“Quien pacta
con el poder
pacta con el
diablo”. Max
Weber
La conciencia,
acaso el único rasgo que nos diferencia de los animales.
Adán era un inconsciente, el tiempo no
existía, el antes, ahora y luego eran sendos instantes de un
continuo eterno;
el futuro no le pre-ocupaba, y su vida era un estar ocupado en vaya
usted a saber qué (al menos hasta que llegó Eva, natürlich).
Pero el ominoso conocimiento ofrecido
por la serpiente le arranca de la indistinta Creación, lo convierte
en un ser maldito, con conciencia del tiempo. Lo enfrenta a la
alteridad: un árbol, un animal, una hembra.
El deseo. La muerte.
Ahora, por obra de la cesura
introducida por el conocimiento, se despliega ante Adán un futuro
imprevisible, amenazador, desconocido. Un futuro que preocupa
y que le insta a ser previsor para tranquilizar la inquietud que le
infunde, a conocer todas las posibilidades y reducirlas a
probabilidades: a dominar el tiempo y a los otros que contiene y
amenazan sus previsiones.
Porque al otro se le reconoce por su
deseo, y el otro lo que desea es poder, un poder que vive de la
usurpación, que para no declinar necesita acrecentarse de continuo
en el ejercicio de la violencia.
El poder no puede compartirse, como la
fuerza no debe dividirse (el fracaso de los dos triunviratos
que
sucedieron
a
la
República,
dan
fe)
Sería tan monstruoso como un dragón con dos cabezas: guerra civil a
la vista y muerte del vencedor.
Así comienza el infierno de las
guerras por el poder que sólo llegará a su fin con el declive de la
humanidad. Así empieza la Historia.
Recientemente, el azar o el destino, me
pusieron delante Nixon (Ídem,
1995; Oliver
Stone), La
sombra de la
corrupción (City
Hall, (1996;
Harold Becker)
y
John Edgar
(ídem, 2011;
Clint Eastwood),
y
claro,
uno
que
tiene
jodido
el
coco,
se
le
ocurre
pensar
en
cosas
así:
Adán,
la
Conciencia,
el
Poder,
dragones
bicéfalos...
Sendos
films
aciertan
a
reflexionar
sobre
la
naturaleza
perversa
del
poder
desde
la
diversidad
de
sus
planteamientos.
Con
Nixon,
Stone
concluye
su
lúcido
y
poderoso
retrato
del
período
más
turbio
y
brillante
(una
cosa
suele
llevar
a
la
otra)
de
EE
UU,
y
apunta
con
su
escupitajo
certero
y
viscoso
(como
ya
hiciera
en
JFK)
a
las
figuras
que
se
ocultan
tras
el
cortinaje,
a
las
sombras
que
mueven
los
hilos
de
los
políticos.
Nixon
(Anthony Hopkins), no
fue
más
que
un
pobre
idiota
que,
a
diferencia
de
los
Kennedy,
se
plegó
a
los
designios
de
los
Rockefeller,
Rothchild,
Morgan
y
demás
dioses
del
Olimpo
occidental.
En
un
momento
especialmente
significativo,
en el que se muestra su carácter débil pero buenas intenciones, la
descarada chavalada
hippie
le
insta
a
poner
fin
a
la
guerra.
Nixon
reconoce,
se
lamenta,
de que ese es su deseo, pero no
puede
hacerlo.
¿De
qué
sirve
ser
el
Presidente
si
no
se
tiene
el
poder?:
El
sistema
es
una
bestia.
Sólo
trata de impedir que se desboque (más de la cuenta). El monumento de
Lincoln preside la claudicación del Presidente del Mundo Libre.
Fue
el
títere
perfecto,
el
anti-Kennedy,
la
máscara
favorita
de
Halloween,
un
chivo
expiatorio
que
rubricó
el
parte
de
defunción
del
mito
de
la
Nueva
Frontera
y
dio
entrada
al
campo
a
los
chicos
de
Friedman
y
la
Doctrina
del
Shock.
La sombra de la corrupción,
film, me temo que poco conocido, pese a la presencia de Al Pacino y
de contar con un libreto firmado por Nicolas Pilleggi y Paul
Schrader, refiere de forma nada maniquea y con maneras alejadas del
thriller típico,
la cadena de favores que, eslabón a eslabón lleva de la mafia al
Alcalde de Nueva York, pasando por el negocio de la construcción y
el poder judicial.
Política,
jueces, ladrillo y corrupción. ¿os suena?
El gobierno de una ciudad que mueve tanto dinero, no es viable a
espaldas de un poder económico, que, para empezar, financia las
campañas.
Lo
que en principio no son más que acuerdos entre “hombres” que se
sellan con un apretón de manos (Menchskeit)
en el intermedio de un musical o en el transcurso de un desayuno, sin
dolo aparente, revela al cabo, un tremedal de corrupción en el que
la responsabilidad se diluye, la mala conciencia no comparece porque
la intención no era mala, y sólo quedan las víctimas anónimas
empapando de sangre la acera.
El Alcalde Papas (Al Pacino) es un buen tipo que procura de corazón
el bien de su ciudad, pero pierde de vista la máxima de Weber que
encabeza este texto.
J. Edgar,
ahonda
en la idea del control que sobre la clase política han ejercido, no
sólo los grandes colectivos empresariales, sino también las propias
agencias gubernamentales.
Hoover
(Leonardo DiCaprio) comprendió que el poder reside en la información
y no tuvo problemas en utilizar ese poder, especialmente contra los
Presidentes del ala demócrata que tuvieron a mal sufrirlo.
La
consolidación del poder de la policía federal se cimentó a partir
del secuestro del hijo de Ch. Lindberg (rival directo de Roosvelt en
el 33 y simpatizante del fascismo, cuya elección habría cambiado a
buen seguro el devenir de occidente, como certeramente noveló Philp
Roth en La conjura
contra América)
y de una oportuna campaña de “sensibilización”, como se dice en
la actual jerga, y que las más de las veces no se trata más que de
manipulación con el fin de que las libertades de la ciudadanía
fueran convenientemente recortadas en el nombre de la seguridad
nacional.
Siempre
la frágil seguridad nacional amenazada por doquier por un enemigo
proteico pero persistente, ignoto (“aquellos de los que no
hablamos”)
pero voceado (anarquistas, comunistas, yihadistas,
etc.)
Virtuoso
en su tratamiento de la información, Hoover encarna el andamiaje de
mentira sobre el que se ha sostenido la política de EE UU tanto
interior como exterior.
Lamentablemente,
el estilo intimista de Eastwood, anquilosado y cansado de sí mismo,
es a todas luces inapropiado para la representación visual del
Leviatán, como apodó Hobbes al Estado absolutista, del afán
megalómano de control que alentó Hoover hasta sus últimos días, y
un obstáculo para aquilatar plenamente su influencia en una época,
que apenas se atisba por entre los visillos de su despacho en
sombras.
Para
ciertas faenas, añoramos rabiosamente a Oliver Stone.
El
poder rara vez radica en las figuras públicas que representan la
voluntad popular. La soberanía nacional es una ficción útil para
el mantenimiento del orden, un cierto statu
quo que,
parece contentarnos a todos lo suficiente y permitir a los poderosos
acrecentar su imperio.
El mejor ejemplo de esto, son ataques “bajo bandera falsa” como
el del 11-S, o la crisis económica del 2008, sendas maniobras
encaminadas a incrementar el poder del “sistema” o de los payasos
que regentan el circo.
La primera nace de un cálculo, la previsión del petróleo que
precisará occidente en los próximos 50 años hacía urgente un
control del crudo de Oriente Medio, maniobra legitimada
ideológicamente por Samuel Huntington y su “lucha de
civilizaciones”, y popularmente, sobre 2600 cadáveres de la Zona-0
(y otros tantos a consecuencia del polvo tóxico en los meses
siguientes)
La segunda, de una reacción del Banco Central y las Agencias de
Calificación contra el poderío del euro frente al dólar, que
servirá en breve para instaurar el modelo neoliberal en la Vieja
Europa (como concienzudamente está procurando Merkel y Sharkozy) y
arrumbar así los principios obsoletos de la socialdemocracia.
Nada más lejos de nuestra intención que aparecer como abanderados
de un ingenuo pacifismo a lo we-are-the-world. Es un hecho que la
conciencia trajo la lucha por el poder y la sombra mefistofélica que
le cobija, no le permitirá el cese de la discordia. Si embridar a la
bestia no está en manos de lo que comercian con ella, ¿qué
podremos hacer los demás?
Acaso sólo nos quede comprender, contarlo, lamentar las víctimas y,
como Cándido, volver con cierta serenidad de ánimo, a los cuidados
de nuestro jardín.
Acaso esto no sea más que una solución cínica.
No lo sé.
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