La
trama
de
Arde Mississippi
(Mississippi Burning, 1988;
Alan Parker) gira
en
torno
a
la
investigación
de
la
desaparición
de
tres
activistas
de
los
derechos
civiles
por
parte
del
F.B.I.
La
pareja
protagonista,
siguiendo
las
convenciones
del
thriller de
la
década,
manifiesta
caracteres
y
métodos
harto
diversos.
El
joven agente Alan Ward (Willem Dafoe), es un pulcro seguidor de la
metodología de su jefe, John Edgar, en cuanto a la adquisición y
procesamiento de la información, la posterior aplicación de
técnicas científicas en su análisis, así como un observador
puntilloso de los procedimientos legales en su colecta. Sin
embargo, con la aparatosa presencia intimidatoria de medio centenar
de agentes, es incapaz de rendir el silencio de los lugareños.
Naturalmente
su actitud choca con la heterodoxia y el pragmatismo de la vieja
escuela de Rupert Anderson (Gene Hackman), quién se olvida del
manual a sabiendas de que los canales por los que circula la
información, rumores, chismes y, finalmente, la ansiada verdad, son
los foros de reunión y charla comunitarios: el bar, la barbería y
la peluquería, espacios, donde la confidencia y el secreto se
enredan con la crónica deportiva o el comentario del día. La verdad
está más allá del lenguaje, pero en él se manifiesta.
Pero
para llegar a ella, primero tiene que ganarse la confianza de los
sabios.
La
hostilidad de los varones ofrece una resistencia insalvable, por su
involuntaria arrogancia de hijo pródigo que pudo escapar del légamo
provinciano y el mal olor de las ciénagas. Se sienten insultados,
pone demasiado en evidencia un fracaso unánime, el de una cultura
perpleja en su pasado rutilante de villas y plantaciones que
emboscaba la gusanera.
Pero
las mujeres sucumben a los encantos del hombre de la gran ciudad, por
lo mismo que sus maridos lo odian, en su traje espejean aquellos
anhelos adolescentes que penden de la mirada soñadora y con manchas
de hollín de las chicas de pueblo.
En
una peluquería conoce a Mrs. Pell (Frances McDormand), mujer del
Sheriff Clinton Pell (Brad Dourif), el primer chico que le hizo reír,
aunque ahora sólo le arranca lágrimas amargas.
En la
peluquería, ella le revelará el paradero de los tres chicos.
El
espectador sabe desde la primera secuencia que fueron asesinados y
deduce fácilmente el tenor de unas palabras que no escucha. Parker
filma a través de la luna del local a Hackman contemplando una
temeraria manifestación de los miembros negros de la comunidad,
momento en el que Mrs. Pell se acerca a Anderson y le suministra la
ansiada información. El espectador sólo escucha el bullicio de la
marcha fuera de campo sobre el plano-medio de la pareja, sobre esa
expresión inquieta del rostro que publica la ominosa verdad con
palabras mudas.
Esa
verdad más allá de las palabras.
Hackman
recibe la noticia impasible, masticando cacahuetes y más palabras,
sabedor de que ofrecen un escaparate inmejorable a la concurrencia,
podría comprometerla de forma fatal. En ningún momento se buscan
sus miradas.
Más
adelante,
cuando
se
trate
de
depurar
responsabilidades
y
colgar
culpas,
será
el
nombre
de
su
marido
el
que
salga
a
colación.
De
nuevo,
Parker
elije
una
solución
visual
que
distancia
al
espectador
de
la
verdad.
Ahora
será
la
lejanía
en
el
espacio.
Tras
demorarse
en
el
rostro
doliente
de
Frances
en
un
gran
primer
plano,
ella
domicilia
los
prejuicios
racistas
en
la
educación:
Nadie nace odiando. Se
te enseña. Premisa,
nunca exculpatoria, pero con fuerza causal. Se
retira
al
fondo
del
decorado seguida por Anderson,
apenas
llega
la
luz,
y
allí,
entre
tinieblas,
se
hace
la
claridad.
Apenas son dos sombras recortadas contra la noche. Allí se
libera
del
pesado
fardo
que
la
oprime.
Cada
hombre
es
responsable
de
todos
los
hombres.
Ella
sabe
que
con
su
silencio
es
tan
cómplice
como
el
criminal
que
accionó
el
disparador.
Ella
sabe que sólo hay dos bandos y la ética está por encima de la
moral, la costumbre, las normas que rigen en cierta comunidad.
La
noticia
de
la
verdad
sólo
puede
ser
puesta
en
forma
a
través
de
la
distancia,
con
la
barrera
del
sonido
o
la
luz, por que es lo que está
más allá, oculto.
El
término
griego
para
“verdad”
era
aletheia, desocultación.
El
prejuicio
heleno
acerca
del
carácter
especioso
de
la
apariencia,
sigue
informando
nuestra
percepción.
Ahora
sabemos
que
el
responsable
directo
de
nuestra
configuración
de
eso
que
llamamos
“realidad”,
es
el
lenguaje:
trama
de
fenómenos
articulados
en
un
sintagma
bipolar:
sujeto
y
predicado.
La
verdad
nunca
es
el
sujeto.
Es
un
mero
valor
que
le
otorgamos
a
una
proposición.
Un predicado. A
efectos
pragmáticos,
un
enunciado
emitido
en
una
situación
comunicativa
adecuada.
Pero el enunciado de Frances viola, no una máxima pragmática, sino
social. Es inadecuado en cuanto transgresión del acuerdo comunitario
de silenciar la felonía, al tiempo que traiciona al hombre que
prometió amar y respetar. Arrumba todo el edificio de principios
atávicos del viejo sur. En la escuela se nos decía que la
segregación ya estaba en la Biblia.
Es
inmoral en la medida en que es ético. Pero
la moral es coercitiva y castiga el desacato.
Su
observancia, por otro lado, podría haberla conducido al suicidio,
como hace el Alcalde (Lee Ermey) corroído de culpa.
No
existen zonas grises, o se denuncia a los verdugos o se es uno de
ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario