Excelente cosecha la de 2011, que (creo) cerraré con el film de Polanski Un dios salvaje. Sobre el papel, la propuesta era insólita: 79 minutos de metraje (¿quién paga por distraer su tedium vitae poco más de una hora?); el planteamiento, familiar en la obra del polaco, la adaptación de una pieza teatral (algo que no ocurría desde La muerte y la doncella (1993), localizada en un único escenario (comienza y termina con una toma general de un parque de Brooklyn, plano que en la cartografía caprichosa de imágenes que habitan mi memoria, recuerda a los que abren y cierran Caché), sumando una pieza más a la ya, “tetralogía del apartamento”. Un reparto competente aunque, a priori, tampoco entusiasma (eso sí, me apetecía volver a ver a Christoph Waltz después de Malditos bastardos (2009). Por lo que, en fin, el mayor reclamo de la película era disfrutar de uno de los grandes, especialmente tras The Ghost Writer (2009) donde había mostrado una forma excelente.
Y sí, claro que cabrea que sólo dure 79 minutos. No por la pasta sino por la intensidad con que se goza cada uno de los minutos y lo corta que se hace. Polanski es a los espacios cerrados, a las situaciones únicas lo que Spielberg a la acumulación de incidentes y grandes ámbitos. Nadie narra tan bien, con esa precisión en los encuadres y esa destreza en el montaje (invisible, como querían Wyler y Hawks) como el viejo prófugo (de los nazis, de la justicia norteamericana, de sus demonios). La capacidad para dinamizar escenas muy dialogadas sin recurrir a un montaje corto, mover a los actores más de lo necesario o la cámara (nunca) alrededor de éstos (recursos bastardos para huir del efecto teatral), muestran un dominio de la técnica que sí, ya poseía en su primera obra, El cuchillo en el agua (1962), y que siempre ha sido uno de sus rasgos de estilo.
La anécdota es lo de menos, lo de más es ver como bajo la fina capa de urbanidad con que nos barniza la cultura, subyace una animalidad agazapada e irreprimible. Imposible no acordarse de El Ángel Exterminador (1962), aunque sin abandonar los predios de la comedia ni llegar tan lejos en la degradación de las relaciones y la violencia siempre vecina; ya el planteamiento (el amago continuo por parte de la pareja que encarnan Waltz y Winslet de abandonar el apartamento con escaso éxito) remite a la pieza maestra del baturro.
El dibujo de los personajes no es excesivamente sutil. Dos parejas tratarán de resolver “civilizadamente” sus diferencias, en un rincón, la “progre”(Jodie Foster y John C. Relly) y en el otro, la conservadora (los ya mencionados Ch. Waltz y una guapísima Kate Winslet). Sendas ideologías y sus valores parejos emergen en el transcurso de un combate que termina nulo.
El alcohol será catalizador de las hostilidades individuales, cuando el conflicto se mude de la pareja a la habitación del sujeto, y la lucha de clases devenga lucha de sexos y toda la amargura, el hastío y frustración que produce la pareja es convocado al pugilato para que la cosa no decaiga, eso sí, sin perder nunca la gracia, bordeando la hilaridad en un par de ocasiones pero sin precipitarse por el barranco de la caricatura.
Como siempre en Polanski, los objetos tienen gran protagonismo: el móvil de Waltz, los libros de arte de Foster, el whisky y los puros de Relly o el bolso de Winslet, por ser elementos caracterizadores de los personajes y propiciadores oportunos del avance de la acción.
Lo dicho, se hace corta. Yo ya la he visto tres veces desde ayer noche.
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