El universo es corolario de un acto de
violencia total.
Los elementos químicos precisos para
la aparición de la vida provienen de las novas, luminosos colapsos
estelares, rabiosas explosiones con las que se compensa el
desequilibrio entre la fuerza centrífuga y el campo gravitatorio.
Antes de que la luna velara nuestro
sueño, el día duraba 6 horas. Tuvo que impactar sobre la superficie
de nuestro planeta una lágrima de Melancolía y poner en órbita
suficiente cantidad de materia arrancada de las entrañas de la
Tierra, para que nuestro satélite cobrara forma y ralentizara el
movimiento rotatorio lo preciso. ¡Qué precario es el orden! ¡Qué
azaroso, el destino!
Este texto no es más que el triste
resultado de mi lucha contra un documento en blanco (Melville acertó
a cifrar el mal en el color que es todos los colores; y ninguno)
Y en vez de sangre os lego asépticas
grafías que no testimonian debidamente el pulso de la angustia,
porque escribir nunca es una opción, y en esta faena, donde se nos
va la vida, paradójicamente, la salvamos. Qué cosas.
Toda afirmación es hija de la
violencia.
Os quiero hablar de dos películas:
Conan, el bárbaro
(Conan de
Barbarian, 1982;
John Milius)
y
Bandas de
Nueva York
(Gangs of New
York, 2002;
Martin Scorsese),
que
reescriben
la
figura
del
padre
y
obligan
al
hijo
a
mirar
el
abismo,
a
superar
el
momento
negativo
para
citarse
con
la
síntesis
final
que
hará
de
él
un
super-hombre
(Der
Übermenchs),
la
superación
de
su
humanidad
pasada
y
la
dolorosa
bienvenida
a
la
porvenir;
la
dialéctica
entre
el
creyente
pasivo
y
el
creador
poético.
Pero, sigamos el sabio consejo de Jack y vayamos por partes.
Lo que no mata,
hace más fuerte.
El padre de Conan (William Smith), ufano por haber alcanzado la
aleación del acero, alecciona a su hijo sobre la conveniencia de
desconfiar de todo, todo salvo la poderosa espada que tienen ante
ellos. Pero cuando el metal no baste para detener el azote de una
horda bárbara, Conan acabará el día huérfano y esclavo, camino de
una fabulosa industria que, andando el tiempo, le hará valedor de un
físico descomunal, encarnado ya a estas alturas por Arnold
Schwarzenegger, el siete veces Míster Olimpia, un tipo al que
aprendí a respetar con los años.
Conan, al ser liberado, trata de vengar a sus padres y recobrar el
secreto del acero.
Sigue el rastro de la serpiente (siempre es la serpiente la que
invita a la sabiduría, pero ojo, el saber rara vez conduce a la
felicidad como sabemos por Tiresias) y llega, así, a Tulsa-Doom
(James Earl Jones), su otro padre. El brujo le comunica un doble
conocimiento, a cada cual, más atroz.
El primero es que el acero no vale nada, es el brazo que dirige el
golpe, el poderoso. La voluntad que sostiene la espada y que anhela
partir en dos al enemigo. Siempre la carne.
Y él ha llegado hasta ahí gracias a su fortaleza, blandiendo la
espada herrumbrosa del cadáver de un rey olvidado, hallada por un
albur. La dádiva de Crow.
El segundo, aún más doloroso: su padre le dio la vida pero él le
ha dado la voluntad de vivir (Milius escribe el guión junto con
Oliver Stone, autor que, en su doble faceta de guionista y director,
ha ofrecido retratos magistrales de sujetos que tuvieron que afirmar,
a través del ejercicio de la violencia, contra el mundo, contra sí
mismos, una condición, un carácter: Tony Montana, Stanley White,
Ron Kovic, Jim Morrison, Jim Garrison o Micky y Mallorie.
Y como suele hacer un buen padre en esa situación, lo crucifica;
para poner de nuevo a prueba esa voluntad.
Por joder más que nada, como suelen hacer los padres.
Y Conan, con ayuda, supera la prueba, va venciendo el estadio
negativo, se va librando de él como un reptil de su piel, hasta que
en la batalla final, doblegue el metal fraguado por su progenitor: la
espada de entonces es rota por el hombre de ahora: el hijo nacido de
la tutela de Tulsa-Doom se impone a la aleación.
Aunque no por ello perdona a Tulsa-Doom. Aunque no por ello acepta la
seducción de la serpiente, y así, corta la cabeza de su padre
con la espada quebrada de su otro padre, quizá, siguiendo el
sabio consejo de Zaratrusta: cuando hayáis escuchado mi prédica,
alejaos de mí, renegad de mis enseñanzas, maldecid mi memoria.
Si caminando por el bosque, te encuentras con el Buda: Mátalo. No
sigas a nadie, no seas eternamente discípulo. El devenir del
creyente en creador.
Para afirmarse hay que soltar amarras, caminar descalzo sobre las
pavesas de la Biblioteca de Alejandría.
Así, Conan mata a sendos padres, al biológico (arruinando el objeto
que le lega) y al espiritual (segando el magisterio que le ofrece), y
libre de ambos, comienza a labrar su destino, un destino que le
depara la realeza...por sus propios méritos.¡Dios ha muerto:
viva el super-hombre!
La sangre debe
quedar en la hoja.
Amsterdam tendrá que ver como Bill Cutting(Daniel Lee Lewis) trincha
a su padre, el Reverendo Vallon, con dos certeras cuchilladas de
carnicero. Amsterdam se promete a sí mismo que lo vengará, que
vengará al clan de los “Conejos Muertos”, proscrito en Five
Points desde aquel día infausto.
Pero la venganza tendrá que esperar hasta que sea un hombre
(Leonardo DiCaprio)
Cuando llega el momento, ha de arrostrar la tentación de hallarse
próximo a las mieles del poder, vencer la seducción de sentirse
arropado por una vicaria presencia paterna: el “Carnicero” le
acoge como a un hijo, el hijo que nunca ha tenido, y él, el hijo de
su padre, llega incluso a salvar la vida del hombre que segó la de
aquel.
Para más inri, se enamora de Jenny (Cameron Díaz), mujer que una
vez fuera su amante por voluntad propia; de hecho, si ella vive es
gracias a los cuidados de Bill cuando era aún niña.
Por primera vez en su filmografía, Scorsese condesciende con el
espesor dramático, anudando una de las relaciones triangulares más
complejas jamás urdidas por él hasta Infiltrados (The Departed,
2006), claro.
Ahora Amsterdam se debate entre un pasado sepulto y el promisorio
presente.
A buen seguro que maldijo la dichosa sangre coagulada de la
herrumbrosa hoja. Pero la sangre obliga (como la noche) y le toca
decidir si sigue en el juego o se retira.
Antes, Bill le ha referido una ilustrativa anécdota: en una refriega
anterior, el Reverendo Vallon, le molió a palos, pero le dejó con
vida, para que la vergüenza se le enroscara en las tripas. Acaso,
para ofrecerle la revancha.
Amsterdam, hijo a estas alturas de ambos, tendrá que desbrozar el
doloroso camino de hemorragia y huesos astillados que conduce a la
afirmación del sujeto contra sus padres. Y otra certera cuchillada,
que empapa, con un chorro cálido y bautismal, su rostro, corta el
cordón umbilical que le une a ambos.
Y Nueva Amsterdam nace a Nueva York.
También Nietzsche, ese filólogo que amenazaba con parir centauros
por no poder cultivar plenamente al filósofo, tuvo que clavar la
tapa del ataúd de sus padres, Sopenhauer y Hegel, para que la voz de
Zaratrusta resonara en las alturas de Sils Maria.
Espero tener algún día la fuerza, la confianza, la falta de
sensatez de renegar de Niezsche. Por el momento seguimos siendo un
servil discípulo. Por el momento.
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