La fugitiva.
En el último tercio de La fugitiva, sexto volumen de En busca del tiempo perdido, Marcel tropieza una certeza, dolorosa, como lo es toda verdad que no aporta beneficio al sabio; liberadora, que ayuda a comprender, consentir y perdonar, perdonarnos: “Pues conocer en toda su fealdad a Albertina ¿no era en realidad, a pesar de todas las denegaciones de mi razón, elegirla, amarla?”
Pues la Albertina real surge irreductible a una idea, a la concepción solipsista del amor platónico que idealiza a la mujer, la objetiva como proyección del ego del enamorado (Freud observa como en la lírica cortés, los atributos superlativos de la dama reiteran la visión que de sí mismo tiene el caballero y el alcance de sus hazañas). Marcel comprende que no había llegado a Albertina, a la mujer, al otro. Amar a pesar de la fealdad con un amor que no espera ser amado, como hay que amar a Dios según Spinoza, sólo entonces es posible salvar la distancia que media hasta el otro, la “falla” exigida por la comunicación (Bataille) Un amor difícilmente al alcance de un hombre y que Marcel sólo atisba ante el cadáver de su amada, cuando el peligro pasó.
Y más abajo afirma: “En medio de la más completa ceguera, subsiste la perspicacia en la forma misma de la predilección y de la ternura, de suerte que hacemos mal en hablar de mala elección en amor, puesto que desde el momento que hay elección no puede ser sino mala.” Toda vez que quien elige es el deseo, nos dejamos elegir por su objeto como nos vamos dejando vivir enredados en el tul de sus aspiraciones bárbaras.
Tras la muerte de Albertina, Marcel se embarca en una investigación, aparentemente morbosa e intempestiva, para confirmar sus sospechas acerca de las inclinaciones lésbicas de su amada y su infidelidad (rasgo que delata, según Nabokov, la homosexualidad del narrador-autor, pues, como observa el ruso, ¿qué otra cosa hay más gozosa, qué otra cosa puede concitar nuestra lubricidad inquieta con mayor urgencia, que imaginar o espiar o sorprender a la pareja de uno traveseando alegre entre los muslos de una de sus amistades entrañables?), y con la que en realidad sólo persigue hacer comprender al deseo huérfano y acallar sus quejas en el desorden de la ausencia a que se reduce el mundo ahora. Rehén de la melancolía, Marcel quiere ofrecerle un rescate para escapar de su represalia a tiempo. Y en el trance: “...la Albertina que yo descubría, después de haber conocido tantas apariencias diversas de ella, difería muy poco de la chica orgiástica surgida y adivinada el primer día en el malecón de Balbec y que tantos aspectos me fue ofreciendo sucesivamente...”
Siempre nos seduce aquello que vamos aborreciendo.
La mujer siempre nos ofrece un espejo, es dádiva y sacrificio, una pupila que nos refleja en el temporal de sus emociones, y claro, nunca vemos lo mismo, nunca nos vemos igual. La mujer es proteica porque nuestro deseo crítico-paranoico se busca en aguas agitadas y sólo se le ofrece imágenes cambiantes, bellas o terribles (“The terrible and fair,/ In beauty vie!”), diversas e irreductibles. Aquí nace el mito de la mujer doble, esquizoide, la mujer ante el espejo, la mujer monstruo, diosa benévola y furibunda, fontanal de vida y erial de muerte lenta y destrucción. La novia muerta como expresión de una paradoja y un deseo, imagen que halló fortuna en Poe: cuerpo presente, pura extensión que convoca una lujuria sin aspirar suturar herida o desgarro alguno, que no compromete a la comunicación ni a una exigencia ética. Es el cuerpo simple en su materialidad, incitante en su pasividad, libre de débitos, que ya nos ha liberado de la mirada. Todo pasado, ninguna posibilidad, ninguna libertad, enteramente reducible a la ensoñación melancólica que mece su onanista lamento entre el rumor de los sauces: “For her, the fair and debonair, that now so lowly lies,/ The life upon her yellow hair, but not within her eyes./ The life still there upon her hair, the death upon her eyes.”
Y al final, la Albertina que descubre Marcel es la que encontró su deseo “la chica orgiástica” que tantas veces negara su razón y vuelve ahora de entre los muertos para animar su lujuria desatada, enjugar una última lágrima o dispensar algún amable recuerdo.
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