Hay un lugar tras el sol que anuncia su llegada cegando una estrella.
Es tu día de novia invertebrada en que unos pies pisarán cristales de Bohemia.
Mientras crezcan alubias en el jardín de las llamas húmedas
y en el carcaj de la memoria vacilante sólo queden los tallos cortados de tus piernas,
el caracol de tu boca ocultará un beso blando:
Eres la novia que el planeta quiere desposar.
Novia de la melancolía. Novia del dolor.
Él sabe que tienes por cejas pétalos de huesos,
y tu cuerpo de cariátide dormida le allega promesas de cielos quemados,
sobre océanos de sangre
bajo una luz profunda de aurora degollada,
en el fontanal de tu sexo,
y su lúgubre azul de símbolo abolido se va poblando de planetas de plata afásica.
Y no quedó más que la osamenta despoblada.
Cuando falten los relojes a su cita...
Pregúntale a los gorriones qué sumergida alegría pende de sus picos,
en lo diáfano,
siempre lejano, o silenciado o no escuchado,
en la superficie sin nenúfares,
lindero con la nada, en los arrabales de la noche que se prolonga en sombras o en la hebra de un cabello,
pero un racimo de ondas perturba apenas su quietud,
refleja un astro, que fue rojo y es azul y madrugada.
Por eso las libélulas, por eso una pregunta,
que puede ser terrible y es felicidad,
como el caballo que agoniza en el campo de batalla,
testimonia un sacrificio y justifica ensayar un verso,
y es que a veces el brillo se hace inaudible y pienso en tu cuerpo tendido,
surcado por relámpagos.
Luego, búscale un lecho de cenizas y da suelo a su fatiga de Ofelia, de Dido,
acecha el sigilo de su siesta y vigila aquel sueño de Lilith.
A veces el deseo de tus lágrimas confunde mi lenta tristeza en la distancia solitaria de un temblor,
húmedo,
danzante,
húmedo,
danzante,
final.
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