En La
noche se
mueve (Night
Moves, 1975;
Arthur Penn),
una
guapísima
Jennifer
Warren
preguntaba
a
uno
de
mis
héroes,
Harry
Moseby
(Gene
Hackman):
-¿Qué
hacías
el
día
que
mataron
a
Kennedy?
¿Quién
de
nosotros
no
recuerda
lo
que
estaba
haciendo
cuando
le
sorprendió
el
11-S
o
el
11-M?
Pues
bien,
último mes nos ha dejado un curioso deporte entre los miembros que
engrosan la flor y nata de la intelectualidad carpetovetónica,
vocear por redes y fronteras lo que hacían durante éste o aquél
partido de la roja, tendencia
que se vio acusada
el
día
de
la final:
INTELECTUAL 1 (Poniendo
cara de fumarse un puro): -Pues mira chico,
yo estaba traduciendo La
fenomenología del Espíritu.
INETELECTUAL
2
(Comprometido):
- Yo ayudaba con
el fuego en Valencia.
INTELECTUAL
3
(Solidario):
-Y yo andaba camino a
la capital en compañía
de los mineros (y
aunque alguno llevaba la radio
puesta, me aislé
escuchando en el iPod
el Concierto de
Brandemburgo Nº 2)
INTELECTUAL
4.0:
-Aquí estaba yo,
boicoteando el partido con
tuits satíricos.
Cualquier cosa por
desmarcarse del grueso de la población que voceaba con cerveza y
cigarrillo al televisor.
Y bajamos la mirada con
gesto grave, y nos llevamos las manos a la cabeza incrédulos, -con
la que está cayendo-,
compungidos por lo mucho que nos duele España, por la compasión
que nos produce la algarabía de la masa a la que mañana se le
olvidará sellar la tarjeta de demanda y darán el sablazo cuando
vayan a comprar el ibuprofeno para aliviar la resaca.
-Pobres,
danzad, danzad, malditos...-
Yo he sido el primero en
sucumbir a ese complejo de vieja ceñuda con el cerco de disgusto en
la boca, mientras los coches pitaban a la noche su alegría
victoriosa, apresurándome a cerrar ventanas a despecho del calor,
con los tapones de gomaespuma calzados, para volver a mis quehaceres
con el gesto desdeñoso, henchido de solitario orgullo y desprecio
colectivo.
Es tan tentador (y
necesario a veces) desmarcarse de la tribu, sus insulsas y tristes
diversiones, su patético e infundado regocijo en éxitos ajenos de
los que misteriosamente se sienten partícipes.
Es demasiado fácil
desmontar el mecanismo de esas ilusiones que excitan emociones
colectivas y movilizan a un pueblo de sólito perezoso e idiota que
idolatra a figuras del espectáculo que nada hacen por ellos (bueno
sí, consiguen que se olviden se sí mismos, que no es poco).
Es demasiado fácil
desenmascarar el elemento ideológico que reviste y la intención que
anima, desde los albañales del poder, la promoción de tales
eventos, y lo es para cualquiera que se haya leído la contraportada
de algún libro de Horkheimer.
Es tan fácil ridiculizar
las diversiones populares y populistas del fulano al que tres
cicatrices rojigualdas y premonitorias le surcan las mejillas, o de
la Mari que luce tetamen bajo
la
camiseta mojada, izando mástiles por doquier con unos
saltitos que dejan la Flor de Lis sin pétalos...
Pero, norte y lucero de
la intelectualidad, ¿qué diferencia hay entre que la España de
charanga y pandereta se amontone en las calles para celebrar un éxito
deportivo a que esa misma España se apile en la arena bajo la
sombrilla con su cucurucho de camarones, se pegue el filetazo en la
verbena del barrio con el Paquito chocolatero,
o se dedique dar botes en el festival de turno?
¿Qué es lo que os
molesta tanto del fútbol?
Ya, claro, que nos
muestra que la gente podría echarse a la calle con el mismo ímpetu
para defender sus derechos.
La triste verdad es que
la diferencia entre el tipo que tiene capacidad para enjuiciar
críticamente su circunstancia y el juanlanas con la camiseta roja
del chino que no se entera de qué va la copla, es, a efectos
prácticos, esto es, a la hora de mostrar un cierto activismo cívico,
ninguna.
Ninguna.
Salvo que el primero, por
saber, es responsable de su silencio, de su pasividad.
Y eso nos crea un
profundo y odioso sentimiento de culpa que proyectamos en la
serpiente roja que repta por Gran Vía camino de Cibeles.
Nos sentimos más dignos
por estar tirados en el sofá con Franzen entre las manos y
Sloterdijk esperando sobre el atril. Y claro, pensamos, si 18
millones de españoles emplearan el tiempo que les queda en consumir
productos que estimularan su pensamiento en vez de hacerlo con otros
que la adormecen, otro gallo cataría, pero, presumir eso es no ser
realista, no tener ni puta idea de como es el ser humano.
Pan y circo, y si tenemos
que recortar de pan, que no falte el circo.
Era significativa la
escasa presencia policial en el centro de festejos de Cáceres, a
pesar de la multitud, de las botellas, del lago artificial en el que
sumergía la juventud imprudente. Apenas un coche.
Dejad que disfruten, se
diría nuestra alcaldesa, que la mayoría mañana no tiene que
madrugar.
La diferencia entre el
intelectual y el político es que el último sí que sabe cómo es el
hombre, aprendieron la lección de la arena del circo romano, y no
han dejado de aplicar su magisterio. Y me temo que haría falta que
se degradase de una de forma sustancial la “calidad de vida” del
españolito medio (que es hijo de Torrente, ojo, no de Ortega ni de
Sánchez-Ferlosio, de Torrente, Pajares y Martínez-Soria, espejo en
que se han mirado las generaciones de los últimos 70 años), esto
es, dejarlo sin techo y subsidio, para lograr movilizarlos, aunque
para entonces, se moverían al compás de los halcones radicales del
ala izquierda y derecha, cuando se encuentren dispuestos a vender su
alma al primero que les ofrezca un mendrugo de pan, como ya nos ha
mostrado la Historia (esa que se escribe en mayúsculas).
No, destino y
cumplimiento de la intelectualidad patria, no os rasguéis las
camisetas de la roja, alegraos porque maris y juanlanas festejen en
las fuentes provincianas logros de otros, porque el día que la feliz
chusma no tenga para el litro y el ducados rubio, el día que la
feliz chavalada salga a la calle mentándole la madre a Rajoy
pidiendo por sus derechos, tarde y mal, es decir, con el cóctel en
la mano iluminando el corazón de la noche de los cristales rotos,
ese día no bastará con cerrojazo a la ventana y gomaespuma.
Y sí, yo vi la final y
salí a festejarlo (sin mucha convicción, como alguno me reprochó),
y aunque por la mañana me quedó mal cuerpo (por la cerveza que
trasegué, mayormente), ese poso incómodo del que siente que ha
faltado.
Españolito que
vienes al mundo, te
guarde Dios/ una de
las dos Españas, ha
de helarte el corazón.
Pero
ya
sólo
queda
una
España.
Y
es
una
puta
mierda,
pero
es
lo
que
tenemos
y
que
carajo,
merece
la
pena
luchar
por
esa otra
España
posible,
desde
las
aulas,
para
empezar,
como
lucharon
los
tipos
del
98
y
las
generaciones
siguientes hasta
que
la
las
balas
silbaron,
y
en
algún
camino
de
Granada
comenzó
a
asesinarse
el
sueño.
Sólo
nos
cabe
rezar
porque
la
situación
actual
no
arrumbe
ese
sueño
para
siempre.
Mientras,
el
fútbol
es
un
mal
menor,
como
Gran
Hermano
(qué
coño,
una
diversión
infinitamente
más
digna,
menos
ofensiva
a
la
dignidad),
y
aunque
me
parecen
unos
cínicos
los
que
afirman
que
el
pueblo
se
merece
alegrías
así
(es
decir,
toda
nuestra
clase
política),
como
afirma
Sloterdijk,
estamos
en
el
reino
de
la
razón
cínica,
la
mentira
hace serios esfuerzos por ser
tomada
en
serio
y
nosotros
de
sobras
conocemos la
distancia
que
media
entre
la
máscara
ideológica
y
la
realidad,
pero,
con
todo,
creemos
apropiado
que
la
máscara
siga
en
su
sitio
(es
lo
más
cómodo).
¿No
somos
todos
unos
cínicos?
Yo
al
menos
como
tal
actué
el
domingo,
jugué
a
creerme
la
mentira.
Como
tal
me
sentí
el
lunes,
cuando
me
parecía
más
necesaria
que
nunca.
Por
suerte,
intelectuales,
esa
prisa
por
señalar
vuestra
ausencia
de
la
marea
roja,
esa
premura
por
reivindicar
una
condición,
un
compromiso,
calidades
y
linajes,
ese empeño de ir siempre a
contracorriente
del
populacho,
me
dibuja una sonrisa.
Bienvenidos
al
desierto
de
lo
Real...cínico.
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