miércoles, 28 de diciembre de 2011

UN DOMINGO CUALQUIERA.



Un diseño de la espacialidad imaginaria estático se muestra como un centro de pulsiones sin reparo que concita la representación de sensaciones negativas, el odio, el miedo o la angustia, emociones enclaustradas prontas a la explosión de violencia en que se liberen las tensiones acumuladas.
Esta poética del espacio configura un aspecto fundamental de la narración, sienta las bases de su referente argumental, marca la pauta de una línea narrativa, emplaza a la demora temporal de su desarrollo y finalmente, convoca un desenlace incierto pero, impactante siempre. En cualquier caso veremos como el espacio informa un marco dramático y desempeña un papel esencial en el devenir del relato.

El cuchillo en el agua ( Nóz W. Wodzie, 1962) supuso el debut en la dirección de largos de Roman Polanski, cineasta que ha urdido su brillante filmografía con historias que se repliegan en torno a ámbitos que cercan a los personajes y convocan sus demonios. Baste recordar la célebre “tetralogía del apartamento”: Repulsión(Repulsion, 1966), La semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968), El quimérico inquilino (The Tennant, 1974) y la reciente Un dios salvaje (.Carnage, 2011)
El cuchillo en el agua comienza un domingo cualquiera en una Polonia fantasmal. Una pareja en el interior de un coche transita por una carretera secundaria y sin tráfico (nunca se verá otro personaje que no sean los tres protagonistas). Conduce ella hasta que se detiene por algo inaudible para el espectador. Cambian de asiento. Una vez ante el volante, el hombre besa con deseo el cuello de la chica, sensiblemente más joven.
Y de repente, un extraño...”Autoestop al amanecer”.
Un joven (Zygmunt Manowicz)en medio de la calzada se niega a apartarse obligando a Andrej (Leon Niemzcyk) ha frenar: “-Si llegas a estar un kilómetro antes serías un cadáver.” Finalmente monta al chico en el coche para complacer los deseos no formulados de Krystina (Jolanta Umecka); pero el móvil de Andrej es más oscuro.
El matrimonio viste de blanco, el chico, de gris.
El joven ha ganado el primer envite: Andrej no lo atropella, no por nada, sólo por no tener que ir a juicio, comenta (lo que tampoco le preocupa demasiado, teniendo en cuenta su estatus)
-No serás rival para mí. ¿Quieres verlo?-” Se ha mostrado débil ante la hembra al no arrollarlo y busca la revancha, por eso invita al joven a pasar el día a bordo del velero.
Las primeras horas transcurren distraídas en las faenas marineras. Andrej deja claro que cuando hay dos hombres en un barco, uno necesariamente es el capitán. Andrej no sólo posee la mujer y el barco, también es dueño de la palabra. Refiere una anécdota ilustrativa acerca del principio de autoridad y la legitimidad indiscutida del patrón en el seno de un sistema totalitario. Pero el joven estudiante que hace autoestop al amanecer, costumbre tan americana y decadente, puede que haya leído a Keruac en una edición manoseada y furtiva a la luz de una vela cómplice, y ello le resolviera a fatigar las sendas de un país estrangulado, sin esperar mayor novedad que el tránsito monótono de la interminable procesión de camiones proletarios que se nos anuncia y nunca vemos (pero es una imagen hermosa y triste que por alguna razón nuestra imaginación recrea siempre que evocamos el film de Polanski). Puede que haya visto incluso algún film de Ray y secretamente desee revelarse contra el mundo con Natalie Wood del brazo y toda la furia de su juventud desgreñada en la brasa del cigarrillo. Pero él sólo tiene un cuchillo y el sistema hace bien su trabajo.
Y, de repente, una mujer.
Christine resurge voluptuosa bajo un traje de baño demasiado capitalista, convocando inquietudes y comezones de proa a popa y de babor a estribor. La noche llega y con ella, la lluvia, y el momento de dejar la cubierta y distraer lo que queda del día con inocentes juegos al abrigo del camarote. Si hasta ese momento Polanski había optado por mantener a los tres personajes en el encuadre, ahorrando en contraplanos, los fondos de los exteriores ofrecían puntos de fuga que aventaban el enrarecimiento ambiental, ahora, la angostura del espacio unida a esta opción estilística hará irrespirable cada plano. Sin embargo, la tensión es achicada por obra del sueño, pero ya, en la amanecida del lunes, las sentinas de la masculinidad zozobrante siempre, comienzan a desbordar su hedionda violencia. Andrej, molesto por no haber advertido que su mujer y el joven se han despertado antes que él, inicia un juego de provocaciones que acabarán, en un primer momento con el cuchillo en el agua y luego, con su dueño. Creyéndolo ahogado, Andrej decide volver al puerto nadando, eludir lo que siente como un crimen, toda vez que piensa que el chico no sabe nadar y ha arrojado sus pocas pertenencias por la borda, con la estrategia del avestruz.
Pero puede lo que único que haya leído este chico no sean más que los polvorientos tomos del temario de una gélida ingeniería. Pero puede que este joven no sea al cabo ningún desarraigado protagonista de Ray buscando su destino, y sí una versión rejuvenecida del acomodado cronista deportivo que aspira a medrar en un sistema que predica la igualdad y condena a la diferencia, que sólo anhela poseer una mujer, un velero y un nombre al fin. Porque de eso se trata, de poseer, y por un momento lo conseguirá. Todo el tiempo había estado oculto tras una boya y la estampida de Andrej le resuelve a abordar la nave y a su tripulación. Ahora ya es Andrej, posee lo que aquél tiene, se lo ha arrebatado en buena lid: si aquel posee la fuerza, él es astuto, el mismo viento en sus velas, con la proa hacia idéntico puerto.
Y al final, sólo la mujer, reducida a bien inmueble, saldrá indemne de la justa entre vanidades masculinas, tan pueriles, tan animales, tan anodinas.
La pareja volverá a estar de nuevo encerrada en el coche, como al principio, pero nada es igual: detenidos en una encrucijada, ahora sin un puerto claro al que proar el vehículo, perplejos en la cresta de la duda. No se da la explosión de violencia que se anuncia y, por tanto, no ha catarsis posible.
Puede que aún hoy Andrej no haya tomado una decisión entre admitir ante la autoridad que ahogó accidentalmente a un joven desconocido o reconocer ante su vanidad que Krystina le ha sido infiel. Puede que en estos momentos siga con el volante entre las manos, meditando, viendo desfilar la interminable hilera de camiones que circulan por las arterias de una Polonia espectral.

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