Un año ya de aquel
movimiento de indignación ciudadana.
Recuerdo que dos días
después, me tocó de presidente de mesa en las Autonómicas y
Municipales. Los deberes cívicos, ya se sabe.
Un año ya.
Celebración del
aniversario en la Plaza Mayor, ambiente festivo de sábado por la
tarde, entre niñas vestidas de Primera Comunión y parejas que
devoran el helado o las pipas (igualito que cuando van de procesión).
El inevitable turista con su canon saqueando imágenes del casco
histórico y la gente de bien con la caña y el pitillo en las
terrazas. Los niños corren tras las palomas y las barriguitas
hinchan las camisas de los paseantes ociosos e indiferentes al sarao.
Y mucha, mucha policía.
Casi daba miedo acceder a
la citada plaza, uno, que iba con la niña y su patinete.
Luego, los discursos, el
morao de las banderas, cuando no la hoz y el martillo,
surcan el aire espeso de este estío primaveral y prematuro que
sufrimos. Discursos llenos de reivindicaciones de derechos pisoteados
y represiones varias.
Mientras le echo un ojo a
la niña, que sigue a lo suyo, escucho palabras como “libertad de
expresión”, “derecho a manifestarse”, “políticos”,
“censura”, “el futuro de nuestros hijos”, “compañeros y
compañeras” (jóvenes y jóvenas, la lengua no discrimina,
son los hombres, y en español, el masculino es el género no
marcado, inclusivo, qué se le va a hacer) y esa hermosa palabra que,
acaso por la fruición que nos exige su articulación, el recorrido
trabajoso de la lengua de una posición ápico-alveolar a la
localización interdental, llena la boca de tantos con tanta
frecuencia: FASCISTA.
Pienso, estos chicos
estaban ansiosos de que el PP tomara el poder para esgrimir la
palabreja con alguna oportunidad. Estos chicos que, en apenas cinco
días, estarán meneándose en la enésima edición del WOMAD, con la
litrona y el canuto (eso sí que sería una revolución, la plaza
vacía el próximo jueves), añoran correr delante de los grises.
Y como fin de fiesta, un
tipo nos canta “Ay, Carmela”: rumba la
rumba la rumba la.
Y uno piensa que no
faltan motivos para echarse a la calle, pero que estos chicos andan
pelín perdidos. Que sus argumentos son de otra época, anacrónicos,
falacias populistas que levantan aplausos pero inermes como las
quejas de un niño de pecho, salvas que sólo asustan palomas.
Por lo mismo que la huelga como forma de reivindicación obrera, tenía sentido únicamente en el contexto de una sociedad industrial, productora y resulta inútil en un país terciarizado.
Por lo mismo que la huelga como forma de reivindicación obrera, tenía sentido únicamente en el contexto de una sociedad industrial, productora y resulta inútil en un país terciarizado.
La dialéctica combativa
de la izquierda de otro tiempo no ha sabido adaptarse al siglo XXI,
cuando los mecanismos del sistema son demasiado sutiles y perversos.
Precisamente porque no oponen resistencia, toleran la disidencia, la
discrepancia, cierto alboroto que dispensa la ilusión de libertad, y
libera la mala sangre. Pero en realidad no hay un afuera del
sistema.
Estos chicos añoran al
dictador, al censor, al carcelero, al que acusar puño en alto.
Añoran obstáculos contra los que hacerse fuerte. Pero no los
encuentran
Un amigo me objetaba,
tiempo atrás, la conveniencia de este movimiento (me advertía de su
peligro) por lo que tenía de apolítico. En democracia hay que
acatar la reglas del juego y hablar en las urnas, me decía él. Pero
no son los políticos quienes nos gobiernan, como sabemos los que
queremos saber. Y desde nuestra posición, la que nos permite pagar
el alquiler y dar de comer a nuestro hijo, tratamos de que la próxima
generación, vaya tomando conciencia de la situación. Sin escudarnos
tras estandartes obsoletos ni expresiones vacuas que no hacen más
que desviar la atención.
Gandhi hizo tambalearse
el imperio británico persuadiendo al pueblo indio a prescindir de
los servicios de la metrópoli: obtener su propia sal, tejer la ropa.
El consumidor tiene más derechos que el ciudadano. Encontramos hojas
de reclamaciones por doquier. Asumir esto, es un comienzo, acaso, sea
el único poder real con el que contamos, el único ámbito en el que
poder actuar.
El concepto de ciudadanía
moderno informa al ciudadano como receptor pasivo de derechos, algo
impensable para Aristóteles. Para él, el ciudadano, es el hombre
que participa en la cosa pública, que tiene poder político de
facto.
Nuestra única
participación política cotidiana es tributaria, como pagadores de
impuestos. Para lo otro, tenemos que esperar cuatro años.
Así nace el concepto de
“sociedad civil” auspiciado por el pensamiento liberal, como
medio para mantener al ciudadano alejado de la fuente de poder. En EE
UU, la aportación del ciudadano se vuelca sobre la comunidad como
elemento cohesivo. Se fomenta el voluntariado, la participación en
comedores sociales en los que se palía una situación dramática y
se evitan así que enojosas preguntas por las causas de las
desigualdades. Un lavado de las conciencias, el modo más eficaz de
desactivar la participación ciudadana en las decisiones de Estado y
fomentar la desmovilización, la apatía, la desinformación.
Entre la sentada pacífica
de la Plaza Mayor cacereña y las bengalas neonazis que tiñen de
rojo el mármol del Partenón, hay un suspiro. Entre la indignación
perroflautil y festiva, y el sartal de soluciones finales de
los nietos de Nüremberg que avanzan rompiendo cabezas, median los
pocos años en los que tarde en desaparecer la clase mileurista, las
terrazas se vacíen y las niñas ya no celebren el día de su Primera
Comunión.
Y uno piensa, el segundo
aniversario del 15-M tendrá lugar en un contexto económico y social
aún más difícil, con medio millón más de parados en España y
Europa rota.
La noche cae lentamente
como una mortaja sobre la concurrencia que ya comienza a dispersarse
con sus banderas republicanas, en las que tono del rojo se va
confundiendo con el morado, para dar una suerte de gris indistinto y
sucio.
Todo está revestido de
una triste pátina gris. La niña me pide que volvamos a casa.
Vámonos hija.
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