martes, 10 de abril de 2012

¿DÓNDE ESTARÍAMOS SIN LOS MUERTOS, ABE?





Quien pacta con el poder pacta con el diablo. Max Weber

La conciencia, acaso el único rasgo que nos diferencia de los animales.
Adán era un inconsciente, el tiempo no existía, el antes, ahora y luego eran sendos instantes de un continuo eterno; el futuro no le pre-ocupaba, y su vida era un estar ocupado en vaya usted a saber qué (al menos hasta que llegó Eva, natürlich).
Pero el ominoso conocimiento ofrecido por la serpiente le arranca de la indistinta Creación, lo convierte en un ser maldito, con conciencia del tiempo. Lo enfrenta a la alteridad: un árbol, un animal, una hembra.

El deseo. La muerte.

Ahora, por obra de la cesura introducida por el conocimiento, se despliega ante Adán un futuro imprevisible, amenazador, desconocido. Un futuro que preocupa y que le insta a ser previsor para tranquilizar la inquietud que le infunde, a conocer todas las posibilidades y reducirlas a probabilidades: a dominar el tiempo y a los otros que contiene y amenazan sus previsiones.
Porque al otro se le reconoce por su deseo, y el otro lo que desea es poder, un poder que vive de la usurpación, que para no declinar necesita acrecentarse de continuo en el ejercicio de la violencia.
El poder no puede compartirse, como la fuerza no debe dividirse (el fracaso de los dos triunviratos que sucedieron a la República, dan fe) Sería tan monstruoso como un dragón con dos cabezas: guerra civil a la vista y muerte del vencedor.

Así comienza el infierno de las guerras por el poder que sólo llegará a su fin con el declive de la humanidad. Así empieza la Historia.

Recientemente, el azar o el destino, me pusieron delante Nixon (Ídem, 1995; Oliver Stone), La sombra de la corrupción (City Hall, (1996; Harold Becker) y John Edgar (ídem, 2011; Clint Eastwood), y claro, uno que tiene jodido el coco, se le ocurre pensar en cosas así: Adán, la Conciencia, el Poder, dragones bicéfalos...

Sendos films aciertan a reflexionar sobre la naturaleza perversa del poder desde la diversidad de sus planteamientos.



Con Nixon, Stone concluye su lúcido y poderoso retrato del período más turbio y brillante (una cosa suele llevar a la otra) de EE UU, y apunta con su escupitajo certero y viscoso (como ya hiciera en JFK) a las figuras que se ocultan tras el cortinaje, a las sombras que mueven los hilos de los políticos.
Nixon (Anthony Hopkins), no fue más que un pobre idiota que, a diferencia de los Kennedy, se plegó a los designios de los Rockefeller, Rothchild, Morgan y demás dioses del Olimpo occidental. En un momento especialmente significativo, en el que se muestra su carácter débil pero buenas intenciones, la descarada chavalada hippie le insta a poner fin a la guerra. Nixon reconoce, se lamenta, de que ese es su deseo, pero no puede hacerlo. ¿De qué sirve ser el Presidente si no se tiene el poder?: El sistema es una bestia. Sólo trata de impedir que se desboque (más de la cuenta). El monumento de Lincoln preside la claudicación del Presidente del Mundo Libre.
Fue el títere perfecto, el anti-Kennedy, la máscara favorita de Halloween, un chivo expiatorio que rubricó el parte de defunción del mito de la Nueva Frontera y dio entrada al campo a los chicos de Friedman y la Doctrina del Shock.



La sombra de la corrupción, film, me temo que poco conocido, pese a la presencia de Al Pacino y de contar con un libreto firmado por Nicolas Pilleggi y Paul Schrader, refiere de forma nada maniquea y con maneras alejadas del thriller típico, la cadena de favores que, eslabón a eslabón lleva de la mafia al Alcalde de Nueva York, pasando por el negocio de la construcción y el poder judicial.
Política, jueces, ladrillo y corrupción. ¿os suena?
El gobierno de una ciudad que mueve tanto dinero, no es viable a espaldas de un poder económico, que, para empezar, financia las campañas.
Lo que en principio no son más que acuerdos entre “hombres” que se sellan con un apretón de manos (Menchskeit) en el intermedio de un musical o en el transcurso de un desayuno, sin dolo aparente, revela al cabo, un tremedal de corrupción en el que la responsabilidad se diluye, la mala conciencia no comparece porque la intención no era mala, y sólo quedan las víctimas anónimas empapando de sangre la acera.
El Alcalde Papas (Al Pacino) es un buen tipo que procura de corazón el bien de su ciudad, pero pierde de vista la máxima de Weber que encabeza este texto.




J. Edgar, ahonda en la idea del control que sobre la clase política han ejercido, no sólo los grandes colectivos empresariales, sino también las propias agencias gubernamentales.
Hoover (Leonardo DiCaprio) comprendió que el poder reside en la información y no tuvo problemas en utilizar ese poder, especialmente contra los Presidentes del ala demócrata que tuvieron a mal sufrirlo.
La consolidación del poder de la policía federal se cimentó a partir del secuestro del hijo de Ch. Lindberg (rival directo de Roosvelt en el 33 y simpatizante del fascismo, cuya elección habría cambiado a buen seguro el devenir de occidente, como certeramente noveló Philp Roth en La conjura contra América) y de una oportuna campaña de “sensibilización”, como se dice en la actual jerga, y que las más de las veces no se trata más que de manipulación con el fin de que las libertades de la ciudadanía fueran convenientemente recortadas en el nombre de la seguridad nacional.
Siempre la frágil seguridad nacional amenazada por doquier por un enemigo proteico pero persistente, ignoto (“aquellos de los que no hablamos”) pero voceado (anarquistas, comunistas, yihadistas, etc.)
Virtuoso en su tratamiento de la información, Hoover encarna el andamiaje de mentira sobre el que se ha sostenido la política de EE UU tanto interior como exterior.

Lamentablemente, el estilo intimista de Eastwood, anquilosado y cansado de sí mismo, es a todas luces inapropiado para la representación visual del Leviatán, como apodó Hobbes al Estado absolutista, del afán megalómano de control que alentó Hoover hasta sus últimos días, y un obstáculo para aquilatar plenamente su influencia en una época, que apenas se atisba por entre los visillos de su despacho en sombras.
Para ciertas faenas, añoramos rabiosamente a Oliver Stone.

El poder rara vez radica en las figuras públicas que representan la voluntad popular. La soberanía nacional es una ficción útil para el mantenimiento del orden, un cierto statu quo que, parece contentarnos a todos lo suficiente y permitir a los poderosos acrecentar su imperio.

El mejor ejemplo de esto, son ataques “bajo bandera falsa” como el del 11-S, o la crisis económica del 2008, sendas maniobras encaminadas a incrementar el poder del “sistema” o de los payasos que regentan el circo.
La primera nace de un cálculo, la previsión del petróleo que precisará occidente en los próximos 50 años hacía urgente un control del crudo de Oriente Medio, maniobra legitimada ideológicamente por Samuel Huntington y su “lucha de civilizaciones”, y popularmente, sobre 2600 cadáveres de la Zona-0 (y otros tantos a consecuencia del polvo tóxico en los meses siguientes)
La segunda, de una reacción del Banco Central y las Agencias de Calificación contra el poderío del euro frente al dólar, que servirá en breve para instaurar el modelo neoliberal en la Vieja Europa (como concienzudamente está procurando Merkel y Sharkozy) y arrumbar así los principios obsoletos de la socialdemocracia.

Nada más lejos de nuestra intención que aparecer como abanderados de un ingenuo pacifismo a lo we-are-the-world. Es un hecho que la conciencia trajo la lucha por el poder y la sombra mefistofélica que le cobija, no le permitirá el cese de la discordia. Si embridar a la bestia no está en manos de lo que comercian con ella, ¿qué podremos hacer los demás?

Acaso sólo nos quede comprender, contarlo, lamentar las víctimas y, como Cándido, volver con cierta serenidad de ánimo, a los cuidados de nuestro jardín.
Acaso esto no sea más que una solución cínica.
No lo sé.


Como se lamentaba Nixon ante el monumento a Lincoln: ¿Dónde estaríamos sin los muertos, Abe?






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