domingo, 16 de junio de 2013

FLESH+BLOOD (LOS SEÑORES DEL ACERO)





Por alguna extraña razón que se nos escapa Los señores del acero (Flesh and Blood, 1985) abre las puertas de Hollywood a Paul Verhoeven, y digo que se nos escapan (a mí y mi legión de demonios) porque es una cinta que presumiblemente debería haber haber horrorizado a los mojigatos ejecutivos de los grandes estudios por su visceralidad, por su lucidez, por su voluntario alejamiento de los tópicos de la épica de los que apenas subsiste la banda sonora de Basil Poledouris.
Claro que luego le dejarían estrenar la mayor salvajada de la década y el más demoledor alegato contra las políticas neoliberales jamás realizado, Robocop. Qué cosas.

Pues bien, el estúpido título español nos recuerda que el film se financia al socaire del auge del llamado género de “espada y brujería” iniciado con la magnífica Excalibur de John Boorman y continuado por Conan, el bárbaro e infinidad de ínfimas secuelas e imitaciones varias sin interés, con las que Verhoeven nada tiene que ver, de hecho, su película es casi el negativo de las leyendas del ciclo artúrico.
La sensibilidad del holandés se encuentra más próxima a Boccaccio o Chaucer que a Chrétien de Troyes, a ese espíritu carnavalesco que Bajtín defiende como propio del período medieval y sus postrimerías complacido en la parodia grosera de lo cortesano y la exhibición de un hedonismo soez que desdice al platonismo de la literatura culta y donde poco o nada hay de temor de Dios.

El ideal caballeresco declina, estamos en 1501, la Europa inmediatamente anterior a la constitución de los estados absolutistas se desangra en guerras nobiliarias oficiadas no por vasallos fieles que han prestado juramento sino por rapaces mercenarios cuyo valor y lealtad está en función de la cuantía del botín.

Martin (Rutger Hauer), al que en su primera aparición mientras es bendecido durante el cerco a una ciudad se llena la boca con un puñado de hostias trasegadas oportunamente con un generoso trago de vino, es reconocido como líder mientras procura riquezas a sus hombres y cantineras. Los avales de su poder son la avaricia de aquellos que confían en que los hará ricos, por eso, para imponer su voluntad lejos de apelar a la palabra persuasora o la fuerza disuasoria, recurre a tretas, engañifas y vilezas en absoluto nobles que triunfan al amparo de la superstición. La oportuna aparición de una figura de San Martín, santo célebre por su generosidad, en el peor momento para el grupo, cuando han sido traicionados, es interpretada como el signo de una futura prosperidad procurada por su ministro terrenal de igual nombre. Verhoeven ofrece un soberbio análisis de los mecanismos ideológicos al servicio del poder. Martin se apresta a emparentarse con su santo patrón y reafirma la conveniente lectura que el Cardenal dispensa de los presuntos designios divinos, sin duda un arma de doble filo, cómo se verá.

La réplica femenina a Martin la da Agnes (Jennifer Jason Leigh), contrahechura del ideal de dama en la misma medida en la que aquél lo era de caballero. Su habilidad para comerciar con los valores de su sexo es notable. Ante la renuencia de su prometido a desposarse con singular astucia le invita a comer mandrágora para que un amor inmarcesible surja entre ellos, Steven (Tom Burlinson) pese a dárselas de erudito se dejará llevar por la superstición o quizá simplemente le sigue el juego a una joven cautivadora de mirada lúbrica  anunciadora de noches de gozos sin cuento, que delata una comezón febril y urgente bajo enaguas templadas tras los muros del convento, que auguran una voluptuosidad privada al sabio, un placer infinitamente más intenso que el que se pueda obtener entre legajos, esbozos y diseños de Leonardo.
Cuando Agnes sea raptada por los renegados de Martin, ante la perspectiva de ser violada por el grupo y confiada en sus encantos, no ofrece la menor resistencia a éste, ceñirá con sus piernas la grupa del guerrero para ayudarle en la faena ante el regocijo y la excitación de los mirones que aguardan su turno.
El desparpajo de la joven sorprende por los años de vida conventual, es tan diestra manipulando a Martin con el oficio de sus encantos como éste a sus compañeros apelando a la avaricia unánime. Naturalmente los derechos de exclusividad en el usufructo de la joven no le son fáciles de conservar, y así, para evitar cederla y evitar conflictos, provoca primero un incendio que de nuevo es tomado por una señal, y más tarde propicia que la espada generosa del santo señale hacia un castillo que tomarán de inmediato con éxito, lo que supone la feliz coronación de la prosperidad augurada y garantía de pertenencia de Agnes.

Pero Steven no renuncia a la chica, ya sea por acción de la mandrágora o por deseo de vengar la afrenta. El tercero en discordia guarda notables semejanzas con los otros dos. Su personaje se construye sobre el tipo del joven enamorado que tiene que rescatar a la princesa cautiva confiado más a su inteligencia que a su brazo. Su saber enciclopédico le permitirá salvar muros y amenazas víricas y finalmente arrancar a la dama de las fauces del dragón. Para entonces Martin ha sido traicionado por sus hombres, se sabrá traicionado por Agnes, a la que trata de dar el mismo destino que Otelo a Desdémona (aquí brilla la huella de Welles), pero Verhoeven lejos de deparar un final trágico para su trío nos lo salva, recordando que en este mundo no hay lugar para grandes finales dramáticos como no lo hay para nobles sentimientos. Con todo, se muestra menos cínico de lo que se le acusa y deja claro que Agnes, al derramar el agua contaminada para evitar que Martin la beba siente algo por el mercenario, amor o deseo, pero algo es lo que lleva a la joven a correr un riesgo golpeando la copa fatídica. Si bien luego, las comodidades de la vida cortesana enmudecen al corazón y resuelven el conflicto en favor de Steven, el amor que Martin le confiesa es correspondido. Victoria pírrica, pero victoria al fin.

Verhoeven no cree ni en la épica ni en la tragedia y a buen seguro suscribiría los argumentos de Lope en su Arte Nuevo relativos a la mixtura tragicómica. La empresa de sus héroes no es la búsqueda edípica del conocimiento ni su destino se encuentra a merced de una cruel providencia que coarta su albedrío y urde su perdición. Sus vidas no son guiadas por nobles valores ni arquetipos inmortales inspiran sus designios, todos esos principios no son más que mecanismos ideológicos para mantener las relaciones de dominio, el statu quo, llenas las barrigas de nobles y curas, y a buen recaudo sus feudos. Verhoeven sabe que la vida no es más que una lucha hoy para seguir luchando mañana, como reza una letrilla satírica que se canta en algún momento del film, y que lo mejor que se puede hacer es comer, beber y follar cada vez que haya ocasión y como si fuera la última vez, porque tal vez lo sea.
Verhoeven sabe que el hombre no es más que carne y sangre. La razón, lejos de ser un principio universal, prioritario y bondadoso, es tan sólo un arma poderosa al servicio de la conservación de la propia vida aunque, al menos en el varón, subordinada a los genitales.


Paul Verhoeven, cineasta dilecto de mi adolescencia furiosa y silente, se nos antoja como uno de esos llamados por Scorsese “contrabandistas” que importaron malas ideas a la nación de las barras y estrellas durante el periodo clásico, de forma taimada y en un troyano que se vendió como una cinta de aventuras para degustar entre palomitas y bidones de refrescos, contaminó el patio de butacas con una misantropía de ecos buñuelianos y una poética y política de fauno complacido de haberse conocido. Y no le vino mal a una industria atrofiada por los productos familiares de la Touchstone y la Amblin un poco de carnaza y cinismo, negrura y rojo oscuro como el vello de una meretriz. La irrupción de Verhoeven en la industria en aquellos tiempos en los que Coppola y Cimino habían acojonado a los grandes estudios resueltos a evitar riesgos marginado el talento y seguir fórmulas resultonas, su acomodo al sistema y su éxito comercial indiscutible, sigue siendo un enigma en parte comprensible desde la habilidad del holandés para facturar productos accesibles al gran público, pero con todo, un enigma.

La osadía del holandés tendría su justo castigo una década después, cuando otro de sus grandes títulos Showgirls puso el madero y los clavos para que quedara claro que el sistema sólo tolera el desacato del lobo solitario para justificar un castigo desproporcionado.


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