Como a la boca del
septuagenario le van abandonando sus dientes, al viejo Hollywood se
le va muriendo la memoria de aquellos tiempos de gloria que los
melancólicos no podemos dejar de llorar y celebrar (a despecho de
nuestro bolsillo saqueado por Hacienda para que nos quedemos en
casita este verano aprendiendo a hacer napalm con Tyler
Durden) especialmente cuando cometemos la imprudencia, la memez
soberana y gilipollez supina de asomarnos a la cartelera de los
multiplicinesines.
Ernest Borgnine
(qué difícil era pronunciar el puñetero apellido), el tipo aquel
regordete de mirada pícara o aviesa y cara de luna llena, ora
bonachona, ora cabrona, según exigencias del guión y a merced de un
físico que se prestaba como un guante a caracteres dispares,
antitéticos, como lo son el Marty que le dio el óscar (o casi, que
la memoria no me alcanza y el puto pincho que no pasa de los 6
kbits/s desafía a mi paciencia para mirarlo en IMDB) o el
traicionero Lonergan que cruzaba puños y balazos con Johnny
Guitar/Logan en el intercambio de golpes más bestia que recuerdo
(cómo se daban).
A esa media sonrisa que
dibujaba a menudo se asomaban unas quijadas de mampostería rústica,
con toda la bonachonería sanchopanzil a flor de belfo o el anuncio
siniestro
de-aguarda-que-te-coja-que-te-voy-a-enseñar-la-importancia-de-llamarse-Ernesto,
mona.
Podía ser igual de
convincente con galones de sargento o general, como en De aquí a
la eternidad y en Doce
del patíbulo, respectivamente,
por cierto que Aldrich, el gran Aldrich, el tan necesario Aldrich en
estos días de mediocridad & superheros, lo
tuvo a sus órdenes más veces que ningún otro, en Veracruz,
El vuelo del Fénix, El emperador del norte, Destino fatal y
seguro que alguna más.
Y
fue Regnar, rey de los vikingos en esa maravilla de Fleischer de
título originalísimo, Los vikingos, haciendo
de padre de Kirk Douglas, aunque era más joven. Cómo se arrojaba a
aquel foso voraz, espada en mano y gritando su plegaria épica contra
el temor de los normandos, a la busca de Valhalla entre las fauces de
los lobos: Oooodiiiiín!!! La
de jarrones que habrán pagado mis torpes intentos de remedar su
gesta (ninguno de porcelana china)
Y
ante todo, fue Dutch, el silencioso Dutch, el casto Dutch y fiel
amigo de Pike, al que tanto indignaba que Thorton mantuviera su
palabra al ferrocarril.
Pike: ¡Es su palabra!
Dutch:¡ No importa la
palabra, lo importante es a quien se le da!
El
noble y viejo Dutch que soñaba con su retiro en un rancho lo más
pequeño posible, que iban ya pesando años y millas, el trabajo ese
de ganarse el pan descerrajando tiros a diestro y siniestro, cargar
con tanto muerto a las espaldas. El leal Dutch que tuvo que abandonar
a su amigo Ángel en manos del cruel Mapache, y mirarle a los ojos
para ver ese ¿por qué, amigo?,
que se le clavó en el alma y se le enroscó en las tripas. Pero no
iba a tardar en darle al hijo de perra del General su merecido. No
tiene más que intercambiar una mirada con Pike para saber lo que va
a pasar, lo que van hacer los cuatro. Las armas están cargadas, no
habrá balas para todos, pero qué importa. Y nos ofreció la
secuencia de acción más memorable de la historia (cuántas veces la
habré visto, ¿30, 40?, y siempre me pregunto lo mismo, ¿cómo pudo
el cabrón de Peckinpah rodar algo así?, y ¡¿cómo pudo
montarlo?!)
Dutch
moría mordiendo el nombre de su amigo, apenas un instante después
de que el enésimo balazo le encontrara la vida y la diera en un
chorro cálido. Tan rojo.
Por
si alguien aún no se ha enterado (que se lo haga mirar), estamos hablando de Grupo
salvaje.
Y
hoy, Ernest Borgnine, ha muerto de nuevo, esta vez para siempre. Sin
épica, sin gloria, no devorado por los lobos camino de Valhalla, ni acribillado por las
balas del ejército de un general de Huerta en compañía de Pike, no, “insuficiencia renal”
dice la crónica.
¿Veis
por qué es tan necesario el cine?
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