martes, 10 de julio de 2012

IN MEMORIAM: Ernest Borgine. (1917-2012)








Como a la boca del septuagenario le van abandonando sus dientes, al viejo Hollywood se le va muriendo la memoria de aquellos tiempos de gloria que los melancólicos no podemos dejar de llorar y celebrar (a despecho de nuestro bolsillo saqueado por Hacienda para que nos quedemos en casita este verano aprendiendo a hacer napalm con Tyler Durden) especialmente cuando cometemos la imprudencia, la memez soberana y gilipollez supina de asomarnos a la cartelera de los multiplicinesines.

Ernest Borgnine (qué difícil era pronunciar el puñetero apellido), el tipo aquel regordete de mirada pícara o aviesa y cara de luna llena, ora bonachona, ora cabrona, según exigencias del guión y a merced de un físico que se prestaba como un guante a caracteres dispares, antitéticos, como lo son el Marty que le dio el óscar (o casi, que la memoria no me alcanza y el puto pincho que no pasa de los 6 kbits/s desafía a mi paciencia para mirarlo en IMDB) o el traicionero Lonergan que cruzaba puños y balazos con Johnny Guitar/Logan en el intercambio de golpes más bestia que recuerdo (cómo se daban).
A esa media sonrisa que dibujaba a menudo se asomaban unas quijadas de mampostería rústica, con toda la bonachonería sanchopanzil a flor de belfo o el anuncio siniestro de-aguarda-que-te-coja-que-te-voy-a-enseñar-la-importancia-de-llamarse-Ernesto, mona.



Podía ser igual de convincente con galones de sargento o general, como en De aquí a la eternidad y en Doce del patíbulo, respectivamente, por cierto que Aldrich, el gran Aldrich, el tan necesario Aldrich en estos días de mediocridad & superheros, lo tuvo a sus órdenes más veces que ningún otro, en Veracruz, El vuelo del Fénix, El emperador del norte, Destino fatal y seguro que alguna más.

Y fue Regnar, rey de los vikingos en esa maravilla de Fleischer de título originalísimo, Los vikingos, haciendo de padre de Kirk Douglas, aunque era más joven. Cómo se arrojaba a aquel foso voraz, espada en mano y gritando su plegaria épica contra el temor de los normandos, a la busca de Valhalla entre las fauces de los lobos: Oooodiiiiín!!! La de jarrones que habrán pagado mis torpes intentos de remedar su gesta (ninguno de porcelana china)

Y ante todo, fue Dutch, el silencioso Dutch, el casto Dutch y fiel amigo de Pike, al que tanto indignaba que Thorton mantuviera su palabra al ferrocarril.

Pike: ¡Es su palabra!
Dutch:¡ No importa la palabra, lo importante es a quien se le da!

El noble y viejo Dutch que soñaba con su retiro en un rancho lo más pequeño posible, que iban ya pesando años y millas, el trabajo ese de ganarse el pan descerrajando tiros a diestro y siniestro, cargar con tanto muerto a las espaldas. El leal Dutch que tuvo que abandonar a su amigo Ángel en manos del cruel Mapache, y mirarle a los ojos para ver ese ¿por qué, amigo?, que se le clavó en el alma y se le enroscó en las tripas. Pero no iba a tardar en darle al hijo de perra del General su merecido. No tiene más que intercambiar una mirada con Pike para saber lo que va a pasar, lo que van hacer los cuatro. Las armas están cargadas, no habrá balas para todos, pero qué importa. Y nos ofreció la secuencia de acción más memorable de la historia (cuántas veces la habré visto, ¿30, 40?, y siempre me pregunto lo mismo, ¿cómo pudo el cabrón de Peckinpah rodar algo así?, y ¡¿cómo pudo montarlo?!)
Dutch moría mordiendo el nombre de su amigo, apenas un instante después de que el enésimo balazo le encontrara la vida y la diera en un chorro cálido. Tan rojo.






Por si alguien aún no se ha enterado (que se lo haga mirar),  estamos hablando de Grupo salvaje.

Y hoy, Ernest Borgnine, ha muerto de nuevo, esta vez para siempre. Sin épica, sin gloria, no devorado por los lobos camino de Valhalla, ni acribillado por las balas del ejército de un general de Huerta en compañía de Pike, no, “insuficiencia renal” dice la crónica.

¿Veis por qué es tan necesario el cine?



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