encuadre la inteligibilidad cesa. He aquí la gran paradoja, lo que queda fuera del encuadre es el noúmeno, podemos pensarlo tan sólo en ausencia de fundamento, como presunción, sin que por ello sea posible huir de su imperio. La cámara es el “sujeto trascendental” que dispensa las condiciones de posibilidad del conocimiento, configura el fenómeno sobre el que asentar un conocimiento cierto.
Pero, no obstante, el sujeto “sabe” de lo real, el más allá atroz que sobrepuja los límites del encuadre, que son los límites del mundo, evocando a Wittgenstein.
Si la realidad como elemento racional, había sido el ámbito dilecto de la Modernidad, de espaldas al absurdo de lo real irreductible al discurso con sentido, ahora es ese absurdo el que reclama su lugar, como simulacro.
Al lenguaje fílmico prístino, racional, jerarquizado del clasicismo, se opone la anarquía sucia y bastarda de una cámara que actúa sin método, ignorante de cuando terminará el drama que registra y no comprende.

Grado cero de escritura.

Por tanto, este nuevo lenguaje que se articula a través de la presencia de la cámara, del ojo y no sólo de la visión, no vulnera la suspensión de incredulidad, se vuelve garante provisional de la “verdad” de lo mostrado. Ello exige una total falta de elaboración del plano en sentido clásico, iluminación, disposición de los elementos del interior del encuadre, planificación de los movimientos de la cámara, etc. Lo real no puede ser estructurado en un guión técnico, ha de ser la propia cámara la que obligue a su esencia indómita, a articularse en un racimo de imágenes desmañadas, palpitantes.
Por esta vía conecta con el documental. Se invierte la jerarquía planificación-toma, ambas se funden, como en una Jam Session, la ejecución va configurando la partitura.
Y la estética se subordina a la “verdad” de lo mostrado.
Las imágenes han de ser justificadas, es decir, la cámara no es ubicua, como el sujeto no es omnisciente, su portador tiene que estar en el punto caliente de la acción para que la audiencia tenga noticia, el cameraman ha de dar razón ante los demás personajes, de un afán insolente, falto de adecuación y tacto, que viola la intimidad de las víctimas, pervierte su dolor al hacer de él un espectáculo obsceno, producto de consumo.
Por eso, casi es un acto de justicia poética que el cámara muera.

Romero entendió esto a la perfección en El diario de los muertos, y cuando Jason es atacado y Debra se haga cargo de la cámara, lleva su voluntad de dar testimonio hasta sus últimas consecuencias: le pide que dispare/filme, Shootme.




Jason pasa de emisor a mensaje, y asume su nueva condición, coherente con una voluntad casi obscena de rodar continuamente.

La cámara no sabe de ética, ante el dilema entre ayudar o filmar, siempre opta por la segunda opción. Su naturaleza reclama acción. Descree de la elipsis, nada hay inefable si está frente al objetivo, si puede ser puesto en forma, resolviendo de un plumazo el debate acerca de los límites de lo representable, si puede representarse, la cuestión del debe, queda escorada.


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