Ya Scorsese había
vestido al capo con chándal y puesto a dar palizas con un bate de
aluminio en las trastiendas de Brooklyn, enredado en una violencia
brutal y grotesca, sin plano cenital ni ruido de tren que embosque
los disparos.
Ya Scorsese le había
arrancado al gángster la máscara trágica y la penumbra que
envolvía su despacho oval y echado luz sobre un figurón con las
mandíbulas flojas el el gatillo fácil.
Ya Scorsese había
cambiado a Mascagni por Sinatra, Rota por los Stones, cuando irrumpió
en escena Tony Soprano con sus kilos de más y esos ademanes del que
sabe mandar y se sabe temido, sus crisis de ansiedad y una
incontinencia venérea rival de su ambición, que no era poca.
Tony Soprano es el típico
hombre de mediana edad al que el corazón se desploma en el pecho por
efecto de los años, de la vida, de él mismo.
Tony Soprano es el típico
marido que folla con todas menos con su santa y eso suele crear
tensiones domésticas, problemas de alcoba y mala leche conyugal.
Tony Soprano es el típico
padre que sufre a dos adolescentes que empiezan a odiar el dulce
hogar familiar que él ha creado sobre los muertos.
Tony Soprano es el típico
hijo que sigue bajo el peso de una madre que le recuerda de continuo
que nunca será su padre.
Tony Soprano es el típico
hijo de vecino de New Jersey que tiene que trasladarse cada mañana
hasta Manhattan para ganarse el pan.
Tony Soprano es el típico
gestor de residuos que sabe no debe temer por un trabajo que trata
con el rasgo más productivo del ser humano, fabricar mierda.
Tony Soprano es el típico
jefe que debe mantener en su relación con sus subordinados un
equilibrio precario entre el respeto y el miedo, la benevolencia y la
debilidad, la dádiva y la patada en los huevos.
Tony Soprano es el típico
capo que debe llevar un negocio sujeto a las fluctuaciones de la
legalidad, las rivalidades, los compromisos con la tradición y los
aires cambiantes que soplan desde las alturas del poder.
Toni Soprano es el típico
gángster que se ha visto varias veces El Padrino
y
Uno de los nuestros.
Tony Soprano fue, es y
será, James Gandolfini, un pedazo actor al que Los Soprano
hizo entrar por la puerta grande en la historia del cine. A las
creaciones de Coppola, Scorsese y De Palma les salió un rival
gigante de la pequeña pantalla. Con la serie, la HBO dio comienzo a
una auténtica edad de oro de la ficción televisiva sin visos de
desdoro.
Tony no es un cabrón con
el corazón de oro, y por más que se diga no es un tipo entrañable,
es brutal y mezquino, calculador, egoísta, frío como un témpano
salvo que huela hembra, un taimado y maquiavélico lector de Tsun-Tzú
que conoce bien los resortes del poder, la distancia que separa la
amistad de la lealtad que anuda el interés y favorece cierta
confianza, sabe bien cuándo es tiempo para la diplomacia y cuándo
para las balas, tiene bien presente la máxima de su santo patrón
Michael Corleone, ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus
enemigos, y sabe mentir con su misma pasmosa habilidad, mirando
directo a los ojos mientras dispara certero al corazón.
Sin embargo, capítulo a
capítulo se va ganando nuestro respeto porque es bueno en lo suyo,
es muy bueno en lo que hace, y eso siempre concita admiración,
porque tiene poder y sabe disponer las piezas sobre el tablero, juega
con arrojo sin perder la cabeza, es un lobo alfa que no vacila,
inteligente, con carácter y una cierta integridad, principios
medievales que introducen un orden precario en los predios del caos.
Pero además Tony es un
hombre como cualquier otro, marido y padre y hermano y sobrino e
hijo, con sus debilidades y ofuscaciones, momentos bajos, alegrías
pasajeras, mucha, mucha frustración, con su bella psicoanalista y
niña en la Universidad, acomplejado por su aspecto y feliz de
haberse conocido.
Y sí, alguna vez
llegamos a quererle.
Va por ti, James.
Brother, te lo comenté en el enlace de Facebook, pero prefiero quedarlo aquí. Y es, que la fecha de su nacimiento es 1961 (lo confundirías, supongo, con la edad de la muerte). Un abrazo!!
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