Ver o
no ver.
Cuando se estrenó El
proyecto de la bruja
de Blair, los más condescendientes,
apuntaron la gracia del invento y le auguraron escaso porvenir a la
fórmula.
La principal objeción
era que en el espectáculo es esencial al lenguaje cinematográfico,
especialmente cuando recorre la senda genérica, y una propuesta que
se sostiene sobre la ausencia del contraplano, que escamotea la
visión del horror, vulnera la esencia del arte figurativo que
procede a través de la puesta en escena y se construye sobre
la mirada.
Sin embargo, la
abstracción a que se ve abocada esta propuesta minimalista, resulta
profundamente evocadora a la hora de sugestionar a una audiencia
resabiada pero siempre dispuesta a dejarse asustar. Resulta asombroso
de qué forma tan burda, si lo comparamos con la elaboración formal
de la meditada maniera hitchcockiana, se
logra crear expectación, suspense, construir una atmósfera y
alcanzar el clímax, ahorrando avaro en recursos lingüísticos,
siendo al cabo, en esencia la receta del maestro, depurada,
adelgazada.
El Proyecto
de la bruja de
Blair disponía con habilidad un tramo informativo que
debía activarse en la segunda parte, cuando la amenaza invisible
comience a actuar y deba ser identificada, aquilatada debidamente su
influencia y las consecuencias venideras, anticipadas, y así, éramos
llevado a través de ese bosque tortuoso al que el viento arranca
lamentos, hasta el antológico plano final de Josh contra el muro,
justo antes de que la cámara caiga y se nos eche de la acción con
igual brusquedad que se nos había invitado a ella.
La cámara cae como el
telón sobre la escena.
La cámara: la
mirada/el ojo.
La cámara delimita el
ámbito inteligible de lo real. Más allá se extiende un contexto
que nada sabe del emisor, se produce un hiato en el proceso
comunicativo cuya sutura deberá ser justificada hasta el punto que,
en ocasiones, la cámara se erige en agente provocador, sujeto causal
y no mera registradora de los efectos. Por eso Micky y Mallorie matan
a Wayne en Asesinos natos, ellos siempre dejaban un testigo
con vida, pero, en esta feliz ocasión, ahí estaba la cámara para
dar testimonio. Wayne será traicionado por el instrumento con que
saqueaba el dolor ajeno y al que debe la gloria.
Como norma, la cámara es
el gran ausente del cine de ficción, es el ojo que ve sin ser visto,
condición de posibilidad de la visión, como la conciencia lo es del
conocimiento del mundo, elemento intencional y transitivo que
configura su objeto y se muestra refractaria a la reflexividad. Se
proscribe su presencia, se denuncian sombras y reflejos vergonzantes
obra del descuido, mirar al objetivo es una provocación sólo
permitida en la pornografía, donde el aspecto conativo de la
comunicación, apelar a la audiencia para hacerla partícipe del
gozo, es requisito indispensable para el éxito de su mensaje.
Ahora, en el subgénero
que inician Myrick/Sánchez, la cámara se vuelve protagonista, las
alusiones a ella serán continuas, a la oportunidad de su presencia,
toda vez que el personaje que la porta ha de dar razón de su
empecinamiento por registrar lo que sucede. En los límites del
encuadre la inteligibilidad cesa. He aquí la gran paradoja, lo que
queda fuera del encuadre es el noúmeno,
podemos pensarlo tan sólo en
ausencia de fundamento, como presunción, sin que por ello sea
posible huir de su imperio. La cámara es el “sujeto
trascendental” que dispensa las condiciones de posibilidad del
conocimiento, configura el fenómeno sobre el que asentar un
conocimiento cierto.
Pero, no obstante, el
sujeto “sabe” de lo real, el más allá atroz que sobrepuja los
límites del encuadre, que son los límites del mundo, evocando a
Wittgenstein.
Si la realidad como
elemento racional, había sido el ámbito dilecto de la Modernidad,
de espaldas al absurdo de lo real irreductible al discurso con
sentido, ahora es ese absurdo el que reclama su lugar, como
simulacro.
Al lenguaje fílmico
prístino, racional, jerarquizado del clasicismo, se opone la
anarquía sucia y bastarda de una cámara que actúa sin método,
ignorante de cuando terminará el drama que registra y no comprende.
Grado cero de
escritura.
Por tanto, este nuevo
lenguaje que se articula a través de la presencia de la cámara, del
ojo y no sólo de la visión, no vulnera la suspensión de
incredulidad, se vuelve garante provisional de la “verdad” de lo
mostrado. Ello exige una total falta de elaboración del plano en
sentido clásico, iluminación, disposición de los elementos del
interior del encuadre, planificación de los movimientos de la
cámara, etc. Lo real no puede ser estructurado en un guión técnico,
ha de ser la propia cámara la que obligue a su esencia indómita, a
articularse en un racimo de imágenes desmañadas, palpitantes.
Por esta vía conecta con
el documental. Se invierte la jerarquía planificación-toma, ambas
se funden, como en una Jam Session, la ejecución va
configurando la partitura.
Y la estética se
subordina a la “verdad” de lo mostrado.
Las imágenes han de ser
justificadas, es decir, la cámara no es ubicua, como el sujeto no es
omnisciente, su portador tiene que estar en el punto caliente de la
acción para que la audiencia tenga noticia, el cameraman ha
de dar razón ante los demás personajes, de un afán insolente,
falto de adecuación y tacto, que viola la intimidad de las víctimas,
pervierte su dolor al hacer de él un espectáculo obsceno, producto
de consumo.
Por eso, casi es un acto
de justicia poética que el cámara muera.
Romero entendió esto a
la perfección en El diario de los muertos, y cuando Jason es
atacado y Debra se haga cargo de la cámara, lleva su voluntad de dar
testimonio hasta sus últimas consecuencias: le pide que
dispare/filme, Shootme.
Jason
pasa de emisor a mensaje, y asume su nueva condición, coherente con
una voluntad casi obscena de rodar continuamente.
La
cámara no sabe de ética, ante el dilema entre ayudar o filmar,
siempre opta por la segunda opción. Su naturaleza reclama acción.
Descree de la elipsis, nada hay inefable si está frente al objetivo,
si puede ser puesto en forma, resolviendo de un plumazo el debate
acerca de los límites de lo representable, si puede representarse,
la cuestión del debe, queda escorada.
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